Colombia, el virus y los olvidados de siempre

Un par de repartidores en las calles vacías de Bogotá el 1 de abril. Credit Federico Rios para The New York Times
Un par de repartidores en las calles vacías de Bogotá el 1 de abril. Credit Federico Rios para The New York Times

Dicen que las ciudades se vaciaron para esquivar la pandemia. Pero no es cierto. Menos aún en Latinoamérica, donde la mitad de la población debe seguir en movimiento y procurarse hoy la comida de mañana. En Colombia, uno de los países más desiguales de la región, la cuarentena excluyó todavía más a los marginados de siempre. Hoy deambulan por ahí en busca de una supervivencia escurridiza y bajo una incertidumbre mayor.

Ningún país estaba preparado para la pandemia. Y el nuestro, menos. Junto a la antigua deuda social, con aproximadamente 9,5 millones de personas que viven en condiciones críticas, el coronavirus es un alud que encuentra al gobierno colombiano rezagado, con las manos hurgando en los bolsillos y mil tareas por atender.

España, Italia y Estados Unidos suman hoy más de 70.000 decesos porque no actuaron cuando podían. En Colombia, con 3233 casos confirmados y 144 muertes, el escenario es apenas manejable; por eso urge que el gobierno dedique medidas a los más olvidados de su historia moderna: los colombianos pobres y los venezolanos migrantes, que llegaron a este país huyendo de su propia tragedia.

Muchas armas y pocas camas

Colombia se alista para el gran número de contagios que puede registrar en las próximas semanas. Los expertos mundiales de la salud han dicho que los gobiernos deben invertir en prevenir pandemias lo mismo que gastan en defensa. Pero en nuestro caso la recomendación sigue siendo ignorada. En su presupuesto para 2020, el gobierno de Iván Duque dedica un diez por ciento más de gasto a las armas. El presidente admitió que existe “una deuda vieja” con el sistema de salud de 250 millones de dólares.

En su afán por ponerse al día, Duque decretó transferencias monetarias para los desvalidos, devolución del Impuesto al Valor Agregado y otras medidas para la clase media y las empresas pequeñas y medianas. Pero el virus marcha a mayor velocidad. Hasta un 90 por ciento de pérdidas en el mes de abril calculan los comerciantes del país, mientras las ayudas tardan en llegar. Muchas familias compran solo lo esencial, y en las ventanas de la clase baja proliferan trapos rojos que gritan el hambre.

Aquí los trabajadores informales suman el 47 por ciento: aproximadamente 13 millones de personas sin salario garantizado. Los habitantes de la calle, que solían rebuscarse en el vaivén de las avenidas ahora desiertas, suman casi 10.000 personas solo en Bogotá. A ellos se añaden los desplazados internos, 6731 en los primeros meses del año; y muchos de los 1,7 millones de migrantes venezolanos, que enfrentan desalojos porque no pueden pagar sus hospedajes. Algunos desesperados regresan a su país, también en emergencia. La débil cornisa que los sostenía a todos se ha resquebrajado aún más con la pandemia.

En tiempos de riesgo por cercanía, la densidad de población en las zonas populares de Bogotá triplica la tasa de los barrios más acomodados. Soacha, un municipio al sur de la capital, muestra las carencias que debe atender el gobierno en todo el país. “Puede morir más gente de hambre que por el coronavirus”, dijo su alcalde. Pero entre la abundancia de noticias que se ha esparcido con la enfermedad, una resume bien nuestra intemperie: en Colombia vive un millón de personas sin agua por no pagar el recibo.

Estos son los excluidos que esperan el azote de la COVID-19 bajo la mayor vulnerabilidad, pues necesitan exponerse para sobrevivir. Pero su riesgo pende sobre la comunidad entera, porque esa exposición mantiene encendida la mecha del contagio.

Para paliar la crisis en Bogotá, la alcaldía lanzó un programa que busca garantizar el ingreso mínimo a las 500.000 familias más vulnerables durante el tiempo que dure el encierro forzado, decretado el 23 de marzo. Pero estas ayudas todavía no logran aplacar las urgencias, y el descontento continúa en las calles.

En distintos lugares del país ha habido protestas, saqueos y focos de desobediencia que desafían el aislamiento ordenado por el gobierno nacional. La situación en Colombia encierra una paradoja: el poder castiga a quienes salen, pero no ha sido capaz de proveer condiciones que les permitan quedarse en casa sin morir de hambre.

Relajar eventualmente la cuarentena y autorizar el desplazamiento y el trabajo a los más vulnerables es una medida que se ha considerado. “Pero aún debemos realizar muchas pruebas, aislar a los contagiados y aplanar la curva del virus”, dice Julián Fernández Niño, doctor en epidemiología. Para los especialistas es necesario descifrar la dinámica de la infección antes de volver más flexible el aislamiento de ciertos grupos.

La desconfianza, sin embargo, complica nuestro panorama. Los de abajo no esperan garantías de un Estado que les ha fallado de forma consistente.

Los invisibles

Entre los más desprotegidos están los migrantes que llegaron en busca de oportunidades y se toparon con las puertas cerradas. Charly Hermoso, un cocinero venezolano con cuatro años en Bogotá, atendía un puesto de comida rápida en el centro de la ciudad. Hermoso estaba a punto de pagar la última cuota del crédito que pidió para equipar el puesto, cuando se decretó la cuarentena. “A domicilio estoy vendiendo el 10 por ciento de lo que vendía. Eso no alcanza”, dice desde la casa que comparte con otros cuatro venezolanos sin ingresos. “Estamos comiendo dos veces al día, y poco”, cuenta.

Hermoso ha visto desalojos y saqueos desde su calle. Sabe que muchos viven al día y teme que se desate la violencia. “Si esto me hubiera pasado en Venezuela, sería distinto. Allá tengo mi casa, mi familia. Acá los inmigrantes estamos en desventaja, pero conozco colombianos en la misma situación”, dice. A todos ellos, piensa el cocinero, el gobierno debe entregarles ayudas ahora mismo.

En su casa, Hermoso aporta la mayor parte de la comida. Ahora no piensa mucho en el futuro; solo trata de adaptarse y sobrevivir. “Estamos asilados en esta casa. Aquí voy a tratar de cocinar para recuperar una parte de mi clientela. Pero va a estar difícil”, admite.

¿Qué hacer?

La epidemia ha estimulado la solidaridad. En las redes sociales y en las calles se multiplican iniciativas para auxiliar a quienes padecen: comprar una cosecha a punto de perderse, llevar gratis en taxi a cualquier médico, fabricar tapabocas por puro altruismo. Pero más allá de estos pequeños gestos, para recuperar nuestras sociedades a la deriva debemos convertir la fraternidad episódica en un paquete de políticas eficaces y sostenibles que nos cubran a todos, y de forma especial a los más desprotegidos.

Olvidadas en la periferia del mapa, aún hay grandes regiones de Colombia sin una sola cama de cuidados intensivos, necesarias para afrontar esta cepa del coronavirus. Son miles de ciudadanos sin infraestructura vital. La pandemia pasará, pero dejará, según la Cepal, mayores cifras de pobreza extrema en una región donde ya eran muy altas.

Varias voces en Colombia han planteado medidas que pueden ayudar. Algunos proponen duplicar los recursos dedicados a la pandemia e invertir buena parte en el subsidio de las nóminas para prevenir quiebras y frenar el desempleo. Otra opción es permitir a los trabajadores retirar una pequeña parte de sus ahorros pensionales. Si no sobreviven ahora, difícilmente disfrutarán de su jubilación eventual. Una tercera propuesta recomienda crear la Oficina Técnica Presupuestal, una institución legislativa cuya tarea sería analizar los proyectos fiscales y de presupuesto creados por el Ejecutivo.

En la inversión de esos fondos será prioritario incluir a los migrantes venezolanos que eligieron este país como refugio. Colombia, el principal destino de esa diáspora, por fin ha empezado a resarcir la deuda histórica que mantiene con su vecino: al menos ya otorgó la nacionalidad a los hijos de los migrantes, pero el reconocimiento de ese derecho fundamental no basta en plena crisis sanitaria. El gobierno de Duque puede y debe recurrir a la comunidad internacional para diseñar un plan que evite el peligroso recrudecimiento de una emergencia humanitaria que ya es severa.

Para amortiguar este golpe inédito, Colombia debe embarcarse en la agenda de inversión social más ambiciosa de su historia, y dejar de responder a la necesidad con represión. Ahora que intenta construir una paz esquiva, el país tiene que superar su antigua tradición bélica y combatir la inequidad, su mayor adversario histórico.

Sinar Alvarado es periodista y escribe sobre Colombia para medios internacionales.

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