Columpios republicanos

Supongo que pocos españoles saben que, en este día 5 de octubre, la República Portuguesa cumple cien años. Se trata de un hito histórico, una de esas conmemoraciones que siempre suenan con muchas campanas. Intentaré contarles lo que está siendo nuestra aventura republicana. Porque Portugal es mucho más que un suburbio europeo, un barrio bajo del fútbol, capaz de producir los muslos bronceados de Cristiano Ronaldo y la mirada pistolera de José Mourinho.

Cuando se proclamó la república, en 1910, se refundó Portugal. Hay que ver lo que cambia la vida de un país cuando su nombre se transforma en un sintagma republicano. Por aquel entonces nos inventamos una bandera nueva, roja y verde: la anterior era azul y blanca. Nuestro himno también se adoptó en ese momento. La revolución republicana permitió un prodigioso cambio de imagen de nuestro país.

En el fondo, lo que dijeron los portugueses de hace un siglo es que querían seguir siendo lusitanos. Para ello, les era necesario crear un nuevo horizonte de esperanzas: algo que les diera un rumbo. La república fue la estrella polar que se eligió. En ella, también se concretaba una gran pasión por la modernidad: en 1910, había muy pocas repúblicas en Europa.

Todo en Portugal funciona por castas invisibles, por oligarquías sutiles. Nuestro país es una telaraña, cuyas arañas están por alguna parte, pero no se ven. Durante los primeros años republicanos, una élite de izquierdas sometió al país, imponiéndole un anticlericalismo brutal, un parlamentarismo feroz, que se transformó en violencia callejera y en un constante terremoto gubernamental.

Fue en esa sociedad dividida, en ese seísmo portugués de la Primera República, que Fernando Pessoa desarrolló su sistema de heterónimos. Se trataba de una respuesta poética de diálogos abiertos y tolerantes, para una sociedad que discutía a gritos. En el fondo, la literatura pessoana es ese homenaje secreto que la inteligencia rinde a sí misma, en lo oculto del alma, cuando todo a su alrededor son escupitajos políticos intercambiados entre barriadas ideológicas.

Fueron años caóticos. En 1926, el ejército dijo "¡basta!". Muchas veces, los militares saben cómo entrar en un Parlamento, flamantemente, pero después ignoran el modo de salir. Fue lo que ocurrió. La sociedad portuguesa estaba tan fragmentada que los altos mandos del ejército tuvieron que encontrar a alguien que funcionara como un pegamento político para esa Segunda República que empezaba. Surgió de este modo en nuestra historia la inefable figura de Salazar.

Durante los primeros años de su carrera, el candidato a dictador no pasaba de un capataz en manos de los militares: su función era encontrar e imponer los consensos posibles en aquella sociedad esquizofrénica. Y Salazar lo logró. Tenía algo de tecnócrata, pues había sido profesor universitario de Economía. No obstante, su figura sombría de eterno solterón recuerda, en forma de cura de pueblo, a esos cardenales franceses, como Richelieu o Mazarino, que todo lo controlaban desde la sombra.

Fue una de estas personas que supieron agacharse para subir: una cosa que se hace mucho en Portugal. Con su prodigioso talento político, se mostró capaz de ir encontrando acuerdos y equilibrios donde todo eran guerras. Hasta 1945, Occidente se desangró en una multiplicidad de heridas, y Portugal se mantuvo alejado de esos desastres, como una segunda Luna, un satélite más del planeta Tierra. La imagen exterior de nuestro país era la de una milagrosa Suiza atlántica.

Se cometió en ese momento un error gravísimo. A finales de los cuarenta, tocaba democratizar y descolonizar. Si Portugal hubiese arriesgado en los años cincuenta la carta que Franco jugó en los sesenta, nuestra historia habría sido muy distinta. Nos hubiéramos transformado en una próspera Dinamarca del sur. Pero Salazar no supo marcharse y los portugueses no fuimos capaces de echarlo. En el fondo, las dictaduras constituyen casi siempre un crimen silenciosamente compartido.

Cuando se produjo la revolución de 1974 y empezó la Tercera República, Portugal ya había perdido varios trenes de la historia. No obstante, se ha hecho lo que se ha podido. Tenemos un sistema que funciona: el presidente es el ancla, el referente moral, y ha habido estabilidad gubernamental. Las dos primeras repúblicas fueron ficciones democráticas: una de izquierdas, otra de derechas. Después de estos columpios extremistas del pasado, hoy en día somos una democracia de verdad.

Ser portugués es algo raro: una sucesión de derrotas que, en su conjunto, configuran la victoria de nuestra personalidad. Portugal se ha impregnado de espíritu republicano de tal manera que resulta muy improbable cualquier regreso monárquico. La república es la ciudadela de nuestra nacionalidad. Nos faltan, sin embargo, horizontes. Desde los años setenta, nos han fallado todos los sueños: el espejismo colonial, el proyecto revolucionario de izquierdas, el paraíso de un Estado social de tipo escandinavo. Poco hemos disfrutado de la abundancia europea. En resumen: somos un país de viajes al que le falta un mapa.

Gabriel Magalhães, escritor portugués.