¿Comisión para los Derechos Humanos?

Uno de los principios liberales clásicos es el de libertad para escoger (freedom to choose, que decía F.A. Hayek y su escuela), repetido en manuales y expandido en las democracias. Hoy no nos cuestionamos este principio solo limitado por circunstancias desgraciadas que reducen o suprimen esa libertad. Este recordatorio viene al caso tras el argumento escuchado a responsables de RTVE sobre la decisión de la cadena para entrevistar a Arnaldo Otegui: el derecho a la libertad de expresión. Efectivamente esta persona tiene derecho a expresar sus pensamientos e incluso su no compasión hacia aquellos a los que ha infligido, a sabiendas, un daño irreparable. Pero RTVE tiene, también, derecho a escoger a sus entrevistados. Nada le obliga a elegir a un determinado personaje, y en este caso a quien ha sido condenado por pertenecer a una banda armada y no arrepentido de sus actos.

El embajador Javier Rupérez recordó el pasado del entrevistado: autor del secuestro que él sufrió y del atentado contra el diputado Gabriel Cisneros, uno de los autores de la Constitución, que quedó herido para siempre.

Lo dicho en la entrevista en televisión no merece ser repetido, pero vale la pena recordar que no hubo un gesto de piedad hacia las víctimas, sino justificación de un terror que podía haber sido todavía mayor, porque el entrevistado creía que tenía derecho a ello.

Hablamos de derechos con mucha facilidad e incluso elevamos a categoría de Derechos Humanos todo aquello que no pasaría de ser un propósito, un objetivo, una ambición. No. La Declaración Universal de los Derechos Humanos, firmada en diciembre de 1948 por la Organización de las Naciones Unidas, es un texto solemne y grave que concluye afirmando que ningún grupo o persona puede realizar actos que conduzcan a la supresión de los contenidos en esa Declaración, uno de los cuales, el artículo 5, dice que «nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes».

Y resulta que un diputado de Bildu, partido heredero de la banda terrorista ETA y de los principios de aplicar toda la crueldad posible a quienes defendían la democracia y el Estado de Derecho, es elegido presidente de una comisión de Derechos Humanos. Esa elección es indigna y ofende a millones de españoles que saben lo que ha supuesto el terrorismo.

Todo ello señala una senda muy clara: echar tierra sobre el pasado para reemprender una etapa en la que los actores principales hablarán de paz, concordia y derechos para todos. Recordar el pasado será de mal gusto y algo en desuso, porque los tiempos parece que son otros, y basta con decir que todos quieren la paz. Esta es la cuestión que subyace bajo esta comisión, que no tratará sobre los Derechos Humanos porque, desde su inicio, no tiene respeto alguno hacia el más elemental de todos ellos.

La Declaración Universal de 1948 no ha cambiado, y en aquellos lugares donde se cometieron crímenes por razones de raza, por creencias religiosas, por pertenecer a una etnia o por ideas políticas, millones de personas no permiten el olvido. Así debería ocurrir con los crímenes de ETA: ser conocidos por las generaciones que no los vivieron y recordar de manera permanente a quienes fueron sus autores, quienes se alegraron de sus actos y quienes les dedican calurosas bienvenidas a los héroes que regresan a casa. Las familias de 864 víctimas sólo pueden añorar a los que no volvieron.

La investigación de los 377 atentados, cometidos hasta finales de 2017 y no esclarecidos, debe continuar por el empeño de la Justicia española. Lograr la extradición de autores de crímenes que residen en países europeos o iberoamericanos es una labor difícil, pero posible, como lo ha sido para los alemanes conseguir que las mentes pensantes o ejecutoras de órdenes del genocidio volvieran a su país para ser juzgadas, incluso cuando ya se trataba de ancianos.

Las personas que han padecido por la banda terrorista no olvidarán jamás los hechos por mucho que el tiempo pase, pero algún alivio podrán sentir cuando sepan quién o quiénes fueron los autores y si han sido condenados. El saber que, pese al transcurso del tiempo, la Justicia española y europea continúan la pelea con los procedimientos para conseguir la extradición de autores de crímenes como Natividad Jáuregui, que parece vivir feliz en Bélgica, nos hace confiar en que no haya olvido, y que las víctimas, el Estado de Derecho y los Derechos Humanos de 1948 sigan vigentes. Porque siempre habrá quién pueda apelar a ellos, incluso cuando ni nuestra televisión pública los recuerde ni la Presidencia de la Junta General de Guipúzcoa se atreva a mencionarlos.

Soledad Becerril fue Defensora del Pueblo.

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