Colombia en su laberinto

Por Carlos Malamud, investigador principal para América Latina del Real Instituto Elcano (ABC, 02/09/05):

Se suele afirmar que Colombia es uno de los lugares donde mejor español se habla. No quisiera profundizar ahora en cuestiones filológicas, sino sólo constatar que pese a su amor por la tradición, los colombianos también innovan en materia lingüística. En estos días, prediálogo se ha convertido en una palabra de moda en Bogotá. Muchos lectores, desconocedores de los recovecos de la política colombiana, se preguntarán por el significado de esta palabreja, no incluida en ningún diccionario de uso del español. La cuestión es la siguiente: como el diálogo entre el gobierno y las organizaciones terroristas (o guerrilleras si no se quiere herir su susceptibilidad) está estancado, y las gestiones facilitadoras de una negociación con el ELN (Ejército de Liberación Nacional) han fracasado sistemáticamente -algunos dicen que por presiones del gobierno de Álvaro Uribe-, la Conferencia Episcopal Colombiana ha propuesto, con la conformidad del gobierno, lanzar un prediálogo, que permita crear las condiciones para un diálogo posterior (o para adelantar conversaciones, que dirían los colombianos).

La duda ante esta oferta es la de su viabilidad. ¿Aceptarán el ELN o las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) negociar con un gobierno al que odian por su postura en imponer el legítimo monopolio estatal de las armas en todo el territorio nacional? La situación es muy compleja, especialmente en un año preelectoral y cuando todavía está pendiente el fallo de la Corte Suprema sobre la constitucionalidad, o no, de la reelección, lo que permitiría a Uribe, en caso de ganar las elecciones, gobernar otros cuatro años. Uno de los principales objetivos de los dirigentes de las FARC, Manuel Marulanda (conocido como Tirofijo), Raúl Reyes o el Mono Jojoy, entre otros, es impedir con los numerosos medios a su alcance la reelección de Uribe, su principal enemigo. Y sentarse a negociar en estos momentos con el gobierno sería darle un balón de oxígeno, salvo que éste reconozca todas sus exigencias, la mayor parte de las cuales son incumplibles. La opción del canje humanitario (rechazada durante mucho tiempo por Uribe) también está en juego, pero de momento los obstáculos que impiden la liberación de los más de 60 rehenes de las FARC que se pudren en la selva son importantes. La situación del ELN es algo distinta. Pese a las constantes deserciones de cuadros y combatientes elenos que se pasan a las FARC o a los paramilitares, la posibilidad de que se sienten a negociar es todavía remota.

Todo esto ocurre mientras continúa el proceso de desmilitarización de los paramilitares, las execrables Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), que cada vez tienen menos de unidas, como demuestran los ajustes de cuentas entre ellos y la lucha por un poder cada vez más mafioso. Hasta la fecha se han desmovilizado más de 9.000 paras y se espera que hasta fin de año otros 4.000 sigan el mismo camino. Para impulsar el proceso, el gobierno impulsó en el Parlamento la Ley de Justicia y Paz, que debía marcar los límites de la negociación con cualquier grupo violento que quisiera desarmarse, una ley sumamente criticada tanto dentro como fuera del país. La mayoría de las críticas de la «comunidad internacional» aluden a que semejante texto, aprobado en julio pasado después de vivos debates, sólo sirve para avalar la impunidad de los violentos. De momento, y a un mes de aprobada la ley, el gobierno no ha dado los pasos necesarios para impulsar su cumplimiento. De todas formas, lo que sí queda claro es que el proceso electoral de 2006, con o sin reelección, estará condicionado en buena parte por el desenlace de las negociaciones con los paras.

Como señala Eduardo Pizarro, la cuestión es de una gran complejidad y marca el enfrentamiento entre los partidarios del «minimalismo pragmático» (la paz justifica grandes sacrificios en el terreno de la verdad, la justicia y la reparación) y los seguidores del «maximalismo moral» (que exigen altas cotas en esos mismos puntos). Se trata de sendas visiones reduccionistas que presentan dos problemas: 1) si unos dejan fuera de su interpretación a la justicia, los otros hacen lo mismo con la política; y 2) los minimalistas de hoy pueden ser los maximalistas de mañana. Los obstáculos a la paz aumentan permanentemente y la formación de dos asociaciones de víctimas (una de víctimas de la guerrilla y otra de los paramilitares) poco hará por despejar el camino.

Desde España, y desde Europa en general, hemos visto el proceso con bastante escepticismo y de forma muy crítica, frente a lo que se presenta como una carta para avalar la impunidad paramilitar. Ahora bien, si nuestras exigencias morales para respaldar el proceso de paz que busca el gobierno colombiano son tan altas (mucho han aumentado después de los procesos de transición a la democracia en América Latina de la década de 1980, como mostró el caso Pinochet), habría que pensar más en nuestra respuesta. Está claro que si queremos ver entre rejas a todos los terroristas y violadores de derechos humanos (¡cuántos crímenes de lesa humanidad han cometido las AUC, el ELN y las FARC!) hay que respaldar la salida policial y militar que lo permita. Y esto implica armar a las fuerzas militares y policiales colombianas y respaldar la política de seguridad democrática de Uribe, que tantos éxitos ha cosechado en los últimos tres años en la reducción de homicidios, secuestros y atentados terroristas. ¿Estamos dispuestos a ello? Habría que preguntarle a las ONG que tanto critican la labor de Uribe cuál es su solución para el laberinto colombiano. Mientras tanto, los principales actores políticos, incluidos los armados, ya están tomando posiciones para el próximo, y decisivo, combate electoral que se librará en 2006.