Colombia debe cerrar la brecha digital sin condenar al mensajero

El presidente de Colombia, Iván Duque, en octubre de 2018. Credit Leonardo Muñoz/Epa-Efe vía Rex
El presidente de Colombia, Iván Duque, en octubre de 2018. Credit Leonardo Muñoz/Epa-Efe vía Rex

Las pugnas entre gobiernos y medios han sido una constante histórica. “Nadie ama a un mensajero que trae malas noticias”, le dice el guardián a Creonte en la tragedia Antígona, de Sófocles. Y esa es, precisamente, una de las funciones básicas del periodismo: decirle la verdad al poder.

En Colombia un nuevo debate envuelve al gobierno del presidente Iván Duque, y tiene que ver con el proyecto de ley que propone modernizar las Tecnologías de la Información y las Comunicaciones (TIC).

Esta ley plantea suprimir la Autoridad Nacional de Televisión para crear un nuevo ente regulador convergente de telecomunicaciones —internet, radio y televisión— que dependa del Ministerio de Tecnologías de la Información y las Comunicaciones (MinTIC), es decir: del propio gobierno.

Tal concentración de poder con facultades de control administrativo, vigilancia y sanción ha alertado a defensores de los derechos humanos en el mundo digital y también a quienes desconfían de las buenas intenciones que pregona el gobierno colombiano a través de su ministra Sylvia Constaín.

Aunque el proyecto ofrece mejorar la infraestructura, cerrar la brecha digital y brindarle condiciones de conectividad a todos los habitantes de Colombia, beneficia a los cableoperadores en detrimento de la televisión pública. También privilegia a los canales privados Caracol y RCN, a los que no solo les extendería su licencia por dos décadas, sino que los liberaría de un pago millonario.

Periodistas reconocidos, políticos y académicos han levantado su voz para decir que apoyan partes del articulado, pero rechazan la aprobación del proyecto porque atenta contra la autonomía estatal, debilita a los medios públicos, incluso pone en riesgo su permanencia, y siembra una peligrosa semilla: la posible censura a aquellas voces críticas que hacen vida fuera del espectro privado.

Ocurrió hace semanas con el programa de televisión “Los puros criollos”, que fue sacado de la parrilla del canal estatal RTVC el mismo día que su conductor, Santiago Rivas, reprochó algunos aspectos de la propuesta de ley en otro programa, “La pulla”. Desatada la polémica, que encendió las redes sociales en Colombia, el gerente del canal, Juan Pablo Bieri, afirmó que no se trata de una censura, sino de una decisión interna. Queda la duda.

En octubre, el presidente Duque solicitó al Congreso un “trámite de urgencia” para aprobar esta ley, pero el 18 de diciembre, gracias a la presión de periodistas, activistas culturales y líderes de diferentes bancadas políticas, la discusión fue aplazada para el primer trimestre de 2019. El problema de fondo: los medios estatales no deben ser controlados por el gobierno de turno.

El ejemplo más directo es el de su país vecino: Venezuela. Allí la división entre gobierno y Estado es inexistente. Los medios estatales fueron secuestrados por la dictadura para imponer líneas de propaganda a través de una programación segregacionista, que excluyó por completo la pluralidad política y la posibilidad de disentir. El control absoluto del sistema de medios públicos en Venezuela es parte de la llamada hegemonía comunicacional del chavismo.

La primera piedra de ese proyecto hegemónico fue la Ley de Responsabilidad Social en Radio y Televisión, aprobada en el 2004 por una Asamblea Nacional con mayoría chavista, y apodada “Ley mordaza” por medios que hoy han sido neutralizados y silenciados, o incluso han desaparecido, gracias a compras, demandas y sanciones administrativas por parte del propio gobierno.

Ya antes de esas regulaciones reinaba el estigma. Hugo Chávez fue el principal abanderado de una batalla contra los periodistas que adversaban su gestión, y se apoyó en la descalificación personal y profesional para abonar el terreno del odio. Sorprendió a pocos que no renovara la concesión del canal de señal abierta Radio Caracas Televisión  en mayo de 2007 o que hiciera lo mismo en 2009 con 34 emisoras de radio que formaban parte de un circuito nacional. Hoy son 99 los medios radioeléctricos que ha cerrado el chavismo, según el Instituto Prensa y Sociedad en Venezuela (IPYS).

Este mismo organismo informa que solo desde 2013 un total de 66 diarios han suspendido sus ediciones impresas. El más reciente fue El Nacional, un bastión del periodismo contemporáneo que circulaba desde hace 75 años. Otro duro golpe a la libertad de expresión.

Hay además una clara tendencia en el control de contenidos que conduce a un clima de autocensura, como afirma Marianne Díaz Hernández en un informe para IPYS: la vigilancia y recolección de datos personales es llevada a cabo tanto de manera directa por órganos estatales, como a través de prestadores de servicio a los que les imponen responsabilidades civiles, penales y administrativas para forzarlos a restringir contenidos y recabar información sobre las actividades de navegación de los ciudadanos.

La libertad de expresión en Venezuela debe vérselas con esta lógica de Gran Hermano: un complejo sistema de vigilancia que se sostiene en leyes que le permiten al gobierno, escudado en la figura del Estado, controlar lo que opinan sus habitantes, liquidar el discurso crítico y debilitar las libertades políticas.

En Nicaragua, el régimen de Daniel Ortega también ha intensificado su acoso y represión contra medios y periodistas. Agentes antidisturbios de la Policía Nacional agredieron recientemente en Managua a reporteros que protestaban por el allanamiento y la ocupación ilegal de nueve ONG locales y tres medios, entre ellos el diario Confidencial, que dirige Carlos Fernando Chamorro, y el Canal 12, donde el mismo periodista conduce un programa de televisión.

En Estados Unidos son habituales las confrontaciones del presidente Donald Trump con la prensa que lo critica, en especial la cadena CNN. A estas actitudes amenazantes de un jefe de Estado, que insiste en llamar “enemigos del pueblo” a los periodistas que no se rinden a sus políticas, se suma otro hecho reciente, el del presidente electo de Brasil, Jair Bolsonaro, y su hijo Carlos, concejal de Río de Janeiro, quienes han comenzado a atacar verbalmente a los “grandes medios”, en general, y a Globonews en particular, a la que llaman “Bobonews”.

El proyecto de Ley TIC que impulsa Duque en Colombia se distancia por mucho de las medidas de arrase de dictaduras como la venezolana y la nicaragüense, y tampoco plantea un enfrentamiento con voces independientes de medios estatales —a diferencia de Trump en Estados Unidos con medios privados—. Pero que sea un ministerio el que administre, regule y aplique sanciones exige encender las alarmas y plantear un debate a fondo para evitar que se le puedan poner cortapisas a la libertad de expresión.

No es casual que Edison Lanza, relator especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, haya advertido que el Congreso colombiano debe asegurar que esta ley respete los estándares interamericanos, que recomiendan un organismo regulador con autonomía política y económica para garantizar medios libres, diversos e independientes.

Esto es clave. La institución que asigna licencias de radio y televisión, distribuye los fondos y decide cuáles contenidos se producen y transmiten no debería depender de un ministerio. Son múltiples los riesgos que atentan contra la pluralidad porque el poder premia, castiga y manipula según sus intereses. Amén de mejorar la conectividad y la infraestructura, durante la nueva discusión de este proyecto cabe proponer que se amplíe el número de comisionados del ente regulador y que estos, tal como ocurre —al menos en teoría— con los altos representantes de los poderes judicial y electoral, sean independientes del gobierno.

Leo Felipe Campos es cronista y editor. Su libro de cuentos más reciente es Gancho al hígado.

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