Cuando el “ínclito” Correa, que se retrata a sí mismo como empresario audaz y listo, devenido en presunto delincuente solo por la fuerza de los hechos y de los negocios fáciles, se propone decir su verdad en la vista oral, esta, como la del Agamenón machadiano, le conforma solo a él. A mí, ciudadano de a pie, porquero nada trascendente, no me convence en absoluto; esperemos que a la Sala tampoco, y al finalizar la causa se hayan fijado las responsabilidades de todos. De los promotores de la corrupción, electos y partidarios; de los empresarios, que pagaban para conseguir ventajas frente a otros empresarios o frente a las Administraciones públicas; y de los empleados públicos, que las consentían y hacían posibles.
Lo que realmente hubo fue ausencia absoluta de ética, entendiendo por tal la predisposición personal y de situación para promover, admitir o consentir prácticas corruptas; a la que se sumó un control ineficaz, bien por déficit normativo, bien por inexistencia de filtros administrativos sistemáticos y efectivos. En cualquier caso se exigía la movilización de la inteligencia y de las voluntades de los partícipes, y ese dolo responsable es lo que se juzga penalmente.
Nos dice Correa que para corromperse en aquellos tiempos no resultaba indispensable quererlo, ni tener una voluntad deliberada de jugar con ventaja burlando la legalidad. Su corrupción se produjo sin la presencia de su inteligencia, ni de su voluntad; simplemente, sin esfuerzo, casi apaciblemente, bastaba con presentarse y asumirse como un engranaje del sistema político vigente, estando además satisfecho de ser un buen engranaje (banalizar el mal exige banalizar la personalidad).
Para este hombre de negocios, la corrupción puede y debe ser graduada o degradada a conveniencia, si la entendemos como: desviarse de algún modo respecto a lo correcto, para que a pesar de todo las cosas salgan (consentimiento, apaño, intercambio de cromos, practicidad); desviarse respecto a la intención manifestada o asumida previamente, para superar dificultades sobrevenidas, afrontar demandas del servicio no previstas, atender a los nuevos aliados estratégicos, o cubrir necesidades organizativas o institucionales nuevas e ineludibles. En último extremo, la corrupción podría ser solo equivocación (traspiés, tropezón, descuido, lapsus) respecto al camino convenido como idóneo para alcanzar el objetivo político-administrativo comprometido con los electores o súbditos.
En una teoría tan particular de la corrupción, esta lo sería solo cuando los delincuentes actúan al servicio exclusivo de su interés propio o de grupo, sin ninguna contraprestación para el interés general. Al menos así lo entienden los corruptos que suelen ejercer bajo sus propias ilusiones: ilusión de control sobre una situación compleja que nunca es generada por un solo infractor —creen que su pericia en la comisión de los hechos conjugará cualquier riesgo—; ilusión de invulnerabilidad, al subestimar las probabilidades de que su transgresión tenga consecuencias adversas, por ser intrascendentes, o porque las víctimas son difícilmente identificables (doctrina Botín); ilusión de superioridad, porque si no son descubiertos, el reconocimiento social y la carrera profesional los convierten en los más activos del grupo. Y suponen que sus tendencias hacia el delito no son peores que las de otros.
En realidad el corrupto, como otros tipos de infractores penales económicos, actúa siempre, precisamente, con “economía mental”: sopesa los costes y los beneficios percibidos de un acto de incumplimiento, y cuando cree que estos superan a aquellos comete la infracción y listo. Por eso, cuando, como ahora, son enfrentados a su responsabilidad penal, suelen creerse seres superiores, los miembros más valiosos del grupo, que no pueden ser objeto de juicio o crítica por otros, que somos inferiores. La falta de motivación para cumplir la legalidad se transforma en indiferencia afectiva hacia los demás. La ética pública del bien común se amolda a las demandas de los implicados; para ellos, los más débiles, los ciudadanos, los administrados y hasta las víctimas, somos solo meros espectadores.
Todo esto puede significar también, y en sentido contrario a la tesis de la defensa de Correa, que para mantenerse al margen de la corrupción y combatirla resulta imprescindible una actitud proactiva en defensa de la legalidad por parte de los empleados públicos, y que la mayoría estamos en este esfuerzo. Pese a todas las maniobras dilatorias, siete años después sigue adelante esta enrevesada causa penal; con todas las garantías legal y previamente establecidas para los inculpados, por supuesto.
Luis Fernando Crespo Zorita es sociólogo del Cuerpo Superior Técnico de Instituciones Penitenciarias.