Comer mejor para no enfermar

No sólo hay que comer para vivir: una buena alimentación tiene efectos protectores frente a algunas enfermedades, y malos hábitos contribuyen a su aparición. Las enfermedades cardiovasculares, determinados tipos de cáncer o la diabetes, entre otras patologías, son ya responsables de dos terceras partes de las muertes en todo el planeta y la proporción va aumentando.

De los diez factores de riesgo identificados como claves para su desarrollo, cinco están relacionados con la dieta y el estilo de vida: obesidad, sedentarismo, hipertensión, hipercolesterolemia y bajo consumo de frutas y verduras. Ante ello, es lógico que uno de los ejes principales de la investigación nutricional sea el estudio de las conexiones entre ciertos componentes de la dieta y un posible efecto protector frente a alguna enfermedad.

Los nuevos estilos de vida son en parte responsables del abandono de unos hábitos alimentarios que han formado parte de nuestra cultura alimentaria. El ritmo de vida actual, la gran oferta de alimentos, la falta de tiempo para cocinar o las pocas ganas de hacerlo, unidos a un escaso conocimiento en nutrición, hacen que se tomen decisiones erróneas en el consumo de alimentos. El problema debe abordarse insistiendo en la adopción de pautas alimentarias correctas, pero también pueden ayudar cambios en la composición de los alimentos, para mejorarlos, añadiendo compuestos saludables (fibra, fitoesteroles, isoflavonas...) o reduciendo los que en exceso tienen efectos negativos (grasa saturada, azúcar y sal).

Este contexto enmarca a los denominados alimentos funcionales, aquellos que, de una forma natural o por cambios en su composición, aportan un beneficio para la salud más allá de su valor nutritivo. ¿Qué es mejor? Sin duda, consumir los principios bioactivos en sus fuentes originales, o moderar la ingesta de los compuestos que en exceso son perjudiciales; pero en este tema, como en tantos otros, lo mejor puede ser enemigo de lo bueno.

¿Pueden los alimentos funcionales suponer riesgos de seguridad alimentaria? La respuesta no es fácil. Hablar de riesgos parece contradictorio, ya que por definición aportan un beneficio para la salud.

Pero pueden existir si son mal utilizados, en cantidades superiores a las recomendadas o si su consumo desplaza o interacciona con un tratamiento farmacológico. En función de la dosis, se puede pasar de efectos beneficiosos a efectos perjudiciales, y ya hay evidencias y polémicas varias sobre los riesgos del exceso de antioxidantes, omega 3 o isoflavonas, por ejemplo.

El tema es complejo, pues el uso depende en última instancia del consumidor, que puede no tener la formación necesaria para entender las recomendaciones y sus razones, lo que facilita que no las cumpla. ¿Hasta dónde podemos pretender que sea un experto en nutrición y que interprete correctamente la información que le aporta el etiquetado?

¿Es razonable que las etiquetas parezcan prospectos de medicamentos, con dosis, indicaciones, precauciones...?

El impacto social de los alimentos funcionales es innegable. Se asumen como beneficiosos los antioxidantes, el omega 3, los probióticos, etcétera, aunque muchos no sepan lo que son ni cómo actúan. Hoy es difícil introducir nuevos alimentos atendiendo sólo a los valores clásicos de seguridad, comodidad, apariencia y palatabilidad. El valor añadido es la salud, aunque sin perder lo de ayer. Se busca algo particularmente saludable..., pero debe demostrarse. Es decir, hay que estudiar la eficacia y las relaciones dosis/ efecto. Las diversas estrategias para tener alimentos funcionales abren también puertas a la investigación y la transferencia.

El reglamento europeo 1924/ 2006 ha cubierto un vacío respecto a qué y cómo se pueden hacer declaraciones sobre propiedades de los alimentos. Uno de sus puntos fuertes es que exige una evaluación científica para autorizarlas. Su objetivo es claro: proteger a los consumidores frente a afirmaciones sin fundamento y considerar los intereses de la industria en innovación y desarrollo, garantizando una competencia leal y evitando que concurran en el mercado declaraciones científicamente validadas y otras falsas o imprecisas.

En definitiva, hoy queremos alimentos en cantidad suficiente, a buen precio, sanos, nutritivos, con buen color, sabor y aroma, cómodos, poco afectados por tratamientos industriales y que aporten algún beneficio para la salud. En este último punto, los alimentos funcionales pueden ayudar, pero es importante que sus efectos estén avalados por estudios científicos y que el balance riesgo/ beneficio se haga caso a caso, valorando su necesidad y eficacia frente a los posibles riesgos.

En todo este contexto, la ciencia, la tecnología y la investigación tienen mucho que aportar.

M. Carmen Vidal Carou, catedrática de Nutrición y Bromatología de la Universitat de Barcelona. Investigadora del Institut de Nutrició i Seguretat dels Aliments de la UB, INSA-UB.