¿Cómo atajar la crisis de crecimiento europea?

Tema: La zona euro se enfrenta a una crisis de crecimiento que exige una nueva estrategia que combine una política monetaria más agresiva, nuevas inversiones públicas y reformas estructurales de calado.

Resumen: La crisis financiera y bancaria europea mutó en una crisis de deuda que puso en duda la viabilidad del euro. Una vez superado el pánico, la zona euro se enfrenta ahora a una crisis de crecimiento cuyo síntoma más preocupante, además del desempleo, es el riesgo de deflación. Es esencial resolverla antes de que mute en una crisis política de consecuencias impredecibles. Para hacerlo existe margen para forjar un gran pacto que combine reformas estructurales, una política monetaria más agresiva y nuevas inversiones públicas a nivel europeo. Pero los obstáculos políticos y técnicos para llevarlo a la práctica son importantes.

Análisis

Introducción
El euro ha superado su crisis existencial. Desde hace dos años, gracias a las acciones del BCE y a las reformas puestas en marcha por los países más vulnerables, el riesgo de colapso de la moneda única ha desaparecido y las primas de riesgo del centro y la periferia han vuelto a aproximarse. Sin embargo, han aparecido nuevos problemas en el horizonte. Todos convergen en la falta de crecimiento, que es esencial atajar para que el ya prolongado período de estancamiento que, con ciertos altibajos, comenzó en 2008, no se prolongue.

Uno de los principales elementos de este cóctel de inmovilismo económico, del que ya se lleva meses hablando y que resulta cada vez más preocupante, es la caída de la inflación. En septiembre de 2014 los precios subieron sólo el 0,3% anual en el conjunto de la eurozona, dato que esconde que varios países como España ya están en deflación. Pero lo más importante (y grave), es que las expectativas de inflación a medio plazo se están desplomando, lo que supone que la economía europea está cerca de la enfermedad de estancamiento y deflación que comenzó a acechar a Japón en los años 90 y de la que todavía no ha salido.

Este sombrío panorama monetario es especialmente peligroso dado el elevado nivel de deuda en Europa (tanto pública como privada), que se incrementaría en términos reales si los precios comenzaran a bajar. Y aunque hay un acalorado debate sobre las causas de la falta de crecimiento, parece ya claro que en su origen convergen tanto falta de demanda efectiva (que dificulta el crecimiento actual) como factores de oferta, que dan lugar a malas expectativas sobre el crecimiento futuro. Si a este cóctel se le suma el impacto negativo de las tensiones en Oriente Medio y el conflicto con Rusia (que afecta especialmente a los países de Europa Central y Oriental, incluida la locomotora alemana), a nadie sorprende que ya se hable de una posible tercera recesión.

De hecho, autores como Wolf, Krugman y Münchau han subrayado que las economías europeas se encuentran ante una depresión (peor incluso que la de los años 30), y que los bajos crecimientos del último año no deben llevarnos a pensar que hemos dejado atrás el estancamiento. No en vano, todas las economías europeas salvo Alemania están por debajo del nivel de producción que tenían al comienzo de la crisis, hace ya siete años, por lo que no es exagerado hablar de una década perdida, que incluso podría llegar a prolongarse.

El desempleo en el conjunto de la zona euro supera el 12% y el de los jóvenes el 20%, con lo que eso supone en cuanto a pérdida de capital humano para la sociedad en su conjunto. Esto lleva a que la ciudadanía se sienta atrapada en una burbuja de pesimismo que se resiste a pinchar, con narrativas cada vez más intensas sobre la creciente desigualdad, la paulatina reducción de la prosperidad (muchos padres creen que sus hijos vivirán peor que ellos), el temor a que la mano de obra extranjera arrebate los pocos puestos de trabajo disponibles a los nacionales y, en general, la sensación de que Europa está en rápido declive.

El BCE, una vez más
Esta situación ha vuelto a obligar al BCE a actuar. Su presidente, Mario Draghi, ha anunciado una ambiciosa estrategia de compras de activos y nuevas líneas de liquidez para los bancos con las que espera reactivar el crédito, depreciar el euro y alejar el riesgo de deflación. Pero ha dejado claro, una vez más, que el BCE puede comprar tiempo pero no puede sustituir las reformas necesarias en los Estados miembros, sobre todo en Francia e Italia, cuyas economías tienen que funcionar para que Europa pueda avanzar.

Asimismo, ha subrayado que la zona euro tiene un problema de demanda, por lo que la política fiscal tiene que actuar también en una suerte de abenomics a la europea (o lo que ya se conoce como draghinomics), donde la estrategia de las “tres flechas” puesta en marcha en Japón por el primer ministro Abe (monetaria, fiscal y de reformas estructurales) debería ser emulada en Europa. Con un output gap claramente negativo; es decir, con un crecimiento claramente por debajo del potencial, el estímulo monetario puede ser muy grande antes de que aparezcan riesgos inflacionistas y, si estamos ante una trampa de la liquidez, en la que la expansión monetaria no funciona, habría que recurrir a la política fiscal (sin olvidar las reformas estructurales).

Draghi, aunque lo parezca, no es un político. Pero sí tiene a su lado a un político con ansias de liderazgo que ya se ha puesto manos a la obra para complementar la estrategia monetaria: Jean-Claude Juncker, el nuevo presidente de la Comisión, que aspira a partir de noviembre a lanzar un ambicioso plan de inversiones paneuropeo destinado a complementar la política monetaria con cierta expansión fiscal sin poner en riesgo la credibilidad de las reglas de control del gasto, que los países tienen que continuar cumpliendo para asegurar la sostenibilidad de sus altos niveles de deuda. Como la política de reformas estructurales es en su mayoría competencia de los Estados y no de la Comisión Europea, Juncker plantea un pacto implícito según el cual los países se comprometerían a avanzar en las reformas a cambio de que la Comisión se encargara de movilizar hasta 300.000 millones de euros en inversiones, así como a aplicar las reglas de déficit público con la máxima flexibilidad que permite la normativa europea.

El Fondo Monetario Internacional (FMI), en su informe sobre perspectivas de crecimiento de otoño, ha incluido un capítulo que le da el espaldarazo intelectual a la política de inversiones que propone Juncker (y que también es aplicable a EEUU). En el mismo, plantea que el gasto público en infraestructuras puede aumentar el crecimiento porque genera tanto un aumento de la demanda en el corto plazo como un aumento de la oferta (y por tanto del crecimiento potencial) en el largo plazo (ojo, este resultado depende de cómo se financie el gasto, cómo se ejecute, en qué proyectos y en qué fase del ciclo se encuentre cada país).

Sin embargo, el Fondo enfatiza que las condiciones actuales en Europa (bajos tipos de interés, alto desempleo y output gap negativo) son las más favorables posibles, por lo que el aumento de la inversión no sólo generaría crecimiento y empleo (alejando por tanto el riesgo de deflación), sino que se financiaría a sí misma, ya que el mayor crecimiento futuro compensaría sobradamente el mayor gasto presente, sobre todo con costes de financiación históricamente bajos.

El cambio de dirección en el policy mix europeo desde la obsesión con la austeridad fiscal y la ortodoxia monetaria hacia una aplicación más flexible de las reglas fiscales, la inversión pública al nivel europeo y la política monetaria no convencional, aspira a recuperar la mermada credibilidad de las instituciones europeas ante una ciudadanía cada vez más desencantada que permita frenar el auge de los partidos eurocríticos y eurofóbicos. La preocupación mayor es el auge de Marine Le Pen en Francia, ya que si el Frente Nacional (que obtuvo más del 25% de los votos en las elecciones al Parlamento Europeo del pasado mayo) ganara las elecciones en 2017 el proyecto de unión monetaria (y con él la propia UE) se vería todavía más cuestionado.

¿Dará resultado?
Sin embargo, la pregunta es hasta qué punto es realista que esta combinación de políticas se pueda llevar adelante y, si se consigue, si será suficiente para generar crecimiento. El diseño parece adecuado, pero la puesta en marcha de las medidas es complicada y sus efectos inciertos.

Existen dudas importantes en los tres campos: el de las reformas estructurales, el fiscal y el monetario. Una de las cosas que la crisis de la deuda en la zona euro nos ha enseñado es que los gobiernos sólo hacen reformas de calado y ajustan las cuentas públicas cuando tienen presión de los mercados y ven cómo sus costes de financiación se disparan. Sin embargo, desde que Draghi sentenció que haría lo que fuera necesario para salvar el euro, la presión de los mercados ha desaparecido (hoy Francia se financia más barato que EEUU) y, con ella, los incentivos para reformar. Las normas europeas “animan” a los países a hacer cambios estructurales en sus economías, pero no pueden obligarles con la misma fuerza como lo hacen los mercados. Por ello, a pesar del liderazgo de Renzi en Italia y de las intenciones reformistas del nuevo gabinete de Hollande, las perspectivas de cambio en Francia e Italia (los dos países clave que han hecho poco o nada en términos de reformas desde el principio de la crisis) son dudosas.

El tema del ajuste fiscal es también complicado. Aquí el dilema es el siguiente: ¿se deben respetar las normas del Pacto Fiscal para ganar credibilidad aunque ello implique recortes de gasto a corto plazo que tendrán un impacto negativo sobre el crecimiento? Por una parte, es claro que hay que tener una estrategia de largo plazo para reducir los altos niveles de deuda pública en Europa. Y eso exige cumplir las reglas, con la esperanza de generar confianza y atraer inversión para generar crecimiento y empleo. Este es el argumento de los defensores de la austeridad expansiva, que de momento parece no haber funcionado, ya que la confianza y la inversión, en caso de haberse recuperado (como en España), responden más a las acciones del BCE y a las reformas adoptadas al nivel nacional en los mercados de trabajo o las pensiones que a la evolución de las políticas fiscales (los ratios de deuda sobre el PIB son mayores ahora que al comienzo de la crisis y, sin embargo, las primas de riesgo son menores).

Por otra parte, nos encontramos ante un momento crucial para la credibilidad del nuevo marco de gobernanza fiscal europea que se ha construido durante la crisis. Antes de final de año se comprobará si Francia e Italia, que ya han recibido más tiempo para ajustar sus cuentas públicas del inicialmente previsto, cumplen con los niveles a los que se habían comprometido con la Comisión. Italia ya ha dicho que lo hará y Francia que no. Ahora habrá un arduo debate para evaluar en qué medida el incumplimiento de Francia –si finalmente se produce– lleva o no a sanciones. Lo que está en juego es decidir si merece la pena destruir la credibilidad del nuevo pacto de estabilidad nada más aprobarlo (como ya ocurriera en 2003 cuando Alemania y Francia incumplieron sus compromisos de déficit y evitaron ser sancionados) para evitar la desaceleración de Francia, y con ella el aumento de apoyo al Frente Nacional.

Por el lado del impulso fiscal, que se debe instrumentar a través de inversiones públicas del Banco Europeo de Inversiones (BEI) y de aquellos países como Alemania que tienen margen de maniobra para aumentar el gasto, también hay dificultades. El BEI se resiste a aumentar su cartera de créditos de forma indiscriminada porque para financiarlos tiene que emitir una enorme cantidad de bonos, lo que podría poner en peligro su rating AAA. Además, en la medida en la que el BEI estudia propuestas de inversión una por una, y normalmente se trata de proyectos relativamente pequeños, será muy difícil poner sobre la mesa cantidades que se acerquen a los 300.000 millones de euros del discurso de Juncker.

Alemania, por su parte, evita comprometerse a aumentar el gasto escudándose en que un aumento de su inversión, aunque útil para aumentar su potencial de crecimiento, tendría un efecto muy limitado en dinamismo del conjunto de la economía de la zona euro. El argumento es probablemente falaz, pero el crecimiento del partido anti-euro Alternativa por Alemania, que aboga por salir de la moneda única, está haciendo girar las políticas gubernamentales hacia posiciones más conservadoras (y menos europeístas), por lo que es poco probable que Alemania, que ya ha aumentado el salario mínimo y subido las pensiones, decida iniciar un auténtico programa de inversión pública. La obsesión sigue siendo mantener en equilibrio el presupuesto público y reforzar la competitividad del sector exportador.

Por lo tanto, a nivel de reformas estructurales y política fiscal, Europa está en un peligroso inmovilismo provocado por las divergentes culturas económicas, los intereses opuestos y la falta de confianza entre el norte y el sur. El gobierno alemán, dominado por el partido conservador CDU, sostiene que una política keynesiana de estímulo de la demanda no es la solución a los problemas. De ahí que Berlín exija de París y Roma reformas estructurales que dinamicen el crecimiento desatascando los cuellos de botella que existen por el lado de la oferta. Mientras Francia e Italia no lleven a cabo reformas, la canciller Merkel no estará dispuesta a intentar convencer a su electorado de que cierta flexibilidad en el ajuste fiscal y un plan de inversiones europeo, financiado con la contribución proporcional de Alemania, son necesarios o deseables.

Por su parte, los líderes socialistas de Francia e Italia, Hollande y Renzi, están convencidos de que el problema de la deflación está causada fundamentalmente por la falta de demanda, y por lo tanto no encuentran gran atractivo en seguir la senda de los ajustes en España, que ha conseguido recuperar parte de su competitividad externa sobre todo mediante la reducción de los costes laborales unitarios a través de la moderación salarial. La sensación en París y Roma es que la población española ha experimentado un sufrimiento excesivo, sin que tal sacrificio haya traído una recompensa suficiente: los niveles de desempleo siguen siendo mucho más altos que en Francia e Italia, el crecimiento es bajo y la deuda pública sigue aumentando.

En este sentido, el gobierno alemán y el español están desaprovechando los esfuerzos macroeconómicos de España, y de los otros países más pequeños como Irlanda y Portugal, que también han hecho reformas de calado. Si Berlín ha aceptado que, en ausencia de la presión de los mercados, las reformas estructurales deben ser incentivadas y recompensadas con una mayor laxitud fiscal (dentro de la flexibilidad de los tratados) y un aumento de la inversión pública de fondos europeos, países como España deberían ser los primeros en recibir tal ayuda. De esta manera, las poblaciones de Italia y Francia verían que sus futuros esfuerzos van a ser recompensados, y eso ayudaría a Hollande y Renzi a implementar las reformas con mayor determinación y confianza.

Forjar un gran pacto en el que se intercambien flexibilidad y solidaridad por reformas y ajustes, y que cuente con los incentivos adecuados, sería clave porque, a pesar de las diferencias culturales y económicas entre países, se está forjando un cierto consenso sobre en qué áreas hay que concentrar la inversión pública a nivel europeo. Tras años diagnosticando las causas del bajo crecimiento en Europa, hoy existe acuerdo en que habría que concentrar tanto la inversión como las reformas en: investigación, desarrollo e innovación (I+D+I); la creación de un espacio digital común integrado a través de redes de fibra óptica; y el establecimiento de una unión energética (lo que conlleva la construcción de las interconexiones que unan la Península Ibérica con el resto del continente). Además sería necesario invertir en mejores infraestructuras sociales (escuelas, hospitales y centros de apoyo a la tercera edad) y en políticas activas de empleo. Por último, en algún momento habrá que establecer un seguro de desempleo europeo, lo que requerirá un pacto político que en estos momentos no parece posible. En todo caso, para que esta inversión sea eficiente tiene que asentarse en la confianza y tener unos mecanismos de control que aseguren su efectividad.

Los acuerdos que se logren en materia de reformas estructurales e inversión pública, tienen que ser apoyados con una política monetaria agresiva. En este campo, aunque es de esperar que los bancos europeos estén más dispuestos a aumentar el crédito una vez que a finales de octubre se complete el proceso de evaluación de sus balances que dará lugar a la entrada en funcionamiento del mecanismo único de supervisión, también persisten importantes nubarrones en el horizonte. Bien podría ser que los bancos, aún dispuestos a dar más crédito, no encontraran suficiente demanda solvente. El alto nivel de deuda de las empresas y los hogares europeos restringe su apetito por el crédito y el consumo, lo que supone que nos podamos encontrar no tanto ante un problema de insuficiente oferta de crédito, sino de limitada demanda.

En última instancia, quizá sea necesario diseñar una estrategia europea para reestructurar las deudas de hogares y empresas, un tema políticamente tan delicado que nadie lo quiere plantear abiertamente. Asimismo, existen dudas sobre la capacidad del BCE de adquirir una cantidad suficientemente grande de activos como para tener un impacto significativo en la inflación sin adentrarse en el delicado terreno de las compras de deuda pública, a las que se oponen frontalmente los países del norte liderados por Alemania. Draghi ha afirmado que elevará el balance del BCE en 1 billón de euros mediante la compra de ABS (asset backed securities) y covered bonds, pero tal vez no haya suficientes títulos en el mercado con alta calidad crediticia para llevar a cabo el plan de estímulo monetario.

En general, los efectos de la expansión monetaria son inciertos ya que el sistema financiero europeo es muy diferente al estadounidense o al británico. La mayoría de la financiación para las empresas llega de la mano de los bancos y no del mercado de capitales. A esto hay que añadir que el efecto riqueza que pueda venir de la subida de los precios de los activos provocada por la expansión monetaria se va a limitar a un reducido número de hogares (pocos europeos tiene sus ahorros invertidos en bolsa), que ya de por sí son ciudadanos de renta alta, lo que aumentaría todavía más las desigualdades, y a su vez reforzaría los argumentos de los movimientos populistas. La política monetaria de Draghi, por lo tanto, está llegando a sus límites. Puede intentar limpiar los balances de los bancos lo máximo posible para que den más crédito y puede amenazar verbalmente con la compra de activos públicos para mantener los tipos de interés de los soberanos lo más bajos posibles para apoyar la inversión pública antes mencionada, pero no puede hacer milagros.

La parte de la estrategia que ya está funcionando es la de la depreciación del euro, que desde su máximo de 1,40 dólares de mayo de 2014 ha caído con fuerza hasta tocar el 1,25 en octubre. La depreciación del euro permite tanto acelerar las exportaciones europeas fuera de la zona euro como la reducción de las presiones deflacionistas (los bienes importados son más caros, lo que eleva los precios). Sin embargo, mantenerla depende tanto de las acciones del BCE como de lo que haga la Reserva Federal estadounidense, que no endurecerá su política monetaria (y por lo tanto no apreciará el dólar) si la economía norteamericana muestra algún síntoma de debilidad, circunstancia que no sería inverosímil si la economía de la zona euro entrase de nuevo en recesión.

Conclusiones: En definitiva, tras una crisis financiera y bancaria, que posteriormente mutó en una crisis de deuda, la zona euro se enfrenta ahora a una crisis de crecimiento. Es esencial resolverla antes de que mute en una crisis política de consecuencias impredecibles. No será fácil hacerlo. Mario Draghi, el actor con una visión más europeísta de esta crisis, ha sugerido que ha llegado el momento de utilizar todas las capacidades que tiene Europa para evitar daños irreparables. La solución propuesta combina reformas estructurales, política fiscal más activa y política monetaria más agresiva. Pero el éxito de la estrategia requiere de un entendimiento entre los países más importantes de la zona euro: Alemania, Francia, Italia y España, al que se puedan unir los otros países. España –junto con Irlanda y Portugal– ha demostrado que se pueden realizar reformas estructurales de calado, y que éstas son efectivas, pero para consolidar la recuperación se necesita que estos esfuerzos se vean recompensados para servir así de incentivo a que Francia e Italia lleven a cabo las reformas que han prometido. Una vez que se supere la fase de impasse político en la que nos encontramos, hay cierto consenso en qué es necesario aumentar la inversión en la UE para incrementar su productividad, la competitividad de sus empresas y su atractivo hacia el exterior.

Federico Steinberg, Investigador principal de Economía Internacional del Real Instituto Elcano y profesor de la Universidad Autónoma de Madrid.

Miguel Otero-Iglesias, Investigador principal de Economía Europea y los Mercados Emergentes del Real Instituto Elcano e investigador asociado a la Escuela de Negocios ESSCA de París.

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