Columbus Day

Es un hecho conocido y muy usado para la propaganda, que una mentira repetida cientos, miles de veces, aunque no deja de ser mentira, en el imaginario colectivo se convierte en verdad. Estos días estamos asistiendo al espectáculo de cómo dos de ellas que tanto nos hieren, nos están llegando de lleno al corazón helado que predijera Machado para cualquiera de las dos Españas. No se comprende de otra manera que nos quedemos aparentemente impertérritos ante estas dos nuevas verdades inventadas: «España nos roba» y «Los españoles que llegaron con Colón a América son unos genocidas». Es decir que, comúnmente, ahora se nos ve como ladrones y algo que nunca hemos sido porque la acepción de la palabra genocidio nada tiene que ver con nosotros. Pero ante esto ¿qué se puede hacer?

En cuanto a lo primero, es decir a nuestro latrocinio, como es algo reciente y que estamos viviendo día a día aumentar, desde niños de primaria a personas aparentemente formadas, es difícil hacer nada. Creo que habrá que esperar a ver si el tiempo pone las cosas en su lugar. Pero con respecto a lo segundo, a lo que se refiere a nuestros horrendos crímenes con los indios americanos, sí se pueden dar datos y opiniones; y también decir la verdad basada en hechos históricos que es conveniente recordar siempre y muy particularmente en estos días que se celebra lo que ahora se llama la Fiesta Nacional y hasta hace poco el Día de la Hispanidad.

Colón, ese reciente genocida que acabamos de encontrarnos, cuya monumental estatua lucía en el Central Park desde 1894 hasta hace unos días que ha sido destrozada, se encontró en las Antillas –sus idílicas Antillas–, con unos indios que se mataban entre sí: los caribes, belicosos y caníbales que perseguían despiadadamente a los pacíficos taínos que fueron desapareciendo por las diversas contiendas y trabajos pero, sobre todo, por las epidemias de viruelas, sarampión o gripe, enfermedades muy comunes en Europa a las que no eran inmunes. No tengo un interés especial en defender a Colón, pero la verdad es que no creo que pudiera llegar a ser ningún genocida porque se pasó viajando los trece años que pudo vivir después de llegar a las nuevas tierras; y aunque hay que reconocer que fue un mal gobernante y que intentó esclavizar a los indios chocó con la voluntad de la Reina que lo prohibió y los declaró sus súbditos con los mismos derechos que los españoles.

Mucho más debatida como genocida es la figura de Hernán Cortés, entre otras cosas porque la despoblación de los indios del valle de México a causa del choque con los españoles y europeos en general, fue tremenda. Pero Cortés más que un genocida –la muerte masiva de los indígenas fue posterior– fue un gran estratega, tanto en el descubrimiento del territorio como en su olfato para aliarse con miles de tlaxcaltecas y totonacas, pueblos indígenas sometidos a los aztecas que se le unieron proporcionándole un ejército del que carecía al desembarcar en las costas continentales con poco más de 400 hombres. Se dio cuenta bien pronto de que el odio sembrado entre las tribus más débiles era el mejor aliado para vencer a su gigantesco enemigo. Tampoco es mi intención hacer de Cortés una especie de santo como lo consideran los que piensan que su hazaña fue una guerra de liberación de otros pueblos sometidos por el imperio azteca, pero si conviene reconocer que su gesta no merece el odio de la antigua Tenochtitlan, hoy magnífica capital federal de un muy poblado, mestizado, poderoso y hermoso país, donde no existe el más mínimo recuerdo suyo. Sus restos, ignorados y escondidos durante más de cien años, es necesario buscarlos hoy en una pequeña lápida en el convento de Santa María de Jesús. Pienso que a ese Cortés tan denostado tampoco le dio tiempo a ser genocida porque los años que vivió en México con algún mando los dedicó también a viajar por aquellas nuevas tierras, sobre todo hacia el norte en busca del estrecho de Anián que creía lo llevaría directamente al Pacífico a través de la península de California.

El camino hacia el norte emprendido por Cortés, tuvo varios seguidores hasta la década de 1550 que llegaron hasta cabo Mendocino, en lo que hoy es el estado de Oregón. Al no aparecer el codiciado paso, la empresa oficial se abandonó. Pero el avance hacia el norte continuó con la llegada de los jesuitas en 1572, que estuvieron pronto asentados en lugares tan lejanos como San Luis Potosí, Sonora, Sinaloa, Chihuahua o Durango donde construían misiones que se convertían en un refugio para los indígenas, además de un centro de aprendizaje. Se trataba de indios que nada tenían que ver con los más cultos mexicas. Eran tribus nómadas y belicosas que no conocían la agricultura. Su alimentación se limitaba a la recolección de frutas y raíces silvestres, caza y pesca. El método de misiones empleado por los jesuitas fue el modelo para toda América: al llegar a un lugar conveniente, levantaban una capilla, unas cabañas y un pequeño fuerte defensivo y acogían a los nativos que se acercaban. Una vez ganada su confianza los invitaban a establecerse en las inmediaciones de la misión y allí no sólo los catequizaban sino que les enseñaban nociones de agricultura, ganadería y albañilería, les proporcionaban semillas y animales y les asesoraban en el cultivo de la tierra. Algunos aprendieron carpintería, albañilería y herrería como puede verse en una forja catalana que aún existe en la misión de San Juan Capistrano. Las mujeres aprendieron a tejer y este cambio de vida supuso un mestizaje cultural y religioso dando lugar a un sincretismo que perduró mucho tiempo. Tras la expulsión de los jesuitas, los franciscanos recogieron su antorcha y aparece en las misiones de la difícil y olvidada California la gran figura de Fray Junípero Serra, un mallorquín que unió sus esfuerzos al de un virrey sevillano, Antonio María Bucarelli, y con la marcha del primero hacia el norte por tierra fundando misiones y las expediciones marítimas que organizaba el segundo, lo que hoy es California quedó perfectamente pacificada y poblada hasta que a los pocos años de la independencia de México las misiones quedaron abandonadas y los indios diseminados.

Cuando por el tratado de Guadalupe Hidalgo firmado en 1848, México tiene que ceder a los Estados Unidos los territorios de California, Nevada, Utah, Nuevo México, Arizona, Colorado, Wyoming, Kansas y Oklahoma, época que coincide con la fiebre del oro en California, ya la historia es otra. Se convierte en la epopeya que nos han enseñado desde niños a través del celuloide, con unos guapos y aguerridos soldados de caballería que se defendían de unos malvados indios que fueron desapareciendo de la faz de la tierra. Ahora quedan unos dos millones y medio de sus descendientes –un 0,8% de la población estadouniense– viviendo en reducciones. Pero, ay, nosotros los genocidas hemos dejado una huella en Sudamérica imposible de borrar: Bolivia, con una población indígena de un 72% y un 27 mestiza, en su mayoría bilingüe que hablan además del español el quechua o el aymara. Perú, en 1876, unos treinta años después de la independencia del que se conoce un censo, tenía una población india de un 59% que ha ido disminuyendo poco a poco después con la República. Y, en 2012, los pueblos de distintas etnias indígenas en México era de 15 millones, la mayoría de los cuales habla nahualt, la lengua mexica y la más extendida, pero también hasta 65 lenguas diferentes de etnias minoritarias.

Por todo ello es muy lógico que en Los Ángeles, la gran urbe californiana que en el año 1931 solicitó que una imagen de fray Junípero Serra, fuera colocada en el Capitolio, ahora esté discutiendo si quitarla; de la misma forma que ha suprimido el Columbus Day, para sustituirlo por el Día de los Indígenas. Tremenda paradoja, porque no van a encontrar ni un indígena para celebrarlo, mientras los millares de hispanos que allí viven se van a quedar compuestos y sin fiesta.

Pero claro, somos genocidas y además robamos.

Enriqueta Vila Vilar, miembro de la Real Academia de la Historia.

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