Cómo combatir (con eficacia) un peligroso disparate

Por Pedro J. Ramírez, Director de El Mundo (EL MUNDO, 29/01/06):

El martes por la tarde Zapatero estuvo a punto de consumar esa carambola perfecta con la que sueña todo espabilado truhán de garito. Un diestro golpe con el taco había pegado la bola del PSOE a la de Convergència i Unió y rodando juntas habían dejado atrás, al anunciar su pacto sobre el Estatuto, al fastidioso PSC de Maragall, repeliendo hacia el margen del tapete a la antipática Esquerra Republicana de Carod. Todo eso era lo previsto. Con lo que no contaba el presidente era con que, además, la bola del PP se encabriolaría sobre el borde de la mesa, paseándose peligrosamente por el marco de madera, apenas a un centímetro de caer en el abismo de la crisis y partirse en varios trozos o como mínimo quedar gravemente mellada y fuera de combate.

Por un instante el camino hacia la embocadura de una mayoría absoluta como las del 82 y el 86 pareció despejarse, injustamente, ante la mirada burlona del zapatero prodigioso.

Para él hubiera sido el pleno al 15, pero para los defensores del modelo constitucional de la Transición, el colmo de los desastres.Ese desenlace hubiera supuesto que a 10 minutos del punto álgido de la discusión del Estatuto catalán en la Comisión Constitucional no sólo no estaría consumándose la disidencia de aquellos «50 diputados socialistas en busca de un jefe dispuesto a inmolarse», pues hasta el que hizo tal profecía ante Raúl del Pozo y otros colegas daba a regañadientes su nihil obstat, sino que quien habría quedado tambaleándose por la amputación de uno de sus principales dirigentes habría sido el PP.

Nunca la cínica máxima andreottiana de que la oposición desgasta infinitamente más que el poder habría podido visualizarse de forma tan lamentable y a costa, en definitiva, de la credibilidad del liderazgo de Rajoy: a la hora de la verdad hubiera resultado que Zapatero era capaz de hacer remar juntos a Ibarra y a Maragall y el aspirante a sucederle no lograba mantener en el mismo barco a dos ex compañeros de gabinete, infinitamente menos alejados en su visión del Estado, como Acebes y Piqué.

Lo de menos era quién hubiera tenido la culpa -el uno en la indelicadeza de los modos, el otro en la falta de matices al expresar algún concepto- porque al final el parte médico habría sido el mismo: automutilación por atolondramiento. Y el castigo, para los empeñados en aferrarnos al único marco legal que ha garantizado la igualdad y libertad de los españoles, una insoportable albarda sobre albarda: si desde el domingo estábamos más cerca de que un proyecto muy nocivo se convirtiera en ley, el martes pudimos habernos quedado sin el único instrumento adecuado para oponerse a ello o al menos conseguir que la irresponsabilidad política no quede impune.

Acostumbrado a un hábitat de sangre caliente como la redacción de un periódico, entiendo que en el PP y sus alrededores haya quienes sientan el morboso vértigo de la llamada de la tierra, pero si de lo que hablamos es de política, la experiencia nos indica que cuando un partido estalla en banderías muchos ciudadanos le dan la espalda sin atender ya a las razones de ninguna de sus voces.

Si Zapatero se empecina en el camino que ha emprendido, el interés general y un elemental sentido de los castigos y las penas requerirán que pierda las próximas elecciones, pero para ello es imprescindible que el PP sobreviva antes a los impulsos suicidas que, acunados por autogratificantes cantos de sirena, se engendran en su seno.Cuidado con La pureté dangereuse, contra la que nos prevenía Bernard-Henri Lévy en uno de sus libros. A veces, cuanto más insistentemente se invocan los principios, más estrepitosamente se precipitan los finales y no hay proyecto de oposición que resista la pérdida de un horizonte verosímil de recuperar el poder.

Rajoy reaccionó bien al parar la dimisión de Piqué, aunque luego le faltó ese punto de malicia que sirve para convertir un problema en oportunidad: una foto de ambos con Zaplana y Acebes presentando una declaración conjunta sobre el Estatuto habría zanjado mejor la crisis sin vencedores ni vencidos, reflejando además la verdad de la posición de fondo de todos ellos, tirrias personales al margen. Una misma canción puede interpretarse de muchas maneras, siempre y cuando los derechos de autor se devenguen en la caja del partido. Sus votantes no pueden exigirles que sean amigos, pero sí que se comporten con un cierto sentido de la profesionalidad, ese territorio intermedio entre la disposición a tragar con lo que sea que acaba de volver a manifestarse en el PSOE y la tendencia al encastillamiento en la propia interpretación de las cosas tan característica del centroderecha.

Lo que importa en todo caso es lo que ocurra a partir de ahora porque, como digo, el PP es -por mor del empobrecimiento del abanico parlamentario- el único abrelatas que nos resta a españoles de muy diversas ideologías que no queremos que las respuestas a los problemas de todos queden precocinados en un envase herméticamente cerrado durante el encuentro de dos oportunistas para pactar embarulladamente el futuro de una única comunidad autónoma.

Necesitamos que el PP acierte tanto en su estrategia de fondo como en su sentido de los tiempos y hay que reconocer que esa es una disciplina que Zapatero domina como pocos. Su engreimiento de esta semana tiene fundamento. Sólo la ofuscación de quienes le detestan puede impedir reconocer la brillantez de su jugada en el plano de la política de partido, pues aprovechando las negociaciones sobre el Estatuto ha consumado un ejercicio de prestidigitación consistente en sustituir a la mujer barbuda por una escultural modelo como pareja de baile. El novio de la Barbie entraba por una puerta y el interlocutor de la ETA salía por la ventana.

Todavía perdura el impacto visual de tal metamorfosis. Hombre, si al final con quien pacta Zapatero no es con Carod sino con Artur Mas y con ese señor de calva reluciente al que Aznar ya ofreció hace 10 años ser ministro de Asuntos Exteriores, esto tampoco tiene que ser tan diferente de los acuerdos del Majestic Y si a la fuerza de la imagen se le une el hecho objetivo de que lo que anuncian es mucho menos terrible que lo aprobado por el Parlament, el linchamiento mediático de un PP que no matizara su discurso de oposición para adaptarlo al nuevo escenario estaba servido. En ese contexto la dimisión de Piqué habría sido letal para la percepción pública del posicionamiento del partido.

¿Pero qué es en realidad lo que han pactado el Gobierno y esta especie de versión corporativa de Fouché -lo digo por su capacidad de entenderse siempre con cualquier régimen, no por su carácter tenebroso- que es Convergència i Unió? Pues seis días después de la foto de los tres mosqueteros han sido incapaces de presentarlo en sociedad y esa debería ser la primera denuncia y exigencia de un PP sereno y moderado, empeñado en plantear las cosas por su orden.

Si debemos fiarnos del texto entregado al diario que se ha convertido en órgano de la deconstrucción de España, estamos básicamente ante un ejercicio de poda y camuflaje, desigualmente conseguido, de la retahíla de inconstitucionalidades que trufaba la interminable y disparatada suma de ocurrencias varias aprobada en Cataluña.

En lo único que los nuevos coponentes han hecho hasta ahora algún énfasis es en la definición de Cataluña y en el sistema de financiación.Lo primero es un enrevesado galimatías en el que las partes contratantes se permiten la osadía de reinterpretar el artículo 2 de la Constitución -probablemente vulnerándolo-, pero en el que la definición encubierta de Cataluña como nación se convierte más en una referencia simbólica para el futuro que en una afirmación con efectos jurídicos en el presente. En cuanto a lo segundo, la transferencia de la mayoría de los tributos a las comunidades es en sí mismo un mecanismo insolidario y por lo tanto repudiable, pero puede quedar en gran medida paliado por la reforma del Fondo de Suficiencia y, como alegaba en su perceptivo y ponderado artículo del viernes la catedrática Montserrat Nebreda, no es imaginable que el PSOE vaya a disparar contra algunos de sus principales graneros electorales.Al final será el déficit público el que lo pague, pero los efectos de esa involución tardarán en notarse años.

Tan falso es decir, pues, que nada ha cambiado en el Estatuto como que las correcciones en estos capítulos lo han hecho ya aceptable. Para fijar un criterio definitivo que siempre irá de lo malo a lo pésimo, es decir, de lo enmendable a lo irremediable, es preciso diseccionar con todo detalle aspectos como el encuadre constitucional de los derechos específicos que se pretenden autoatribuir los catalanes, la enrevesada fórmula de blindaje de competencias, antitética de las recomendaciones del Consejo de Estado o los artículos que pretenden dar carta de naturaleza legal a una política lingüística basada en la marginación y/o represión del castellano.

Está llegando ya el momento de hacer un gran esfuerzo divulgativo para dar a conocer a los 45 millones de españoles las previsibles consecuencias de toda índole que la aprobación del texto desencadenaría en el corto y sobre todo en el medio y largo plazo. Cuanto menos catastrofismo emplee el PP en esta fase, mejor. España no se va a romper de la noche a la mañana, pero sí que son perfectamente deducibles tendencias declinantes en materia de cohesión territorial, planificación de infraestructuras, eficiencia en determinados servicios básicos, seguridad jurídica o derechos individuales.

A veces un ejemplo tiene más fuerza que todas las disquisiciones teóricas: de ahí que haya sido tan oportuna la iniciativa de Zaplana de plantarse el jueves en Barcelona para conocer al padre que en marzo hará huelga de hambre si no escolarizan a su hija en castellano, pues todo el mundo entenderá que si se aprueba este Estatuto se estará convalidando la intolerable discriminación de la que es víctima. Y encima resulta que este Carmelo González al que el presidente encasilló desdeñosamente durante su entrevista televisiva del jueves en la categoría de «caso aislado» que aflora sospechosamente ahora, siempre ha sido votante de partidos de izquierda y ha nacido el mismo día, del mismo mes y del mismo año que el propio Zapatero. Sí: el 4 de agosto de 1960.

En paralelo a esa labor pedagógica en la que el PP debería poner término a actitudes de prima donna ofendida que acaban volviéndose en su contra -y me refiero, por ejemplo al pueril boicot a 59 segundos, un programa plural en el que el guión es cosa de los productores, pero en la práctica cada uno habla de lo que quiere-, Rajoy y su equipo están obligados a dejar constancia hasta la extenuación de su voluntad negociadora. Es decir, deben convencer a esos ciudadanos indecisos que terminarán inclinando la balanza en un sentido o en otro de que si no hay ni diálogo ni acuerdo no será por su culpa, sino porque Zapatero ha hecho de la exclusión de media España la esencia de su proyecto.

El dictamen del Consejo de Estado sobre la reforma constitucional se ha convertido en el mejor punto de apoyo imaginable para esa pauta de conducta y justo es decir que Rajoy y Acebes -reivindicados en lo esencial de sus planteamientos de estos dos años por su coincidencia con los del máximo órgano consultivo de la Nación- han sabido cazar al vuelo su trascendencia. Nadie podrá discutir ya que la reforma constitucional y la del Estatuto de Cataluña son vasos comunicantes que deben abordarse de forma coordinada.Invocar una cuestión de plazos o procedimientos como coartada para eludir esa conexidad no es sino una excusa de mal pagador que se vuelve delatoramente mezquina cuando están en juego los intereses esenciales del Estado.

Zapatero podrá seguir pavoneándose de sus habilidades tácticas, de su sangre fría o de sus conquistas como atractivo galanteador de políticos, empresarios y periodistas, pero quedará marcado para siempre por el estigma de la irresponsabilidad si se empeña en soslayar las recomendaciones con las que el Consejo de Estado va a contestar a sus propias preguntas. Estaríamos, de hecho, ante uno de los contadísimos supuestos en los que cualquier demócrata entendería que quien encarna la máxima institución del Estado ejerciera su poder moderador, subrayando ante el presidente las implicaciones de toda índole que tendría desatender un dictamen requerido por él mismo en una materia tan trascendental. Si sus doctos asesores le instan a cerrar el modelo constitucional protegiendo las competencias exclusivas del Estado y reforzando las exigencias de solidaridad entre las comunidades, él no puede hacer como aperitivo lo contrario y luego pretender que le sirvan el plato principal.

Zapatero debe tener claro que consumar la exclusión del PP del acuerdo sobre el Estatuto catalán, empeñarse en su chapucero propósito de construir un tejado que sólo un 5% de catalanes demandaba hace seis meses sin tan siquiera diseñar antes -o al menos simultáneamente- los cimientos del renovado edificio, significa abortar toda expectativa de reforma constitucional y por lo tanto admitir el fracaso del principal objetivo de su discurso de investidura.También, bloquear la propia reforma del orden sucesorio, a menos que se quiera someter aisladamente a referéndum lo que enseguida se transformaría en un plebiscito sobre la Monarquía.

Sería tan grave todo ello que pronto empezaríamos muchos a preguntarnos si no estaríamos asistiendo al levantamiento del velo de una especie de agenda oculta presidencial para ir alterando de facto a través de las reformas estatutarias y la escalada de la tensión -negociación con ETA incluida- los mimbres esenciales del Estado del 78. Ya no tendríamos delante los estropicios de un frívolo aprendiz de brujo sino algo muchísimo más peligroso.

Comprendo la zozobra que yo mismo puedo suscitar con este diagnóstico, pero mi recomendación al PP es que antes de insistir en una vía tan incierta y arriesgada como la de la recolección de firmas para un referéndum del que nada bueno podría salir -de la confrontación entre partidos pasaríamos a la confrontación plebiscitaria entre los catalanes y los demás españoles-, toda su estrategia se base en cargarse de razón ante los ciudadanos, rehuir el toma y daca de las descalificaciones y la bronca en la que siempre llevará las de perder, reclamar en todo caso unas elecciones anticipadas y aguardar con serenidad la hora de las urnas, mientras Zapatero sigue enredándose en su propia telaraña. Antes o después su taco temerario rasgará el tapete verde y los españoles buscarán alrededor alguien que les remiende el siete.