Colombia tras el plebiscito: salir del atolladero

Aunque el detalle ha pasado desapercibido para los colombianos que aún padecen la confusión por la derrota de los partidarios del acuerdo de paz en el plebiscito del 2 de octubre, no es un hecho menor. Hace casi 60 años, en el último referéndum sobre una resolución de un conflicto interno colombiano, la madre de Álvaro Uribe participó activamente en la campaña a favor del acuerdo. Su causa ganó contundentemente, y los dos principales bandos políticos colombianos acordaron vivir juntos en paz bajo las nuevas reglas políticas y constitucionales del llamado Frente Nacional. Además, las mujeres accedieron al derecho a voto en todo el país.

Uribe, mientras tanto, acaba de liderar en 2016 una campaña extraordinariamente efectiva y conservadora en contra del acuerdo entre el gobierno de Juan Manuel Santos y el grupo insurgente más importante del país, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Aunque el margen de victoria del No fue mínimo –53.000 votos, equivalentes al 0,43% de los que votaron– la sorpresa que generó el resultado, la incertidumbre que sembró en el gobierno y la comunidad internacional y los pronósticos reservados acerca de la posibilidad de lograr un nuevo acuerdo han dado a los que fustigaron y vetaron el acuerdo un poder en apariencia incuestionable sobre la terminación del conflicto armado.

Sin embargo, el equilibrio de poder es más complicado de lo que parece a primera vista, y da lugar a múltiples interpretaciones y desenlaces potenciales. Por el momento, la voluntad de seguir buscando una salida negociada a un conflicto de 52 años –la guerra empezó en 1964, siete años después del referéndum que enterró el periodo conocido coma La Violencia– parece robusta, y es compartida por todos los colombianos. Es evidente, no obstante, que sin apoyo mayoritario y pese a las maniobras jurídicas promovidas por algunos partidarios del Sí como vía para aprobar el acuerdo, el pacto de 297 páginas firmado en La Habana el 26 de septiembre está muerto. Su único salvavidas sería una nueva versión que incluyera, al menos, algunos cambios exigidos por la oposición.

A la vez, nadie, ni Uribe ni varios líderes del Partido Conservador, ni el movimiento evangélico que se ha opuesto rotundamente al acuerdo, quieren asumir la responsabilidad de nuevos enfrentamientos que pudieran desatarse.

Después de todo, está en vigor un alto el fuego bilateral desde agosto, extendido hasta finales de año por el presidente Santos, galardonado la misma semana del fracasado referéndum con el premio Nobel de la Paz. No ha habido heridas ni muertes desde el anuncio del alto el fuego. En 2011, último año antes del comienzo de las negociaciones formales entre las FARC y el gobierno, murieron 992 miembros de las fuerzas de seguridad y combatientes guerrilleros, con un saldo casi igual a los dos lados. Según Cruz Roja, un total de 190 civiles fueron asesinados o desaparecieron ese año por culpa del conflicto. Desde 2012, cuando se iniciaron las negociaciones, han disminuido a mínimos históricos los crímenes vinculados a la guerra, como el secuestro o el reclutamiento de menores.

Por tanto, la situación que enfrenta Colombia ahora es una especie de limbo. No hay acuerdo de paz en marcha, y ningún proceso formal de desmovilización o desarme. Los casi 6.000 guerrilleros de las FARC están reunidos en alrededor de 50 zonas denominadas “pre-agrupamiento” en varias regiones periféricas conocidas por las fuerzas armadas, bajo un alto el fuego monitoreado por una misión de Naciones Unidas, aunque su mandato no se ha iniciado formalmente aún. Los comandantes rebeldes están en La Habana en una villa cedida por el gobierno cubano, donde mantienen reuniones con los negociadores gubernamentales y enviados internacionales, además de emitir mensajes alentadores por las redes sociales. La otra fuerza insurgente, el Ejército de Liberación Nacional (ELN), con casi 2.000 milicianos, mayoritariamente en la frontera con Venezuela, se ha comprometido a empezar sus propias negociaciones de paz con el gobierno a principios de noviembre en Quito.

Pero el impulso hacia la desmovilización y la política democrática por parte de las FARC, y posiblemente el ELN, pende de un hilo cuyo extremo se encuentra en Bogotá. Las altas esferas del poder político, representando al gobierno y a los opositores al acuerdo, han empezado a discutir las maneras de retocar el pacto y acercarse a un consenso. Santos insiste en que hay poco tiempo para terminar estas discusiones. Los líderes de las FARC señalan que mantener las tropas en campamentos es “muy costoso”, teniendo en cuenta que no tienen recursos provenientes del secuestro y la extorsión. Sin embargo, las propuestas formales y escritas presentadas por varios sectores de la oposición apuntan a cambios que podrían, en ciertos casos, conducir a enmiendas en los ejes fundamentales del acuerdo.

Nadie duda de que todo dependerá de la dinámica de la negociación, y fundamentalmente de la estrategia y los objetivos del expresidente Uribe. Elevado otra vez a una posición neurálgica en la toma de decisión sobre el futuro de Colombia, él mismo sigue dividido entre el odio personal e ideológico contra los “terroristas” de las FARC, y su reconocimiento de que hoy existe la mejor posibilidad de conseguir la paz en medio siglo. Los ojos de Colombia se dirigen hacia él y sus demonios interiores.

Temas y círculos de la renegociación

Como todos los fenómenos sociopolíticos en Colombia, las motivaciones subyacentes en el No al acuerdo son diversas y complejas. El resultado demostró notables particularidades regionales; entre regiones empobrecidas marcadas por el conflicto que votaron Sí, como el Chocó, y grandes ciudades afectadas en el pasado que optaron por el No, como Medellín. También se hizo patente la existencia de grupos con intereses específicos en juego. Para asombro de todos, el jefe de campaña del No de Uribe, Juan Carlos Vélez, informó a un periodista después del voto que su estrategia se basó en la propaganda viral por redes sociales y la creación de mensajes diferenciados, dirigidos a cada estrato social, con el objetivo de generar un sentimiento de indignación contra los beneficios económicos, políticos y jurídicos de que gozarían los combatientes en su trayecto hacia la vida civil si ganaba el Sí.

El voto de rechazo –sea contra el acuerdo, contra el gobierno o contra el supuesto complot “a la familia” infiltrado en las líneas de pacto– se refleja hoy en las demandas de la renegociación. La base mínima de las demandas por parte de la oposición son penas más severas, incluyendo encarcelación, aunque no necesariamente en centros penitenciarios, para los guerrilleros condenados por crímenes graves durante el conflicto. También exigen mayores restricciones a la participación política de los líderes de las FARC con sentencias judiciales, el uso político de las rentas acumuladas de sus actividades ilícitas durante la guerra y sus privilegios dentro del sistema partidista.

De ahí en adelante, hay una variedad de demandas entre la oposición, algunas de las cuales equivalen a amenazas directas a la continuidad del proceso. La política conservadora Marta Lucía Ramírez, antigua ministra de Defensa con Uribe, subraya la necesidad de una protección más firme de la propiedad privada en la sección del acuerdo dedicada a la reforma rural. Cambiar el texto según estos criterios haría explícito el reconocimiento del papel central del mercado libre, algo que en absoluto está cuestionado por el acuerdo en su redacción actual.

Uribe, por su parte, plantea demandas parecidas, además de mayor protección a los terratenientes sospechosos de haber adquirido propiedades robadas durante el conflicto –una práctica característica de las fuerzas paramilitares–. Sin embargo, Uribe y Ramírez insisten en eliminar la Jurisdicción Especial para la Paz, encargada de la justicia transicional para los culpables de crímenes graves durante la guerra. Proponen en su lugar un tribunal dentro del sistema judicial existente. Este cambio, rechazado por las FARC, tiene una implicación posiblemente destructiva del proceso: la demanda por parte de Uribe de no ofrecer la posibilidad de amnistía a culpables del narcotráfico, sustento básico de las FARC durante años a cambio de su “protección” a los cultivadores de coca. Aún más trascendental en este sentido, el expresidente exige que “debería condicionarse la extradición al cumplimiento de los compromisos de verdad, reparación y no repetición”. Nadie olvida que en 2008 Uribe ordenó la extradición a Estados Unidos de los líderes paramilitares supuestamente cobijados por un sistema de justicia transicional parecido a lo que se propone hoy en el acuerdo con las FARC.

Imponer condiciones de esta magnitud conlleva riesgos evidentes. Además, el diálogo entre gobierno y oposición en Bogotá no es el único círculo de renegociación. Otra negociación clave tendrá lugar una vez terminen las conversaciones de Santos con la oposición y se vuelva a hablar con las FARC. Los combatientes pueden ganar capital político si aceptan las nuevas condiciones, pero pueden tener poco interés en cumplir con duras exigencias resultantes de un referéndum que no querían.

El tercer nivel de renegociación será dentro de las FARC para fijar posiciones que sean aceptables para sus miembros. Hasta ahora, y con escasas excepciones como el caso del frente Primero en Guaviare, la guerrilla se ha quedado unida, con una cohesión que se demostró de manera clara en su conferencia de septiembre. Pero desde el día del plebiscito, el riesgo de una división interna se ha agudizado a causa de la incertidumbre sobre el futuro, especialmente debido a la posibilidad de demandas de la oposición que buscan castigar a los comandantes de nivel medio y a los soldados rasos, ensombreciendo sus perspectivas de reintegración civil en un futuro cercano.

Equilibrio y presión

Algunos miembros del gobierno temen que la prioridad de Uribe y sus aliados no sea la salida del atolladero posplebiscito, sino la victoria en las elecciones presidenciales de 2018. En este caso, Uribe puede pensar que tiene poco que perder si Colombia vuelve a la guerra, sobre todo si logra dividir a las FARC en un proceso extendido de renegociación, y asegurar de esta manera que un nuevo presidente uribista sigue luchando contra los remanentes de la guerrilla.
Por otro lado, si se percibiera que Uribe está demorando o bloqueando deliberadamente la paz mediante demandas exorbitantes, el expresidente se arriesga a ser considerado responsable de un nuevo derramamiento de sangre en Colombia a causa de su intransigencia y su ambición política. Aunque no participa directamente en el diálogo político entre gobierno y oposición, la comunidad internacional puede desempeñar un papel clave en el entendimiento entre las partes, a la hora de la evaluación de los riesgos y las ventajas de sus respectivas posiciones.

Hasta la fecha, los vecinos latinoamericanos de todo el espectro ideológico, además de los facilitadores internacionales del proceso –principalmente Noruega, EEUU y la Unión Europea– han ofrecido un respaldo unánime a las negociaciones. Es esencial que su apoyo evolucione de acuerdo con la nueva etapa del proceso, pasando de las palabras y gestos a unos actos decididos a favor de la paz negociada. La atribución arriesgada del premio Nobel de la Paz después de la derrota electoral fue, en este sentido, una muestra de cómo la comunidad internacional puede interceder en el equilibrio de poderes y fortalecer el empeño del gobierno de Santos y de las FARC en flexibilizar sus posiciones sin perder autoridad.

De un lado, Washington, viejo aliado de Uribe y patrocinador del Plan Colombia, tiene la potestad de ejercer una presión constante sobre el expresidente, recordándole sus compromisos básicos con la pacificación de su país. Esta acción podría verse reforzada por los nuevos gobiernos de centro-derecha en América Latina, aliados naturales de Uribe, como Argentina, Brasil y Perú.

Por otra parte, la comunidad internacional debería estar dispuesta a apoyar unánimemente a Santos si el esfuerzo de renegociación, y la inclusión de condiciones más duras pero razonables para las FARC, no recibe el apoyo de Uribe o la oposición. Avanzar sin la oposición, por medio de un segundo plebiscito o por otra vía de refrendación política, sería arriesgado para Santos y las FARC. Solo se debe intentar si ellos, la comunidad internacional y otros observadores están convencidos de contar con un acuerdo de buena fe que incluya una parte importante o razonable de las objeciones contenidas en el voto del No. Dejar de lado esta posibilidad equivaldría, en el contexto actual, a aceptar el veto de la oposición, con el riesgo cierto de un retorno a una guerra cuyo fin es todavía visible.

Ivan Briscoe, Program Director, Latin America and Caribbean.

Originally published in Estudios de Politica Exterior

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