Como centellas

Pude disfrutar, a mi juicio, de la mejor maestra durante mi infancia y adolescencia españolas. Esclarecido y deslumbrado. La «madre» Mercedes Unceta intentaba asegurarse, y asegurarnos a sus párvulos, de que todo internamente funcionaba según nuestros conocimientos. Por eso ella quería que fuéramos «sabios».

Las diversas crisis que estábamos viviendo debíamos resolverlas con la verdad. Gracias a los diversos conocimientos «que como sabios» íbamos adquiriendo, llegaríamos un día a la supresión de las celadas, engañifas, trampas, trincheras, epidemias, plagas, grandes enfermedades, hambrunas y miserias. Es decir a la paz y a la salud universal.

Para la «madre» Mercedes la ciencia lo preveía todo. Honraba particularmente a los campesinos de las Hurdes. Vivían a dos pasos de su clase. Les íbamos a ver para oírles (en el coche de San Fernando). Debíamos observarles en su manera de dormir, regar, bostezar, lavarse…

En torno nuestro, algunos solo decían cosas interesantes en los partes de la radio cuando expresaban lo contrario de lo que pensaban. Nuestras relaciones con nuestro «saber» e incluso con nuestros sueños afectaban a nuestras relaciones con los demás. Y nuestras enfermedades se declaraban. Por eso, cuando cesé de verla, caí tuberculoso.

No odiaba a la mentira. La «madre» era portadora de una intratable voluntad de decir «no». A los mentirosos les compadecía por el esfuerzo sobrehumano que debían realizar con su memoria. Desde siempre entendió a los demás y a nuestras propias flaquezas. Nunca se quejaba. Prefería meditar. Para ella debíamos comprender que ser «sabio» era necesario para aceptar los cambios que nosotros «con nuestra propia sabiduría» íbamos a operar.

Podíamos guarecernos en la bruma entre reverberaciones. Cuando nos dolía algo o sentíamos que íbamos a estar enfermos o desgraciados era a causa de los cambios que se realizaban en el Firmamento. O porque aún no habíamos conseguido controlarlos. ¡Hay que ver qué sueños teníamos, y ella, qué bien los explicaba! Puesto que nuestro cuerpo era lo más sensible, con la ciencia.

Con ella viajábamos a lugares desconocidos. Para comenzar todas las mañanas llevábamos dibujado con tiza en nuestra pizarra un mapa. Cada uno elegía el suyo. Algo diferente. Un mapa de la Peña de Francia que estaba al lado o de Oceanía. Como «sabios» cada uno introducía un dato especial que había descubierto en un libro o un periódico o en una carta o en una conversación. O a veces en una experiencia, o un sueño, o una fantasía.

Lo más difícil era dibujar «el paraíso». Era el itinerario que ella construía en el patio con todos los niños en fila india. Uno detrás de otro. La fila se iba enroscando y deshilvanando por sí sola. Gracias a la pauta de la «madre». Sus fases nos permitían descubrir secretos de auténticos «sabios». Y cantábamos. Levantábamos el corazón por encima de la naturaleza.

No seguíamos el aburrido folletín de los partes. Los gorriones nos contaban lo principal. Como «sabios» no podíamos quedarnos achicharrados en nuestro sitio suprimiendo las demás vías. Pero tampoco, como «sabios», podíamos aceptar cualquier camino. Teníamos que recorrer nuestra vida como si fuéramos centellas.

La «madre» Mercedes amaba a los pobres y a los perdedores: porque ella no tenía nada y nunca salió victoriosa. No nos hablaba de los santos: para ella los párvulos (nosotros) seríamos, después de llegar a «sabios», «Dios». Es decir éramos niños que un día llegaríamos a «sabios», y, por si fuera poco, más tarde, seríamos «Dios».

Estábamos preparados para concurrir al premio de superdotados. Y luego para llegar a París o a Pekín y poder codearnos con los mejores. La «madre» Mercedes nos había preparado para comprender (sin haber hablado nunca de ellos) a Dalí o a Marcel Duchamp, o a Tristan Tzara o al Surrealismo o a Santa Mónica (bereber) madre de San Agustín.

El día final del único oral del concurso de superdotados los examinadores quisieron saber más de mí. Quizás les extrañaba la determinación (y condenas a muerte) de mi padre y sus hermanos.

Copiando una pizarra en otra pizarra no conseguíamos reproducir lo primero. Los niños que perdían el don de lágrimas necesitaban pelar cebollas para llorar. La «madre» elogiaba a los lugareños de las Hurdes: ella era la casera de un apeadero guipuzcoano. Era pragmática. Quizás guardaba secretos. Para ella el mundo de las Hurdes y el de Los Ángeles estaban ligados con todo lo demás. Para ella incluso nuestras elecciones infantiles determinaban el curso de la historia.

Tampoco le hubiera extrañado que más tarde, por respeto a las tradiciones, se les diera el título de postergados o represaliados a españoles que habían conseguido ser en plena trifulca los primeros de España y quintos de Alemania.

Tuve trato con gentes de todo tipo que a veces no correspondían al modelo. A cinco de ellos les tocó irme a buscar para llevarme esposado (de Murcia a la cárcel de Madrid) a las doce de la noche armados aparatosamente; cuando un tirachinas nos habría reducido a mi mujer y a mí.

Qué fácil me fue adaptarme a las nuevas ciudades (Madrid, París, Nueva York). Y comprender lo que decían René Magritte, Samuel Beckett o Andy Warhol. Los párvulos de la «madre» Mercedes serían «sabios». Era su sencilla proposición. «Sabios» para hacer lo principal, lo que no parecía común ni en Manhattan, ni en el café surrealista de París. A nosotros nos inculcaba otro porvenir. Nuestra ciencia de «sabios» podría hacer lo que parecía imposible. Sin embargo eran tiempos de Rakayú en que contrariamente a lo esperado, el invierno caía en primavera. Vivíamos tranquilamente sin código de barras pero con duendes bromistas.

En la clase de la «madre» Mercedes no había estampitas ni santos. Ella construía y a veces con nosotros «asentamientos». Eran cuadros que en vez de estar pintados estaban hechos con elementos de «sabios». El «asentamiento» madre-hijo nos mostraba alegremente cómo las cerditas parían o los perros se enganchaban dolorosamente. En sus «asentamientos» todo parecía clarísimo.

De la misma manera en otro «asentamiento» veíamos la rama del cafetal, las semillas, el grano molido y por fin el polvo de café. En su cuadro todo estaba explicado: desde el terrón de azúcar hasta la jicarita de leche Y por fin la tacita en la que todas las mañanas desayunábamos. Nos enseñó a saber inventar nuestro propio ritmo poniendo patas arriba toda planificación. Preparados para vivir ¿como centellas?

José María Carrascal, periodista.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *