Colombia ante el desafío del cambio

Colombia es un país hermoso. Complejo, atribulado y esperanzado al mismo tiempo. Durante años asediado por una guerrilla que se decía izquierdista y liberadora y que ha evolucionado hasta convertirse en un colectivo de delincuentes y narcotraficantes. Es un país rico, muy rico, pero en el que las desigualdades sociales son ingentes y la distribución de la riqueza manifiestamente injusta.

Es una democracia parlamentaria liberal, con un fuerte Ejecutivo presidencialista -propio de Latinoamérica- distanciada de la América "bolivariana". Goza de libertad de prensa, de asociación y de una judicatura independiente. Durante casi dos lustros ha sido gobernada por Álvaro Uribe, un político conservador de gran popularidad por su contundente combate contra la guerrilla, de tentaciones caudillistas, que no han fructificado gracias al buen juicio de las instituciones y de la sociedad colombianas.

No obstante, es asimismo un país donde los asesinatos de sindicalistas, periodistas, indígenas y defensores de derechos humanos -a menudo propiciados o amparados desde determinadas instancias del Estado y siempre auspiciados por quienes desean conservar, e incluso incrementar, privilegios abusivamente logrados- han sido moneda corriente en un clima de casi absoluta impunidad. La violencia ha sido protagonizada por las FARC -banda terrorista hoy felizmente debilitada y a la que la población ha dado la espalda-, y los paramilitares, terroristas financiados por terratenientes abiertamente hostiles al reparto de la riqueza espuriamente obtenida. No ha sido aún erradicada, si bien ha decrecido hasta cotas inimaginables hace poco tiempo. Hoy es posible sostener que el terrorismo de uno y otro signo desaparecerá a no mucho tardar gracias a la acción decidida de las diversas instituciones del Estado y de la sociedad civil organizada. Una parte de esta y significativos sectores sindicales continúan responsabilizando al Poder Ejecutivo y a los servicios de inteligencia (DAS) de un cierto tipo de terrorismo. Pero están anclados en el pasado. Un pasado reciente, pero pasado.

Echemos un vistazo al Ejecutivo. Juan Manuel Santos, derechista, accedió a la presidencia de la República hace escasos meses, tras ganar limpia y democráticamente los comicios. Su número dos, Angelino Garzón, centrista, es el vicepresidente. En coalición con otras fuerzas conservadoras, liberales y centristas, controlan más del 80% del Parlamento. La popularidad de Santos es nada menos que del 90%. Lamentablemente, la izquierda (Polo Democrático) obtuvo en la Cámara de Representantes tan solo el 3% de los votos y en el Senado, el 7,84%.

Santos y Garzón han sorprendido a propios y extraños al alejarse de los planteamientos del anterior presidente, Uribe. Santos -que no apoyó la primera reelección de su predecesor- entendió el papel que podría jugar la judicatura en una Colombia reformista cuando el Tribunal Constitucional falló (25-2-10) en contra de una segunda reelección de Uribe. De ahí que desde la investidura de Santos los tres poderes, Ejecutivo, Legislativo y Judicial, hayan iniciado una inédita etapa de colaboración.

El Ejecutivo respeta a los jueces. Algo insólito en el periodo uribista, donde el enfrentamiento con ellos era inclemente y constante. Periodo en el que, no obstante, el Tribunal Supremo, a pesar de numerosos obstáculos y trabas, fue capaz de sacar a la luz el entramado criminal de la parapolítica ultraderechista. Santos no solo ha firmado con el Supremo una paz mutuamente beneficiosa para ambos (y desde luego para el país) sino que logró consensuar en una semana el nombramiento de una nueva fiscal general, algo no conseguido en los últimos 16 meses. El Estado de derecho funciona y el Ejecutivo está promoviendo una serie de iniciativas legislativas y administrativas tendentes a la institucionalización de una estrategia activa de protección y garantía de los derechos humanos individuales y de comunidades indígenas que conduzca a la normalidad social y política. Destacan en este campo la Mesa redonda para garantizar los derechos humanos de los sindicalistas (septiembre de 2010), en la que los representantes sindicales deciden la agenda, la Mesa de diálogo permanente con las organizaciones sociales campesinas (noviembre de 2010), la Declaración conjunta hacia una política de derechos humanos y derecho internacional humanitario (22-11-10), firmada por el vicepresidente Garzón y organizaciones de la sociedad civil y del sistema de Naciones Unidas y de la Organización de Estados Americanos. Tal declaración prepara la convocatoria en diciembre de 2011 de la Conferencia Nacional de Derechos Humanos con el objetivo de una agenda común entre el Estado, la sociedad civil y la comunidad internacional con vistas a impulsar el respeto y promoción de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario.

De modo que los primeros meses del Gabinete de Santos, sustentado por la mayoría absoluta del Parlamento, se han focalizado -amén de la tramitación legislativa de un estatuto de la corrupción para combatir esta lacra- en una estrategia que prioriza la cuestión humanitaria y de derechos humanos. La convicción y determinación del nuevo Ejecutivo colombiano para poner fin a las injusticias y barbaries del pasado es tal que incluso iniciativas legislativas como la prolongación de la ley de orden público -que prevé indultos o cese de procesos penales- explícitamente excluye de estos supuestos los delitos que comprometan la seguridad nacional, vulneren el derecho internacional humanitario o sean tipificados de lesa humanidad.

Además de los proyectos de ley mencionados, sobresale la ley de víctimas y de restitución de tierras, aprobada ya en la Cámara y que será ratificada en marzo en el Senado. Se trata del proyecto estrella de la actual Administración y de la que, con razonable orgullo, trató el 6 de diciembre el presidente Santos en Nueva York. Había sido invitado a la IX asamblea del Tribunal Penal Internacional por el fiscal jefe de dicha Corte, Luis Moreno Ocampo, quien al presentar a Santos, tras la intervención del secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, tradujo perfectamente la nueva realidad, al manifestar que "Colombia está pasando de ser niño malo a niño bueno en el contexto internacional".

En ese acto neoyorquino la ley de víctimas se convirtió en el símbolo del relanzamiento y del compromiso gubernamental colombiano con la sociedad internacional. Santos fue explícito: "Vengo a proclamar nuestra decisión de combatir la impunidad en nuestro país y nuestro inequívoco respaldo a la Corte Penal Internacional. Vengo a expresarles que el Gobierno de Colombia tiene la más firme voluntad -y así quiero dejarlo claro- de reconocer y hacer efectivos los derechos de las víctimas a la verdad, la justicia y la reparación".

Colombia, hermoso país, complejo, atribulado y esperanzado al mismo tiempo, encara una encrucijada histórica. El actual Gobierno -dirigido por un político inteligente, derechista, pero no caudillista, y al que apoya la gran mayoría de la población- trabaja con convicción por reparar las graves ofensas y delitos, probablemente de lesa humanidad, perpetrados en el pasado reciente. Téngase en cuenta que la ley de víctimas no es un mero acto de solidaridad, sino que contiene, además, una mención expresa a la responsabilidad estatal en el conflicto armado. El Gobierno quiere cerrar heridas y compensar a víctimas, desplazados y despojados. Es consciente de que no es tarea fácil, dada la desmesura de la agresión y la inmediatez de la misma. Sin embargo, desde mi punto de vista y dada la ingente carga a soportar es éticamente lícito y políticamente correcto concederle un margen temporal.

No me corresponde a mí -español y socialista, pero ante todo demócrata- fijar los límites temporales de la confianza a otorgar a Santos, Garzón y su Gobierno. Tan solo me atrevo a pronosticar que la ley de víctimas y de restitución de tierras es la gran prueba y que si, como se espera, es ratificada en el Senado y sancionada por el presidente, se abrirá una nueva y definitiva página -limpia, digna y honrosa- que facilitará el camino a una nación que desea sanarse y de una sociedad que necesita recuperar valores perdidos. Abrirá la posibilidad de un pacto social que permitirá a los colombianos reencontrarse en paz, dignidad y justicia con ellos mismos.

Por Emilio Menéndez del Valle, embajador de España y eurodiputado socialista.

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