¿Cómo celebran los rusos el centenario de la Revolución?

Tema

La actitud de los rusos hacia la herencia histórica de la Revolución es ambigua y confusa, lo que les lleva a adoptar una actitud apática hacia el actual régimen.

Resumen

Para el actual Gobierno ruso, el centenario de la Revolución no es una fecha agradable. El Kremlin vincula la llegada de los bolcheviques al poder con la debilidad del Estado y desordenes políticos y sociales que no debe tolerar que se vuelvan a producir.

Sin embargo, desde la llegada al poder de Vladimir Putin en 2000, el régimen ha rehabilitado la figura histórica de Iósif Stalin (1878-1953) e inauguró en 2016 monumentos a los zares Iván el Terrible (1530-1584) y Catalina la Grande (1729-1796) y al príncipe Vladímir, que aceptó, en nombre propio y de todos sus súbditos, la fe del cristianismo ortodoxo bizantino en 988. Los cuatro personajes, muy diferentes entre sí, encarnan el modelo de Estado autocrático, centralizado, expansionista y basado en los valores de la Iglesia ortodoxa.

La actitud de los rusos hacia la herencia histórica de la Revolución es ambigua y confusa, lo que les lleva a adoptar una actitud apática hacia el actual régimen, como lo demuestran encuestas del Centro Levada, que se realizan con regularidad desde octubre de 1990.

Análisis

Breve balance de la Revolución rusa, 100 años después

Cien años después, la Revolución bolchevique y su ideología están desacreditadas tras el colapso del sistema político y económico de la Unión Soviética y de los regímenes comunistas de todo el mundo. Sin embargo, conviene recordar sus raíces y las características del régimen totalitario que surgió de ella, ya que perduró más de 70 años, influyendo decisivamente en la historia mundial a lo largo del siglo XX.

La Revolución rusa, que trajo consigo el derrocamiento de la monarquía zarista y la radical destrucción de su sistema político entre febrero y octubre de 1917 (según el calendario juliano que se usó en Rusia hasta el 1 de enero de 1918, 13 días por detrás del calendario gregoriano) fue precedida, a diferencia de todas las revoluciones anteriores, por décadas de debates intelectuales sobre la necesidad, posibilidad y conveniencia de llevar a cabo una revolución. Se puede considerar como una consecuencia de diversos factores: el fracaso de las reformas gubernamentales de la segunda mitad del siglo XIX, el frustrado intento de establecer un régimen constitucional entre 1905 y 1917, y una tradición relativamente larga de movimientos revolucionarios. Sin embargo, lo que solemos llamar estrictamente Revolución de Octubre partió de un golpe de Estado efectuado por un grupo minoritario (la fracción bolchevique del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia) en la noche del 24 al 25 de octubre y que desembocó en una guerra civil (1918-1921) de la que emergería el sistema soviético con su recurso al terror permanente. Gracias a una poderosa maquinaria de propaganda, a la labor de los historiadores oficiales y a la colaboración de numerosos intelectuales y trabajadores manuales de otros países, el Partido Comunista de la Unión Soviética pudo construir el mito de una revolución proletaria.

Después de 1917, los bolcheviques, inspirados tanto en las ideas del populismo histórico ruso como en las del marxismo, inventaron un nuevo sistema político, económico y social: el Estado soviético. Aspiraban a convertir la utopía en realidad y a construir una comunidad mundial de la humanidad emancipada y liberada de todas las estructuras políticas previas. En la práctica, durante el leninismo, fortalecieron la autoridad estatal de un solo partido, la autocracia ideológica, el nihilismo legal, la administración ultracentralizada y la ausencia de libertades individuales y propiedad privada. Stalin conservó los elementos básicos del leninismo, pero introdujo algunos nuevos: fortaleció la centralización de la administración, desató el Gran Terror en los años 30 y legitimó su poder en la glorificación del poder estatal, los valores de la jerarquía, el patriotismo y el culto a la personalidad. Ninguno de los líderes sucesivos –Nikita Jrushchov, Leonid Brézhnev y Mijaíl Gorbachov– llegó a erradicar del todo el estalinismo en la sociedad. Los tres criticaron la ineficacia del sistema comunista, pero fracasaron porque no pusieron en duda sus principios ideológicos. Finalmente, cuando Gorbachov optó por reformas que lo hicieran, se demostró que el régimen soviético no las podría asimilar porque el sistema democrático y el soviético eran sencillamente incompatibles.

El uso sistemático de la fuerza por el Estado comunista para hacer desaparecer cualquier oposición al régimen fue una de las claves de la larga perduración del Estado totalitario soviético. Pero hay otras. El sistema comunista soviético era un sistema de recompensas. Los soviéticos no intentaban proteger sus derechos, porque no tenían ninguno, sino conseguir recompensas significativas, lo que fomentó la corrupción generalizada. A esta mezcla de fuerza, remuneración y privilegios hay que añadir el elemento de agitación. Las expulsiones del partido, las cuotas para la producción industrial, la rivalidad entre regiones, la denuncia sistemática entre vecinos y amigos, 7y, en fin, la competición con Occidente, contribuían a mantener la euforia como mecanismo de estabilización. Es innegable que el totalitarismo comunista no fue un sistema basado sólo en el terror, sino que gozó de un cierto grado de colaboración y aceptación por parte de los ciudadanos soviéticos.

El orden soviético tuvo unos éxitos extraordinarios que fueron indispensables para su supervivencia: el progreso de la educación, la industrialización acelerada, la construcción de ciudades, la victoria en la Segunda Guerra Mundial y la supremacía como gran potencia militar y epicentro del comunismo mundial. Las fronteras de la Unión Soviética coincidían con las del Imperio zarista, pero su dominio se extendió más allá, en la Europa del Este. A diferencia de los zares, los bolcheviques tuvieron dos imperios, uno “interior” (la URSS) y otro “exterior” (los países miembros del Pacto de Varsovia).

El coste de la perdurabilidad de la autoridad comunista –el terror y la agitación sistemáticos– sobrepasaba sus logros. Los alabados éxitos de la industrialización y del poder militar fueron temporales, porque no sirvieron como base para continuar la modernización económica sin desmantelar el orden soviético. La ausencia de libertad de pensamiento y expresión (elementos clave para la reinvención de una sociedad) y la economía planificada fueron muy contraproducentes para el desarrollo económico, político y social.

Putin y los zares

El Estado bolchevique establecido por Lenin fue desmesuradamente más absoluto y tiránico que el zarista, aunque aprovechó en gran medida la estructura del “Estado patrimonial” (un modelo de Estado cuyas instituciones no hacen distinción entre poderes públicos y propiedad privada, con su administración centralizada y ausencia de libertades individuales y propiedad privada de la mayoría de los súbditos del zar).

La popularidad de Vladimir Putin (antes de la anexión de Crimea en 2014) se debía a su éxito en la reconstrucción del modelo de Estado centralizado. Los ciudadanos rusos, los que le apoyan, lo perciben como un salvador, un líder carismático capaz de lidiar con la experiencia traumática de las tres grandes rupturas históricas que sufrió Rusia durante el siglo XX: la Revolución de Octubre (1917), la desintegración de la Unión Soviética (1991) y el colapso del Estado ruso en 1998. Sin embargo, el hecho de que el Kremlin introdujera en 2005 la celebración del 4 de noviembre como fiesta de la Unidad Popular de Rusia refleja la intención de sustituir la fiesta del 7 de noviembre, el aniversario de la Revolución bolchevique (según el calendario gregoriano), y sugiere que Putin aspira a convertirse en símbolo de la superación de todas las rupturas históricas. El 4 de noviembre es el aniversario de la sublevación popular de 1612 y de la expulsión de los polacos y lituanos que habían aprovechado la Smutnoye vremya (“época de revueltas”) que sucedió a la muerte del zar Iván IV el Terrible para conquistar parte del Principado de Moscovia y entronizar a un zar impostor, Dmitri. El acontecimiento propició la llegada al trono del zar Mijaíl Romanov en 1613, que marcó el fin de la época de revueltas y el comienzo de la larga presencia de los Romanov en el trono (1613-1917). La nueva festividad no tuvo demasiado arraigo entre los rusos hasta la anexión de Crimea en 2014, cuando se convirtió en una afirmación de la fuerza y el orgullo de Rusia. Pero la celebración de la fiesta de la Unidad Popular en 2016 estuvo marcada por la inauguración del monumento al príncipe Vladimir (de 17,5 metros de altura), que adoptó la fe del cristianismo ortodoxo bizantino en 988 en las cercanías de Sebastopol, en la península de Crimea. La estatua del príncipe Vladimir fue inaugurada por Vladímir Putin en las inmediaciones del Kremlin. En su discurso Putin destacó el papel centralizador del príncipe y manifestó que “el deber común de los rusos de hoy es enfrentarse a los desafíos y amenazas modernas, apoyándose en las invaluables tradiciones de unidad y acuerdo, y avanzar, asegurando la continuidad de nuestra historia milenaria”.

Unos días antes, en agosto de 2016, en Simferópol (la capital administrativa de Crimea) se inauguró un monumento a Catalina la Grande, la zarina que en 1783 incorporó Crimea al Imperio ruso, tras arrebatarla al otomano. El 14 de octubre de 2016, en Oreol, se inauguró otro monumento al zar Iván IV el Terrible, cuya figura histórica no se vincula tanto con el expansionismo del Estado como con una serie de reformas que fortalecieron el poder central: en 1549 Iván estableció el gleb (impuestos), el Zemski sabor (Consejo de los representantes de las aldeas pequeñas) y la guardia personal –streltsi (“arqueros”), a la que por su crueldad en la represión de los adversarios del zar se consideró la precursora de la Cheka –el servicio secreto creado por los bolcheviques en diciembre de 1917–. Entre 1564 y 1572, siguiendo las órdenes del zar, los streltsi ejecutaron a la mayoría de los boyardos, acusados de conspiración y traición. El objetivo principal de este proceso arbitrario y sangriento, conocido como oprichnina, fue destruir los privilegios de la poderosa aristocracia hereditaria para centralizar el poder y ampliar las atribuciones del zar.

Los homenajes a los zares rusos forman parte de un conjunto de decisiones, tomadas a distintos niveles de la administración, que tratan de sustituir el sistema de referencias simbólicas de la época comunista por otras más antiguas relacionadas con el cristianismo ortodoxo y la autocracia zarista, insistiendo en el supuesto esplendor de la Rusia imperial.

Putin y los bolcheviques

La relación entre el Kremlin y los bolcheviques es mucho más compleja, por varias razones: el modelo autocrático del actual régimen ruso conserva elementos del Estado centralizado soviético, creado por los bolcheviques, en el cual las fuerzas de seguridad constituyen el instrumento principal para ejercer el control de la población. Todavía no existe una narrativa sobre la memoria histórica de la época soviética, por la dificultad de reconciliar el fracaso del sistema comunista y la época más gloriosa de su existencia, cuando la URSS era una superpotencia.

Según la investigación del Centro Levada realizada el pasado abril, el 48% de la población rusa tiene una visión positiva del derrocamiento de la dinastía Romanov y la Revolución de Octubre, mientras la de otro 31% de los encuestados es muy negativa y un 21% alega que es muy difícil definir su opinión al respecto. El 35% de los encuestados considera que la llegada al poder de los bolcheviques en 1917 fue legal (en 2003 un 42% lo consideraba legal), mientras que el 45% lo cree un acto ilegal (frente al 39% en 2003). Tanto en 2003 como en 2017 un 19% de los encuestados no sabe responder. Los resultados reflejan sentimientos mezclados: los rusos piensan que el derrocamiento de la monarquía zarista “no fue una gran pérdida”, pero tal valoración refleja la actitud vacilante, ambigua y mal definida del actual gobierno de Vladimir Putin respecto a la Revolución bolchevique.

La Revolución rusa es inseparable del golpe de Estado y de la emergencia del Estado totalitario, de la muerte de millones en la colectivización forzada y del Gran Terror de Stalin. El Kremlin percibe 1917 como un momento de tremendo desorden político y social que fue consecuencia de la debilidad del Estado.

Cuando Vladimir Putin asumió el poder en 2000, su prioridad era reconstruir un Estado centralizado y fuerte. Para hacerlo, buscó la aprobación de sus compatriotas contraponiendo la restauración del orden al desorden que rodeó la desintegración de la Unión Soviética y los caóticos años 90.

Aunque el Kremlin considera que es inapropiado celebrar el aniversario de la Revolución de Octubre, no se priva de usar la imagen de Stalin y la victoria de la Unión Soviética en la Segunda Guerra Mundial como símbolos favorables a su propio régimen autocrático. El año pasado, el día 7 de noviembre, en el 99º aniversario de la Revolución rusa, el Kremlin organizó un desfile militar que conmemoró dicha fecha del año 1941: en esa ocasión, las tropas soviéticas marcharon a través de la Plaza Roja y se dirigieron inmediatamente a luchar contra los nazis. Con esta ceremonia, Putin sustituyó el bolchevismo por el nacionalismo y el orgullo por la victoria en la Gran Guerra Patriótica. Este gesto no sólo delata una maniobra para nublar la memoria de un hecho histórico desagradable, sino, sobre todo, la necesidad de adaptar símbolos soviéticos de la versión del modelo tradicional del Estado ruso (el ciudadano sin poder frente al omnipotente Estado centralizado).

Como lo demuestra una investigación realizada por el Carnegie Endowment for International Peace y el Centro Levada durante 2012 y 2013, hay una recuperación simbólica de la figura de Stalin que se debe a elementos implícitamente soviéticos del régimen de Putin, aunque sin una glorificación directa de su papel histórico.

En 1989, en la Unión Soviética, sólo un 12% de los rusos definía a Stalin como “una de las personas prominentes que ha tenido una significativa influencia en la historia del mundo”. La figura de Stalin ocupaba el puesto 11º en el ranking de 100 personalidades, en el que Lenin ocupaba el primer puesto (un 72% de los encuestados definía a Lenin como la personalidad más grande de la historia mundial), por delante de Marx (35%), del zar Pedro el Grande (38%) y Pushkin (25%). Entre 1989 y 2012 la percepción de los rusos ha cambiado mucho. A partir de 2012, Stalin es la personalidad más descollante, según un 49% de los rusos.

Las opiniones sobre el legado histórico de Stalin son opuestas y contradictorias: un 50% de los encuestados opina que Stalin fue un líder sabio que trajo grandeza y prosperidad a la Unión Soviética (frente a un 37% que lo niega). El 68% está de acuerdo en que Stalin fue un tirano cruel e inhumano, responsable de millones de muertes de gente inocente (frente a un 15% que discrepa de esta valoración); pero ese mismo 68% considera que, a pesar de “sus errores”, lo más importante de su legado es la victoria en la Gran Guerra Patriótica (frente a un 16% que niega que esto sea importante).

Tal contradicción refleja la percepción paradójica de Stalin como un tirano culpable de la muerte de millones de compatriotas y un líder sabio y poderoso que ganó la guerra contra Hitler. En la psique colectiva post-soviética, la grandeza nacional es inseparable de la violencia y de la fuerza brutal. Un aspecto de esta percepción es la conciencia extendida entre los rusos de pertenecer a una nación grande y victoriosa. Este punto de vista se basa en la victoria de la Unión Soviética en 1945, uno de los pocos casos de memoria consensuada y un indiscutible pilar del orgullo nacional. El gobierno de Putin se apoya en la centralidad de la victoria contra la Alemania nazi en la memoria de los rusos y ha intensificado las celebraciones del 9 de mayo –“Día de la Victoria”–, que parecen crecer cada año que pasa.

La abrumadora importancia de la Segunda Guerra Mundial y de Stalin como comandante en jefe que llevó a la nación a la victoria es un hecho que explica por qué la condena inequívoca del estalinismo es imposible en Rusia. En la Rusia de Putin, que ya no es una superpotencia, Stalin también constituye una especie de “compensación” psíquica de la pérdida de estatus. Su imagen como el destructor de la Alemania nazi y el líder de la superpotencia que mantuvo el pulso con EEUU durante la Guerra Fría, ayuda a Rusia a compensar la humillación que sufrió en el período posterior al colapso del imperio comunista.

La percepción de Stalin que tiene que ver con la victimización y la impotencia de la gente frente a gobernantes arbitrarios y brutales es menos directa. La experiencia histórica rusa ha enseñado al pueblo que nada puede frente al Estado autocrático y que la mejor estrategia es adaptarse a la voluntad caprichosa de sus gobernantes. Esta experiencia ha generado una mentalidad de dependencia y apatía política y de aceptación del paternalismo estatal como un hecho natural.

El asombroso resurgimiento de la popularidad de Stalin no se debe a un cambio de valoración de su papel histórico, sino al clima político de la época. La Rusia de Vladimir Putin necesita símbolos de autoridad y fuerza nacional, por muy controvertidos que sean, para validar el nuevo orden político autoritario. Stalin, un líder despótico responsable del derramamiento de sangre masivo pero identificado con la resistencia, la victoria en la Gran Guerra Patriótica y la unidad nacional, satisface esta necesidad de afirmación de la nueva identidad política rusa.

Conclusión

La actitud del Kremlin hacia la Revolución rusa roza la esquizofrenia: censura el desorden político y social que la provocó, pero alaba su modelo de Estado, que fue incomparablemente más tiránico que el zarista.

Mira Milosevich-Juaristi, Investigadora principal del Real Instituto Elcano y profesora asociada de Historia de Relaciones Internacionales del IE | @miramilosevic1

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *