Comisión Europea, Android y Google: ¿el bueno, el feo y el malo?

Estos días hemos conocido que se le ha impuesto a Google la multa más alta en la historia del derecho antimonopolio en Europa, 4.340 millones de euros, por prácticas supuestamente contrarias al Derecho de la Competencia, consistentes en imponer restricciones a los fabricantes de dispositivos Android y a los operadores de redes móviles, con el fin último de consolidar su posición dominante en el mercado de las búsquedas en Internet.

Esta sanción prácticamente duplica el récord que ya ostentaba el gigante tecnológico norteamericano, tras la multa de 2.420 millones de euros impuesta en Septiembre de 2017 por un supuesto abuso de posición dominante en el servicio de comparación de precios Google Shopping. Y atrás queda ya la histórica sanción a Intel, en 2009, de 1.090 millones de euros, por prácticas monopolísticas en el mercado de los microprocesadores.

Estas astronómicas cifras, y su evidente repercusión mediática, no deben sin embargo oscurecer la cuestión clave en toda aplicación de normas sancionadoras: su debida fundamentación jurídica. Precisamente la deficiente motivación de la sanción a Intel ha hecho que el pasado mes de septiembre el Tribunal de Justicia de la UE haya devuelto el expediente a la Comisión Europea (CE), para que vuelva a estudiarlo y decidirlo; ¿ocurrirá lo mismo con la sanción en el caso Android?

El tiempo dirá, pero no parece descabellado aventurar que sí, por tres grupos de cuestiones, que brevemente se van a exponer aquí: la caracterización de las nuevas plataformas digitales; las herramientas analíticas empleadas por la Comisión, y la jurisprudencia que invoca; y, finalmente, la finalidad misma de esta rama del ordenamiento jurídico.

En primer lugar, se precisa recordar que estamos en unos mercados y sectores económicos en los que las empresas que operan han desarrollado modelos de negocio radicalmente distintos a los que tradicionalmente han examinado las autoridades de competencia.

El uso intensivo de las TIC (tecnologías de la información y de la comunicación), la llamada web-based economy, el desarrollo de aplicaciones para móviles y tabletas, todo el fenómeno de la economía colaborativa y las plataformas digitales conforman una realidad empresarial a la que hay que aproximarse con cautela.

Antes del ecosistema Android el mercado estaba segmentado, y empresas como Blackberry, Nokia, Ericsson o Motorola hacían lo que podían, por separado, añadiendo funcionalidades a sus teléfonos. A diferencia de otros sistemas operativos cerrados como BlackBerry, el iOS de Apple o el Windows Mobile de Microsoft, Android es un sistema abierto, que permite al resto de operadores de mercado modificarlo a su antojo y desarrollar todas las aplicaciones que quieran sobre él.

Ha supuesto un motor y un estímulo para la innovación de software y hardware en dispositivos móviles, y permitido gratuitamente a cientos de fabricantes grandes y pequeños crear todo tipo de smartphones y tabletas que se benefician de este producto de Google. ¿Qué hay de malo en esto?

En segundo lugar, las herramientas antitrust empleadas clásicamente para definir mercados relevantes, determinar la existencia de una posición dominante, y evaluar los efectos restrictivos de una determinada práctica empresarial no sirven para estos sofisticados e innovadores mercados: no parece acertado –como hace la Comisión Europea- aplicar, sin más, la batería de herramientas analíticas habituales, porque se llega a conclusiones erróneas.

Android opera sobre las denominadas 'plataformas de dos lados', un nuevo modelo de negocio que escapa al análisis económico tradicional, caracterizado por siete rasgos distintivos: innovación, elevados costes fijos y coste variable marginal reducido, no existencia de costes de cambio (switching costs), y por tanto no efecto 'cautivo' (lock-in), efectos de red, economías de escala y la interoperabilidad.

A pesar de que la Comisión continuamente invoca como precedente aplicable a Google el caso Microsoft, es evidente que quien piense que cambiar del sistema operativo (SO) Windows al Linux cuesta lo mismo que instalar o desinstalar una app, o que la vinculación del Explorer al SO Windows es la misma que la preinstalación de Google Maps en un dispositivo Android, o no ha manejado un PC o no tiene un Smartphone.

Lo que en el caso de Microsoft era una evidente barrera de entrada en el caso de Android es una externalidad positiva, que además funciona tanto para desarrolladores como para usuarios.

No sorprende por ello que lo usen más de mil millones de dispositivos en todo el mundo, y alcance elevadas cuotas de mercado. ¿Es esto contrario al derecho? ¿Vamos a penalizar tener éxito? Lo objetable para la normativa antitrust no es el tamaño, ni la popularidad, sino el cierre de mercado (foreclosure), todo lo contrario a lo que Android está consiguiendo.

En tercer y último lugar, la finalidad que persigue esta rama del ordenamiento es la protección del mercado, en defensa de los consumidores, de su libertad de elección, su bienestar, y que accedan al mejor precio posible a los servicios y productos de mayor calidad.

Y si de algo sabe Android es de facilitar la elección a los consumidores, ya que Google permite instalar cualquier tipo de aplicación (también las de compañías rivales, se calcula que se ha llegado a la cifra de 2.000 millones de estas descargas), es válido para todo tipo de teléfonos y tabletas, ha conseguido bajar el precio de los móviles a niveles que permiten acceder a ellos a un mayor número de consumidores, y que Internet llegue hoy a millones de personas en todo el mundo.

Una vez más, ¿qué hay de reprochable aquí? La CE tendría que hacerse esta pregunta antes de condenar esta práctica como anticompetitiva. Naturalmente que Google puede obligar a unos mínimos requisitos para garantizar su estabilidad y buen funcionamiento, evitando la fragmentación. Es lo que garantiza al consumidor que ha decidido usar este sistema operativo una adecuada calidad.

Y que necesite un retorno económicos a las ingentes cantidades invertidas en I+D, y quiera por tanto rentabilizar su producto, a través de otras funcionalidades y servicios. O que exija a los fabricantes que pre-instalen las aplicaciones de Google Search o Chrome, ya las quitarán si quieren, o es que, ¿cree la CE que es razonable exigir a una empresa que no promocione sus propios productos sino los de la competencia?

En definitiva, la Defensa de la Competencia es defensa del mercado, la innovación, y los consumidores; en mercados y sectores tan novedosos como los de las plataformas digitales, el sentido común y la seguridad jurídica aconsejan un enfoque cauteloso, y un análisis acorde con el mercado en cuestión. Si no, se conseguirán los efectos totalmente contrarios a los perseguidos.

Fernando Díez Estella es vicepresidente de la Sección de Derecho de la Competencia del Colegio de Abogados de Madrid, profesor de Derecho Mercantil del Centro Universitario Villanueva y Coordinador del Máster de Acceso a la Abogacía.

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