La aprobación el día de los inocentes de la Ley de Amnistía e Indulto en Colombia es el primer paso en la puesta en marcha de los Acuerdos de Paz y la primera norma adoptada por la vía rápida -Fast Track, como se ha denominado- que autorizó la Corte Constitucional colombiana. Un instrumento de alto valor simbólico que abre la vía a la reconciliación en ese país y posibilita abandonar el “limbo” en el que se encontraban los 53 frentes de las FARC en pleno proceso de concentración en 27 lugares: 7 puntos transitorios de normalización y 20 zonas veredales transitorias en donde se procederá a la entrega de armas y se iniciará el proceso de desmovilización de estos combatientes en todo el territorio.
Sin embargo, Colombia se encuentra viviendo una triste y previsible paradoja. Después de cuatro décadas, el 2016 ha sido por fin el año de la Paz -con premio Nobel incluido- pero también el de mayor número de asesinatos de líderes sociales: unos 116 según los datos de la Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas; levemente inferior según las cifras de los organismos colombianos, principalmente la Fiscalía General de la República y el Ministerio del Interior. Este proceso de asesinatos selectivos se ha recrudecido de una forma exponencial a raíz de firma de los Acuerdos de Paz y afecta a todas las regiones del país. El último asesinado, un líder campesino, Anuar José Álvarez, el día de Navidad en Cauca.
El perfil de los asesinados no deja lugar a duda de su intencionalidad. Son miembros destacados de diversos movimientos sociales en el medio rural, muy vinculados a las protestas campesinas, un gran número han estado implicados en distintos litigios sobre la propiedad o titularidad de la tierra, muchos son líderes en la defensa de los derechos humanos y, una parte significativa, vinculados a movimientos de izquierdas y/o indigenistas, también medioambientalistas y afrodescendientes. Es claro que el territorio liberado por las FARC en toda la geografía colombiana, ajeno a la presencia reguladora administrativa, militar y policial del Estado, es codiciado por distintos intereses: paramilitares de nuevo cuño, bandas de delincuencia organizada, extracción ilegal de minerales, cárteles de narcotraficantes que pretenden asegurar los pasillos de tránsito antes vigilados militarmente, nueva protección armada de plantaciones de coca como alternativa de vida a comunidades que, de otra forma, se hubieran consumido en la miseria pero que rechazan las fumigaciones resistiéndose a la erradicación sin más.
Los asesinatos son consecuencia de la ruptura del equilibrio de poder, pero responden mayoritariamente a un recrudecimiento del paramilitarismo; llámese como se quiera llamar. Posiblemente con distintas formas, caras, intereses y negocios, pero con idéntico objetivo y sesgo ideológico: sembrar la muerte, impedir los cambios en el medio rural, mantener la desigualdad endémica en el campo y dificultar la reforma rural integral; en conclusión, transformar la violencia tradicional en un “nuevo” terror más selectivo para llegar por medio de esta capacidad de adaptación, a una nueva versión puesta al día del conflicto colombiano. La peor hipótesis en la implementación de los Acuerdos respecto a la transformación de la violencia por otras vías para seguir mantenimiento el statu-quo de los intereses presentes en el conflicto, puede estar pasando. Volver, una vez más, a la eliminación física de los rivales políticos como ya ocurriera con la Unión Patriótica a finales de los años ochenta.
La Audiencia Pública llevada a cabo por la Cámara de Representantes promovida por diferentes congresistas liderados por la representante Angela Robledo para que las distintas instancias del Estado dieran cuenta de estos asesinatos y se concienciaran en una política de respuesta rápida, deja en evidencia los límites y dificultades -incapacidades en muchos casos-, para contrarrestar esta peligrosa deriva de muerte en el territorio. Aun así, es urgente prevenir estas situaciones con iniciativas que combinen el desarrollo rural integral y las imprescindibles políticas de seguridad que deben recibir estos departamentos, alcaldías y veredas, sin tener que recurrir a su militarización.
Si en este delicado momento no se toman estas medidas urgentes de forma integral y continúan con esta intensidad los asesinatos de líderes sociales campesinos y de defensores de los Derechos Humanos, se puede poner en serio riesgo el aún tierno proceso de superación de la violencia y el escenario de post Acuerdo en Colombia. Y de forma muy especial en el medio rural y campesino que, por cierto, ha sido la principal víctima en esta guerra y también el principal interesado en que llegue definitivamente la Paz a ese país.
Gustavo Palomares Lerma es profesor de Relaciones Internacionales, catedrático europeo en la UNED y presidente del Instituto de Altos Estudios Europeos. En la actualidad, dirige el Proyecto 'Pedagogía de Paz y gestión del postconflicto en Colombia'.