Colombia, año cero

La hora de la verdad en Colombia no será ni la de la firma del acuerdo de paz ni la victoria del en el referéndum del 2 de octubre, que se da por muy seguro, sino la aplicación de lo estipulado en La Habana para que los guerrilleros de las FARC pasen de la lógica de la trinchera a la de las convenciones políticas, del escondrijo en la selva al arte de lo posible. De hecho, renunciar a las armas es un primer acercamiento posibilista, pero el trecho que queda por recorrer es largo y no precisamente fácil. No vale el precedente de la desmovilización del M19, una guerrilla esencialmente urbana, y tampoco el de los paramilitares, porque la larga vida de las FARC ha dado lugar a una cultura de la resistencia a ultranza, a una forma de vida, cabría decir, que es la única conocida hasta la fecha por varios millares de combatientes, inclinados o inducidos a practicar un análisis binario de la realidad.

La existencia en la selva implica aceptar unas reglas que garanticen razonablemente la supervivencia en un entorno a menudo hostil. Al mismo tiempo, obliga a construir un relato ideológico coherente que justifique el recurso a las armas por encima de cualquier otra consideración. El fin y la propia seguridad justifican los medios; la disidencia o la duda no tienen cabida o solo la tienen tangencialmente, son estados de ánimo personales e intransferibles que no pueden dañar la cohesión del grupo y la solvencia de los líderes, de quienes construyen la teoría a partir de la cual se legitima la violencia. Nada remotamente asociado con la vulnerabilidad tiene cabida cuando todo depende del arrojo disciplinado del guerrillero y de su convencimiento absoluto de que se bate por una causa moral y materialmente justa. Ese fue el legado que Manuel Marulanda, Tirofijo, entre otros, dejó a sus seguidores.

Pasar de este dogmatismo granítico a los acuerdos de La Habana es un gran salto, pero llevarlos a la práctica es aún más complejo. En primer lugar, porque la política convencional, el juego institucional, supone aceptar una gama de grises ajena o muy infrecuente en la cultura guerrillera. En segundo lugar, porque practicar las convenciones sociales en la ciudad o en un medio campesino requiere un periodo de aprendizaje. En tercer lugar, porque una parte del establishment político colombiano -los expresidentes Álvaro Uribe y Andrés Pastrana, sus referencias- se opone a que la paz llegue merced a un compromiso político, sin que la guerrilla pase por los tribunales.

Es este un asunto central en la viabilidad de la paz sin vencedores, sin manipular o utilizar los sentimientos de las víctimas y sus allegados. Porque, finalmente, la presencia de los líderes de las FARC en el Parlamento figura en los acuerdos y es no solo ineludible, sino deseable, pero puede torcer todo el proceso de apaciguamiento político si no fluye mansamente. Es verosímil la suposición de que la tradición centralista en la dirección de las FARC servirá en el futuro para que nadie se salga de la senda marcada, pero de cuanto puede deparar el futuro nada está escrito sin margen de error posible.

«Los españoles nunca habrían dado a ETA esta impunidad que Santos da a las FARC», declaró Uribe al diario Abc a primeros de julio, y esa frase es un mal presagio, un punto de partida resbaladizo además de oportunista, pues no hay forma de dar con un solo factor compartido por los laberintos vasco y colombiano. En ese mal presagio, la política de los sentimientos, siempre volátil, ocupa el espacio de la política de los hechos, del intento sensato y saludable de dar con la salida del laberinto sin arremeter contra todo y contra todos. Para sacar a la guerrilla de la selva solo había (hay) un camino: que tal salida no condujera directamente a la cárcel. Otros caminos posibles quedaron cegados hace decenios y la pervivencia del ELN -puede que 2.000 hombres y mujeres en armas-, muy disminuido pero activo, sigue alimentando una confusa teoría de la emancipación por la acción directa, no del todo desacreditada en sociedades extremadamente duales.

El escritor Gustavo Álvarez Gardeazábal advirtió en algún momento que el indulto de los guerrilleros «puede prestarse a interpretaciones maliciosas» que alimentan «envidias y malquerencias», y quizá sea así como se ha llegado al momento presente. Pero lo cierto es que en las inmediaciones del presidente Santos y de Timochenco, líder de las FARC, son bastantes los que argumentan que se llegó a la paz haciendo más concesiones de las debidas. Esto es: en cada bando hay quienes piensan que se podía haber obtenido más o haber cedido menos, prueba bastante concluyente de que toda interpretación maliciosa se desentiende de las renuncias aceptadas por cada parte para deshacer la madeja en primera instancia. Tejer complicidades a medio y largo plazo será aún más intrincado y trabajoso.

Albert Garrido, periodista.

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