Colombia debe dar una oportunidad a la paz

Por primera vez en 52 años, una niña nació en una Colombia en paz. Vino al mundo el 26 de septiembre, minutos después haberse firmado el histórico Acuerdo de Paz. Este es un logro impresionante, porque, después de todo, la vida de cada colombiano vivo ha estado marcada por una guerra de medio siglo. El camino para llegar al acuerdo estuvo lleno de dificultades y lo que viene para el país en orden de asegurar la consecuente paz, será aún más desafiante.

Un reto grande se avecina rápidamente. Los colombianos tendrán que acudir a las urnas para ratificar, en el plebiscito del próximo 2 de octubre, el acuerdo, al que no fue nada fácil llegar. Y aunque tiene algunos defectos –no hay tal cosa como un acuerdo perfecto-, este es, de lejos, el mejor al que se ha llegado con la guerrilla más grande -las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC-EP-. Pondría fin definitivo al último gran conflicto armado de América Latina.

Lo que está en juego es mucho más que el regreso a la guerra. El acuerdo de paz incluye grandes reformas e inversiones y podría mejorar la calidad de vida de la mayoría de los colombianos, especialmente los más pobres en las zonas rurales. No sólo reclama reformas agrarias: ofrece, además, un nuevo enfoque para abordar el problema de las drogas ilícitas, incluyendo el restablecimiento de la autoridad gubernamental en áreas antes controladas por las FARC.

Es comprensible que los colombianos tengan prevenciones frente a concesiones a las FARC. Después de todo, más de 220.000 soldados, guerrilleros y civiles han muerto en los combates, y casi siete millones de colombianos han sido desplazados de sus hogares durante el último medio siglo. Existen preocupaciones reales acerca de si la guerrilla entregará todas sus armas con o sin supervisión de la ONU. Tienen motivos para ser cautelosos, este camino lo han recorrido antes.

Podría decirse que la cuestión más delicada tiene que ver con el tema de cómo tratar los crímenes de guerra. Según los términos del Acuerdo de Paz, aquellos que admitan las atrocidades más graves, incluidas las ejecuciones, recibirán penas reducidas de solo cinco a ocho años, con la obligación de prestar servicio comunitario. Y a aquellos implicados en delitos menos graves –como el tráfico de drogas- se les concederá amnistía. Muchas personas sienten que esto deja libres muy fácilmente a los soldados y guerrilleros que han violado derechos.

El tema de la adjudicación de responsabilidad por crímenes de guerra suele ser una de las partes más difíciles en un proceso de paz. Los críticos a menudo presentan el tema como una elección entre paz o justicia. Esa es una falsa dicotomía. Colombia puede lograr ambos. Si las autoridades implementan el acuerdo de paz con cuidado, deberán ser capaces de conciliar los intereses y las necesidades legítimas de las víctimas, con los requerimientos legales de hacer que los criminales respondan por sus delitos.

El coraje y la convicción de los líderes de Colombia no tienen paralelo en la historia reciente. Las negociaciones en La Habana, que empezaron en el 2012, fueron tensas y agotadoras. Sin embargo, los equipos negociadores sacaron el proceso adelante. A todo lo largo del proceso fueron desafiados por un coro de voces hostiles y una creciente polarización en todo el país.

Es por supuesto el pueblo colombiano, incluyendo víctimas y sobrevivientes, el que debe ser reconocido. Cuando el presidente Santos firmó el acuerdo, anunció: “Hoy es el comienzo del fin del sufrimiento, el dolor y la tragedia de la guerra”. Son los que han sufrido más, quienes le están dando a la siguiente generación una oportunidad que muchos ciudadanos creyeron nunca se materializaría, la oportunidad de vivir en paz.

Fernando Henrique Cardoso es expresidente de Brasil y Ricardo Lagos, expresidente de Chile. Son miembros de la Comisión Global de Política de Drogas.

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