Cómo construyó Francia el odio

Por Stephen (Suleiman) Schwartz, experto en Oriente Medio y director del Centro para el Pluralismo Islámico de Washington, D.C. (GEES, 16/11/05):

Los disturbios de París por parte de jóvenes africanos árabes y negros, muchos de ellos franceses nativos, han sorprendido al mundo, mientras los alborotos se extendían y las autoridades han dado la impresión de estar desamparadas. ¿Podría ocurrir un malestar similar en otros países europeos con poblaciones musulmanas grandes?

Quizá. Pero la mayor parte de la violencia se ha centrado en la región de Seine-Saint-Denis, un área que conozco bien desde mi primera estancia allí en los primeros años 80. Y me parece que gran parte del problema es particular de Francia.

En primer lugar, los desórdenes civiles son una tradición nacional popular — el país se toma en serio aún su historia revolucionaria. Las huelgas de trabajo radicales no son infrecuentes, y la retórica de protesta socialista, con banderas rojas e himnos de barricada, forma parte aún del paisaje cultural francés de un modo que ya no se cumple en otros países europeos. De modo que gente joven contrariada expresando su cólera atacando a la policía francesa no es sorprendente.

Además, Francia tiene problemas especiales con su población inmigrante. Al contrario que Gran Bretaña (donde los radicales dominan el islam) o España, los Países Bajos o Dinamarca (donde operan pequeños grupos islamistas de financiación saudí), Francia hace frente a un lío que tiene que ver más con la nacionalidad árabe y africana y con la raza que con la fe.

En lo que respecta a los inmigrantes, Francia no es un ascensor social de subida. No recompensa la educación o el espíritu emprendedor impulsando la integración justa de árabes o de africanos negros.

Sí, en el pasado, una delgada capa de la élite de las colonias fue arrastrada a asentarse en Francia, incluso si seguían siendo musulmanes o eran gente de color. Los franceses incluso se jactaron de su presunto egalitarismo al tratar con intelectuales negros de visita, como el americano James Baldwin o Frantz Fanon (nativo de La Martinica), que fueron aceptados y elogiados en círculos literarios parisinos.

Pero asimilación en Francia significa algo muy distinto de asimilación en América. Los que prometen su permanente lealtad a Francia deben pagar un precio mucho más elevado: rendir la propia identidad, y la completa aceptación de 'lo francés' — que significa el uso exclusivo de la lengua francesa, secularismo radical y típicamente, el abandono de la mayoría de los vínculos con el anterior hogar del inmigrante.

Francia también tiene una población judía de cerca de un millón de personas — la tercera más grande del mundo después de América e Israel — de la que el 70% vivía anteriormente en el norte de África. Ni los inmigrantes musulmanes ni los inmigrantes judíos se sienten particularmente cómodos hoy con el efecto de las normas sociales francesas sobre sus culturas. Ambos se sienten ultrajados por la nueva prohibición francesa de cubrirse la cabeza en las escuelas públicas — el hijab de las niñas musulmanas, la kippah judía de los niños.

Francia incorpora la libertad de la religión, no la libertad religiosa.

A continuación, Francia también abandonó silenciosamente, de facto, hasta esta visión de asimilación antes de acabar la década de los setenta.

Tras 1962, cuando Francia perdió la guerra de independencia argelina, miles de árabes que temían ser marcados como colaboradores del imperialismo galo cruzaron el Mediterráneo. Les siguieron los inmigrantes económicos, después los refugiados de la segunda guerra argelina (que enfrentó al gobierno socialista contra islamistas ultrarradicales, con 150.000 musulmanes muertos). Francia tiene hoy hasta 6 millones de musulmanes, o un décimo de la población — la mayor minoría islámica de Europa fuera de Rusia.

Pero el montante de estos inmigrantes ha sido hacinado en guetos separados (en los suburbios de París y en otras partes), donde permanecen constantemente en la clase inferior.

Otros dos factores de esta desafortunada situación raramente se difunden en el exterior.

En primer lugar, las fuerzas francesas del orden son conocidas por el abuso de la gente corriente, y la policía de París en particular tiene una reputación temible.

En segundo lugar, los suburbios en donde han explotado los disturbios, en Seine-Saint-Denis, pertenecen al llamado “cinturón rojo”, gobernado desde hace tiempo por el Partido Comunista Francés. En los años ochenta, cuando los comunistas comenzaron a perder los votos de la clase trabajadora blanca frente al Frente Nacional anti-inmigrante de Jean-Marie Le Pen, los estalinistas reaccionaron intentando aventajar al Frente en el ataque a árabes y africanos.

Recuerdo vivamente un acto entonces sorprendente a finales de los años 80, cuando Paul Mercieca, el alcalde comunista de Vitry-sur-Saine (otro punto de inflamación de la violencia actual) demolió un edificio habitado por 300 inmigrantes procedentes del oeste de África.

Por lo tanto, Francia no tiene las manos limpias en estos asuntos... o en otros. Su historial de capitulación ante los Nazis, seguido de la cooperación a la hora de deshacerse de los judíos durante el Holocausto, fue abominable, y estos capítulos de su historia no han sido adecuadamente cerrados.

A finales de la Segunda Guerra Mundial, cuando Estados Unidos se preparaba para conceder completa independencia a las Filipinas, una colonia por la que habíamos dado tanta sangre y dinero, y Gran Bretaña abandonaba su imperio, los soldados franceses fusilaban en masa a los argelinos en representación de un gobierno con miembros comunistas. Los argelinos habían cometido el error de pensar que la victoria de la democracia sobre el fascismo significaría la libertad para ellos.

La historia francesa moderna, en fin, representa una sucesión de errores, atrocidades, traiciones y mentiras.

La factura por siglos de arrogancia, abandono, fe en una superioridad francesa innata, asimilación obligatoria y gobierno central tiránico ha vencido. No va a ser pequeña.

Los programas multiculturales, las leyes de vivienda justa, los planes de bienestar social, incluso la inversión, pueden llegar tarde, mal y nunca. Desafortunadamente, imaginar hoy una solución justa y equitativa al problema de los inmigrantes africanos árabes y negros de Francia es casi imposible.

El resto del mundo sólo puede rezar porque la violencia termine, que la agitación islamista sea silenciada, y que los franceses apechuguen con sus errores. Pero hay pocas esperanzas de que tales oraciones vayan a ser respondidas pronto.

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