Colombia: un proceso de paz irreversible pero de alcance incierto

Tema

Colombia ha estado inmersa en un solo proceso de paz a lo largo de dos gobiernos, desde la fase de negociación en el de Santos a la de implementación con Duque. ¿Cuáles son sus perspectivas de continuidad?

Resumen

Al cumplirse los primeros 100 días del gobierno del presidente Iván Duque, el futuro desarrollo del período del post-conflicto contemplado en el Acuerdo de Paz firmado en mayo de 2016 entre el presidente Juan Manuel Santos y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) aún es bastante incierto. Sin embargo, esto no significa que el único proceso de paz exitoso que ha tenido Colombia vaya a fracasar. Ocurre que durante el paso del gobierno anterior al actual se ha presentado una densa y turbulenta concatenación de hechos inesperados y de factores políticos determinantes de mucha incertidumbre.

Este breve análisis hará un repaso tanto de los principales antecedentes de este singular proceso de paz, de sus mayores avances y retrocesos, así como de las razones coyunturales que permiten afirmar que es imparable a pesar de la incertidumbre que lo rodea.

Análisis

El proceso de paz

Resulta necesario comenzar recordando que estamos frente al mayor intento por superar el conflicto armado más extenso de los ocurridos en el hemisferio americano. Sus 52 años de duración ininterrumpida llevaron a muchos observadores a pensar que la paz colombiana nunca sería posible. No obstante, a lo largo de las tres últimas décadas, todos los gobiernos colombianos, indistintamente, han intentado negociar acuerdos de paz con los numerosos grupos armados ilegales (guerrillas de todo tipo y diversas organizaciones paramilitares). Desde finales de la presidencia de Julio César Turbay Ayala (1978-1982) y hasta la terminación del segundo mandato de Álvaro Uribe (2004-2008), todos los gobiernos intentaron realizar negociaciones pacíficas, obviamente unos con más éxito que otros. Esta secuencia de intentos se puede seguir en el trabajo de Eduardo Pizarro (2017) “Cambiar el Futuro,” que aborda detalladamente todos los intentos de paz ocurridos desde 1978.

Durante su primer período de gobierno (2008-2012), públicamente el presidente Santos no fue mucho más allá de combinar la lucha contrainsurgente regular con una retórica optimista a favor de la importancia de lograr una paz realista y duradera para Colombia. Pero nadie sabía que dentro de la mayor confidencialidad y bajo la discreta coordinación de su hermano mayor, Enrique, se fueron adelantando diálogos secretos a lo largo de seis meses seguidos en los que participaron unas pocas personas de su entera confianza junto a miembros de la cúpula de las FARC, el grupo guerrillero más poderoso del país. Después de estas conversaciones preliminares, las partes corroboraron recíprocamente el deseo ferviente y la voluntad política de negociar una paz conducente a la reconstrucción de una Colombia más equitativa, justa y desarrollada, en la que cupieran todos sus habitantes.

Comenzó así la primera etapa pública del proceso más ambicioso y abarcador de la historia republicana, bajo la convicción absoluta del alcance del poder negociador enmarcado en un dialogo franco, abierto y soportado en el total respeto por la contraparte. Se acordaron, además, las reglas del juego y se delimitaron los consabidos ejes temáticos (el desarrollo agrario integral, la participación política de los reinsertados, la terminación del conflicto, la solución al problema de las drogas ilícitas, las víctimas y los mecanismos de refrendación) para comenzar a trabajar con ahínco y provistos del cumplimiento de todos los formalismos requeridos por la experiencia acumulada en otros casos comparables en el mundo.

En total, la negociación tuvo dos años ininterrumpidos de conversaciones efectuadas en Oslo y en La Habana, capitales de los dos países garantes a los que, por petición de las FARC, se sumaron Venezuela y Chile. Durante este lapso se vivieron incontables tensiones y momentos difíciles para ambas partes. Pero con la flexibilidad y paciencia que tuvieron para acoger consultas con asesores externos nacionales e internacionales de reconocida experiencia y también con aportes, testimonios y recomendaciones de otros segmentos sociales directa o indirectamente afectados por el conflicto armado se pudo llegar al Acuerdo de Paz para la terminación definitiva del conflicto, que fue firmado en Cartagena de Indias en mayo de 2016.

La Firma de este Acuerdo no estuvo exenta de una atmósfera de desconfianza que hacía prever la polarización y la post-verdad que se fueron acentuando a partir del rechazo incremental al mismo liderado por el ex presidente Uribe. Este pasó de negar la existencia de una guerra en Colombia a señalar que el Acuerdo era un conjunto de concesiones de un Estado débil e irresponsable para con las FARC, que no sólo reflejaban una inaceptable impunidad frente a terroristas criminales vulgares vistos como los peores enemigos de la patria, sino una evidente expresión de vanidad personal y fragilidad gubernativa. Además, se difundió la falsa idea de que se trataba de una nueva y perversa acometida del “castro-chavismo” y también de una ofensa a los militares a quienes, en vez de reconocerles su heroísmo por defender la seguridad nacional, paradójica e injustamente se los incluía en las provisiones del cuestionado esquema acordado de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición, como si fueran simples delincuentes.

El presidente Santos, sin tener que hacerlo, sometió el largo texto del Acuerdo al refrendo de los colombianos mediante una amplia campaña informativa y una consulta plebiscitaria en la que hubo una alta abstención que llevó a la inesperada y exigua victoria de los partidarios del “no” por menos de un punto porcentual. El fiasco de octubre del 2016 puso en grave peligro el futuro del proceso. Sin embargo, en un corto tiempo de dos meses el gobierno adelantó reuniones e incluyó en una nueva versión del texto buena parte de las objeciones, tanto de la oposición como de la misma guerrilla.

Y aun cuando la versión renegociada y revisada no resultó satisfactoria para los uribistas, sí fue ratificada por las mayorías parlamentarias del Senado y de la Cámara. Esta expresión del equilibrio de poderes llevó a la firma oficial del Acuerdo en el Teatro Colón de Bogotá a finales de noviembre de 2016. El rechazo del partido Centro Democrático se fue haciendo cada vez más vehemente con el advenimiento del nuevo período electoral. La polarización a favor y en contra del proceso de paz se agudizó y se tomó el debate reflejado en una catarata de post-verdades, mentiras y ataques personales sin sustento programático o ideológico alguno. Esto causó la inexorable derrota de todos los candidatos dispuestos a continuar con el proceso iniciado por el presidente saliente.

La caída en la credibilidad del presidente Santos alcanzó cifras sin precedentes y dio pie para que la candidatura presidencial del joven senador uribista Iván Duque tomara una fuerza inusitada a partir del mismo momento en que el ex presidente Uribe lo señaló como la carta de su partido, a comienzos de 2017. Esta opción electoral mantuvo un crecimiento sostenido, mientras que la aspiración liberal del prestigioso ex jefe negociador del gobierno Humberto de la Calle no caló en la opinión pública. Tampoco los candidatos de centro pudieron conformar un frente amplio para contrarrestar al aspirante de la oposición de derecha.

Duque, el novel candidato, adoptó un estilo respetuoso y conciliador apoyado en un discurso alternativo en el que sobresalían la usual retórica salvadora y la necesidad de demostrar independencia y autonomía frente al caudillo Álvaro Uribe. Esto último intentaba reforzar el argumento de su capacidad de gobernar de forma autónoma. Se basaba en una hoja de vida que sólo daba muestras de su eficiencia en el mundo tecnocrático de la multilateralidad en Washington y de dos años de buen desempeño como senador uribista. Su constancia en el uso de esta línea estratégica lo fue acercando cada día más a un triunfo electoral frente a su único contendor de peso, el controvertido ex parlamentario y ex alcalde de izquierda Gustavo Petro, que fue el segundo candidato más votado. La segunda vuelta de las elecciones presidenciales, celebrada en junio de 2018, le dio a Duque una amplia e incuestionable victoria. De este modo se convirtió rápidamente en la opción más tranquilizadora para quienes llegaron a temer que Petro llevaría el país a convertirse en la extensión del caótico régimen de Maduro en Venezuela.

De manera gradual se fue haciendo el empalme entre ambos gobiernos, el entrante y el saliente, en medio de un clima menos tensionado. Paralelamente se fue cambiando el lenguaje de la administración anterior en donde el objetivo último y primordial era la paz a través de la implementación del post-acuerdo o post-conflicto, en cabeza del nuevo Ministerio del mismo nombre. Este nuevo ente se habría de encargar de articular los principales recursos macroeconómicos de los 10 años venideros, con los demás recursos disponibles y las ayudas de la cooperación internacional para el desarrollo en los territorios periféricos de Colombia.

Aquí se puede aludir a la importancia gubernativa de aplicar en la implementación del post-conflicto la lógica del llamado enfoque territorial para la construcción del gran pacto por la paz que irrigaría beneficios equitativos, tanto al ámbito barrial-urbano como al veredal-rural. Lo anterior, bajo el entendimiento de que el país es como una “colcha de retazos” en donde cada territorio es diferente a los demás y posee sus propias características idiosincráticas y su propia correlación de fuerzas que compiten por el acceso a los recursos disponibles.

Esto, a su vez, implicaba un esquema participativo de concertación tripartita y gobernanza colaborativa entre representantes de las tres esferas políticas existentes en cualquier territorio: el gobierno local (junto a los otros vectores estatales incumbentes del orden regional o nacional); la sociedad civil territorial organizada; y, por último, el mercado, representado por las empresas y firmas interesadas en usufructuar la economía territorial. Todo lo anterior, con el firme propósito de incluir también a los territorios más afectados por el conflicto armado, apoyándose en la efímera figura de las Circunscripciones Especiales de Paz que no fue aprobada en el Congreso, y también en los nuevos Planes de Desarrollo Territorial (PDT) que, aunque todavía persisten, no logran salir de la incertidumbre en que los ha colocado el nuevo gobierno.

Paradójicamente, la postura del presidente Duque frente a la continuidad de la lucha por la paz pasaba de la amenazante afirmación de la oposición de derecha de hacer “trizas el proceso de paz de Santos” a rectificar que no habría “trizas ni risas” frente al mismo, sino que sólo se harían las correcciones necesarias para asegurar el éxito del mismo. Ya no se hablaba de paz a secas sino de seguridad y convivencia, a pesar de que la meta esperada debería ser la persecución militar a la violencia de las bandas criminales que siguen activas contra los líderes comunitarios de base y los defensores de los derechos humanos. A fines de 2018 las víctimas asesinadas en 112 municipios del país ya pasaban de 220.

Sin embargo, el Plan Nacional de Desarrollo (PND) en el marco del Nuevo Pacto por la Equidad constituye el principal interés de este gobierno y se caracteriza por reducir el énfasis en una política eminentemente equitativa y social, para ir pasando a un nuevo modelo de estirpe neoliberal en el que se habla del pacto aludido en combinación con la legalidad, el emprendimiento y la productividad para dinamizar el crecimiento y lograr bienestar a través del desarrollo empresarial y de la llamada economía naranja. Adicionalmente, se comienza a mencionar la disponibilidad de un gran fondo de regalías de varios billones de pesos. Esto, gracias al buen comportamiento reciente de los precios del petróleo, haciendo posible retomar la consabida estrategia de asignación de recursos a los municipios periféricos para que puedan preparar y presentar sus planes de desarrollo local/regional, ajustándose a los principios del nuevo PND, coordinado por el Departamento Administrativo de Planeación Nacional (DNP).

El DNP es la entidad rectora designada por el nuevo mandatario como responsable de corroborar la correspondencia y aprobar los contenidos de los proyectos municipales y regionales en concordancia con los fundamentos básicos de este nuevo modelo. De esta manera, además de los elementos ya anotados, se subrayan la competitividad y la conectividad de los nuevos emprendimientos en la lógica de la economía naranja que aún no es clara para buena parte de la opinión pública. A lo anterior se suma el imperativo de tener que avanzar en el cumplimiento de los requisitos que obligan a Colombia en su aspiración de llegar a ser miembro regular de la OCDE y de alcanzar las metas del Desarrollo Sostenible 2030 de Naciones Unidas.

La gestión del nuevo gobierno

Aparte de la indefinición acerca del futuro del proceso de paz, a lo largo de los primeros 120 días del actual gobierno, los colombianos estamos abrumados por la confusión manifiesta en la superposición de tantos modelos diferentes de planes de desarrollo. Su convergencia confunde, en vez de propiciar claridad para que los ciudadanos sepamos a qué atenernos en lo que hace a la posibilidad de participar y agenciar la planeación e implementación de la planificación del desarrollo para avanzar en el logro de unas metas que aún no se concretan ni conciertan del todo.

Por otro lado, han aparecido discrepancias entre el presidente Duque y su mentor Uribe. Y si bien estas no son comparables con las que en su momento tuvieron Uribe y Santos, se han centrado en dos temas importantes que no permiten inferir una cohesión clara entre el primer mandatario y su partido político. En primer lugar, el Estatuto Anti-Corrupción que ya venían proponiendo políticos de izquierda y que Duque aceptó apoyar sin satisfacer buena parte de las expectativas de los líderes iniciales de esta reforma.

En segundo lugar, la nueva reforma tributaria que, conforme a la promesa electoral de no aumentar los impuestos, permita superar la evasión ampliando la base de la tributación para paliar el déficit fiscal acumulado de 14 billones de pesos para cubrir el presupuesto actual. Esto ha dado pie a un desordenado debate público en contra de la pretensión de extender el impuesto al valor agregado a la canasta familiar, lo que también ha puesto de manifiesto la falta de liderazgo oficial. En consecuencia, se prevé que, de ser aprobada en el poder legislativo, será una reforma efímera que por la volatilidad de sus contenidos no va a resolver el problema de fondo sino que lo seguirá posponiendo. Según todo esto, sigue en entredicho la viabilidad de la “Ley de Financiamiento” requerida y concebida para resolver la “raspadura de las ollas” en que –según la nueva administración– dejó al país el gobierno anterior.

A esto se suman los retos que demandan la continuidad de políticas claras de educación, salud pública y relaciones internacionales. El primero de estos temas se encuentra en crisis al estar atravesado por una larga y beligerante protesta estudiantil y docente que ya causó la pérdida del semestre académico. Esta crisis persiste ante la exigencia de todos los recursos que los manifestantes estiman necesarios para el mejoramiento definitivo de la calidad y la infraestructura de las universidades públicas en particular. A esto se debe agregar todo lo que conlleva una política educativa integral. Por esta razón, no se ha podido lograr el acuerdo esperado y menos aclarar la integralidad de la política estatal para este sector.

En el caso del segundo tema, el déficit en la provisión de una buena política de salud enmarca una problemática que apenas comienza a manifestarse. Existe una aguda crisis hospitalaria y una preocupante baja en la calidad de la prestación del servicio médico que le compete a las endeudadas entidades administradoras del régimen subsidiado por el Estado. También persiste la frustración de los médicos y demás empleados del sector, que continúan recibiendo una baja remuneración de parte de las empresas prestadoras de ese vital servicio público.

Por último, en lo referente a las relaciones internacionales el actual gobierno comenzó retirándose de UNASUR y nombrando en la OEA a un embajador carente de posturas progresistas y que lidera el tema de las sanciones regionales contra Venezuela. El reto de este país vecino es enorme y se agrava con el éxodo de más de un millón de venezolanos a Colombia. El gobierno de Duque sigue haciendo oídos sordos al uso de la vía diplomática que Venezuela antes proponía y ahora exige. Los demás problemas en relaciones internacionales tienen que ver con la gestión futura del interminable diferendo limítrofe con Nicaragua, de los acuerdos de libre comercio (aún no del todo claros) y a la urgente definición de una política integral con China sin alterar la buena relación histórica con EEUU.

Finalmente, resulta indispensable aludir a otros obstáculos y retos que se deben atender para asegurar la credibilidad y la gobernabilidad en la gestión del presidente Duque. Aparte de la lucha contra la pobreza y la miseria persistentes, de la ausencia de una política integral de empleo formal de calidad, de políticas efectivas de desarrollo rural, de minería y de protección del medio ambiente y la biodiversidad, y de seguridad social y física, entre otras, sobresalen el aseguramiento de los recursos de inversión en infraestructura física, por un lado, y el gran crecimiento de los cultivos y el consumo ilegal de cocaína, por el otro. En la primera se atraviesa tanto la encrucijada entre altas tasas de inversión en obras públicas como el gasto impostergable en política social e implementación del post-conflicto. En la segunda está el vertiginoso aumento de los cultivos de coca –el país pasó de 50.000 hectáreas en 2012 a 180.000 en 2018– acompañado de un notable crecimiento del consumo doméstico provocado por el auge del microtráfico que, a su vez, agrava la inseguridad.

Independientemente de las diferencias obvias entre todos esos retos, en el contexto político urge asegurar tanto la cohesión total del partido de gobierno –el Centro Democrático– como el apoyo responsable y la comprensión de otras bancadas interesadas en el apoyo a la institucionalidad democrática del país. Esto, para ir reduciendo la caída en la favorabilidad presidencial, las desconfianzas persistentes y la dañina polarización ideológica.

Conclusiones

Para terminar este breve análisis se puede afirmar que el notable descenso en la popularidad y aceptación del presidente Duque –que en sólo tres meses cayó del 55% al 28%– es producto en buena medida de la ausencia de la formulación explícita del gran propósito nacional que busca asegurar al cierre de su gobierno. No basta con decir que “ha habido que poner la casa en orden”, ya que el tiempo no da tregua. Además, sique faltando un mensaje contundente sobre el énfasis y la prioridad gubernativa, señalando cuál es el norte y marcando, sin lugar a equivocación, el objetivo gubernativo central.

Es preocupante ver que la indefinición frente a un asunto tan importante como la implementación del proceso de paz a lo largo del post-conflicto además de crear un clima de incertidumbre se extiende a otros temas urgentes de la agenda oficial. Se observa también la ausencia de un direccionamiento estratégico que aglutine al alto gobierno y le muestre al país para donde va esta administración para poder comprender su rasgo distintivo y saber si los principales temas visibles de esta nueva gestión reflejan una integralidad coherente que lleve a la conquista del gran proyecto del presidente Duque, que aún no es posible comprender cabalmente. Un proyecto que indique cuáles serán los recursos –institucionales, económicos y humanos– disponibles y cuáles los aliados y compromisarios a ser convocados para participar y agenciar solidariamente el alcance de las metas perseguidas. Se trata de una definición urgente e inaplazable que permita ubicar el sentido del binomio gobierno-oposición bajo una clara lógica democrática para el bien de Colombia.

Gabriel Murillo Castaño, Universidad de los Andes.

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