Cómo contener a Putin en Ucrania (y en el resto de Europa)

Contra todo pronóstico, Kyiv ha resistido la primera embestida de Rusia, pero Ucrania sigue en una situación muy comprometida. Lo que el Kremlin (haciendo de la necesidad virtud) está presentando como una retirada parcial y una mayor predisposición para la negociación diplomática apunta a un nuevo engaño con vistas a reagrupar fuerzas y consolidar la ocupación de la zona sureste de Ucrania. Así que no asistimos al final de la guerra, sino a otro capítulo de un conflicto de difícil e improbable resolución.

Un alto el fuego es una posibilidad. Pero, como los precedentes, no será más que una pausa táctica de semanas o meses mientras Moscú no renuncie a su voluntad de ejercer un control estratégico sobre Kyiv o, si eso no es posible, hacer inviable una Ucrania independiente o, incluso, destruirla, tal y como revelan las matanzas indiscriminadas de civiles ucranianos. Porque el control o la negación de su existencia siguen siendo los objetivos aparentemente irrenunciables para el Kremlin desde el inicio de su intervención armada en Ucrania en febrero de 2014. De ahí la dificultad para alcanzar un acuerdo duradero y sostenible, y de lo errado de los análisis europeos que asumen la premisa de que a Moscú, al igual que a Bruselas, le interesa alcanzarlo cuanto antes.

En esa clave cabe interpretar los movimientos rusos en los últimos días. Así, además de castigar y aleccionar a la población ucraniana por su tenaz resistencia a su “liberación” por parte de Moscú, la destrucción de Mariúpol busca consolidar el control ruso sobre la costa ucraniana del mar de Azov, convirtiéndolo de facto en un “lago ruso”, y privar a Ucrania de uno de sus principales puertos. El mayor y más relevante es el de Odesa. Sin él, Ucrania tendría serias dificultades para su supervivencia económica.

De ahí cabe intuir que, sometida Mariúpol, Moscú concentre sus esfuerzos en destruir las fuerzas ucranianas y su infraestructura en el este del país y trate también de tomar Mykolaiv. Esta ciudad es la llave para atacar Odesa por tierra y facilitar así un desembarco anfibio desde el mar Negro. Por eso, además de medios antiaéreos de largo alcance, Kyiv está solicitando desesperadamente misiles antibuque para proteger Odesa.

El Reino Unido ya ha anunciado su intención de proveer a Ucrania de estos medios, y es probable que EE. UU. lo acabe haciendo también. No lo es tanto en el caso de los miembros de la Unión Europea que, aunque siguen facilitando medios anticarro y antiaéreo ligeros que están resultando cruciales, actúan atenazados por el temor a provocar una escalada, incluyendo un potencial enfrentamiento directo con Rusia. Pero eso es un error de análisis y cálculo.

Por un lado, como revela la masacre de Bucha, dejar desamparados a los civiles ucranianos frente a las fuerzas rusas es el mayor riesgo al que se exponen. Por otro, otorgarle sin más a Moscú el dominio de la escalada militar aumenta los riesgos para la paz y la estabilidad en Europa, no los reduce.

Al contrario de lo que se suele oír en nuestro poco afinado debate nacional, el refuerzo de la postura militar de la OTAN en el este del continente no busca escalar, sino generar disuasión. No crea, como arguyen algunos comentaristas, un dilema de seguridad porque, conviene siempre recordar, Rusia sigue disponiendo del mayor arsenal nuclear del mundo y no afronta ninguna amenaza militar occidental. No así en sentido inverso, por cuanto la disuasión solo se produce cuando es creíble (por medios y por voluntad política) y su ausencia incentiva la agresividad rusa, incluyendo las amenazas explícitas contra Polonia o Finlandia, por poner sólo dos ejemplos.

Así las cosas, mientras Rusia se niegue a aceptar el derecho a existir de Ucrania, la guerra será existencial para Kyiv, pero no necesariamente para Moscú, por mucho que el Kremlin perciba y presente la guerra en esa clave. Ucrania no amenaza ni la existencia ni la seguridad de Rusia, ni dentro ni fuera de la OTAN, una cortina de humo para enmascarar el afán imperialista de Moscú. Por ello, cuanto antes se convenza Putin de que tratar de someter o destruir Ucrania entraña más riesgos para Rusia y su régimen que aceptar su existencia, más cerca se estará de lograr, al menos, un armisticio mínimamente duradero y sostenible y de rebajar la tensión militar en las áreas del Báltico y el mar Negro.

Y son las dificultades en el campo de batalla, además de la firmeza diplomática occidental, las que forzarán a Rusia a negociar un acuerdo y reducirán su apetito e incentivo para expandir el teatro de operaciones. De hecho, ante cada muestra de debilidad europea o estadounidense, Rusia ha respondido con acciones cada vez más osadas y agresivas. El bombardeo ruso del pasado 13 de marzo de la base de Yavoriv, a menos de veinte y cinco kilómetros de la frontera polaca y tras la pésima gestión de la fallida cesión a Ucrania de los Mig-29 polacos, es el último ejemplo.

Frente a un Putin decidido a imponer por la fuerza un nuevo orden de seguridad en Europa, dejar caer Ucrania es la peor opción para los europeos. Así que asistir a Ucrania militar, diplomática y humanitariamente no es altruismo, sino pura y fría realpolitik.

Nicolás de Pedro es experto en geopolítica y jefe de Investigación y Senior Fellow del Institute for Statecraft.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *