¿Cómo crece un fanático?

Decía el escritor israelí Amos Oz en su breve y memorable ensayo Contra el fanatismo que el mejor antídoto contra «un pequeño fanático con el cerebro lavado», como él mismo se declaraba en su infancia jerosolimitana de los años cuarenta, era sumergirse a tiempo en un adecuado «baño de relativismo». Es decir, aparte de adoptar el sentido del humor —algo inexistente en la mente de un fanático— para tomar las distancias necesarias ante según qué situaciones de la vida, abandonar progresivamente «las creencias en blanco y negro». Creencias que tendrían que adoptar por fuerza cierto sentido de la ambivalencia. Eso le permitiría a ese mismo chico indómito de los tiempos de la dominación británica de su tierra ser rescatado de una dinámica simplista y chovinista con «ínfulas de superioridad moral» hasta llegar al paso siguiente: admitir que «ni los británicos ni los árabes tienen cuernos ni rabo».

El fanático, seguía diciendo Oz, «se desvive por uno», quiere ejercer un tipo de justicia —la suya— que considera obligatoria y universal. Bin Laden y el resto de su calaña no solo odiarían a Occidente, sino que querrían salvar por la fuerza las podridas almas occidentales, liberándonos de nuestros no menos putrefactos valores: materialismo, pluralismo, democracia, libertad de opinión y religión, liberación femenina e igualdad de sexos y oportunidades. La meta no eran los Estados Unidos y sus intereses, allá donde se encontraran, sino «convertir» sobre todo a musulmanes pragmáticos y decadentemente moderados «en su tipo de musulmanes». Eso mismo —refiriéndose a la necesidad de asentar un orden universal, su propio orden— es lo que también declaró Breivik, el fanático asesino en serie de ocho personas en el centro de Oslo y de otras ochenta más en la isla de Utoya, en julio de 2011, mientras asistían a un campamento de verano del Partido Laborista. « Me autoricé —diría en el juicio seguido contra él— a cazar activistas basándome en los derechos universales».

Del mismo modo, una vez pasado el shock traumático por la matanza llevada a cabo hace apenas tres meses en Toulouse, en la que serían asesinadas fríamente siete personas, entre ellas tres niños judíos a la puerta de su escuela, la prensa gala ha empezado a desgranar con detalle las condiciones y el tipo de vida en los que creció Mohamed Merah, aquel pequeño y vulgar delincuente de 23 años, entusiasmado por los polos Lacoste y los relojes de marca, a la vez que fanatizado por el islam y la violencia. Su historia sería la de un hijo de emigrantes, crecido en medio de un clima de una brutalidad inimaginable, en el seno de una familia donde no se conocía el afecto y donde abundaban las agresiones por parte de casi todos: por parte de un padre bestial, por parte de un hermano que los aterrorizaba a todos imponiendo salvajemente su ley y su yihadismo y por parte de él mismo, que golpeaba a menudo a su madre (le mordía, incluso) y a su hermana, destrozando todo lo que se pusiera a su alcance. Algo, como es de imaginar, que va mucho más allá de las causas habituales y «culpables» monótonamente enunciadas por sociólogos, profesores y periodistas para cada ocasión: falta de integración de los jóvenes musulmanes en la sociedad francesa, discriminación, baja educación y abandono escolar, desempleo y malas condiciones de vivienda. Una espiral demoníaca que todos se echarían a la cara, en cualquiera de los escalafones supuestamente fallidos. Y algo que daría oxígeno a los de siempre, es decir, a los que tienen predilección por la cercanía de períodos electorales en Estados democráticos que se buscan desestabilizar. Debido a la laxitud, exceso de rigidez o de confianza, lo que se prefiera, de las leyes de países democráticos como Francia, a esa obsesión inflexible del laicismo a la hora de separar en todo momento Estado y religión, la paradoja es que la práctica del islam quedaría no pocas veces en manos de contribuciones extremistas, con lo que muchos musulmanes estarían hoy día expuestos a menudo a predicadores e imanes radicales que incitan al odio y la yihad en el corazón mismo de nuestras perfeccionadas democracias.

Hay que recordar —por más que muchos, a estas alturas, con el impacto incesante de acontecimientos desasosegantes, las hayan borrado de su mente— las imágenes de la matanza de Toulouse, de una extrema fiereza y salvajismo. La caza implacable al niño o adulto judío llevada a cabo sin inmutarse por aquel joven delincuente habitual que, como la Policía ya había advertido por su historial, hacía frecuentes viajes a Pakistán y Afganistán: en ellas se veía cómo la pequeña Myriam, de apenas ocho años, era arrastrada por los pelos y rematada a bocajarro en la cabeza, sin pestañear. Unas imágenes que muy pronto –no solo para familiares de víctimas del Holocausto– trajeron a la memoria niños estampados contra los muros, nada más llegar a Auschwitz, o bebés lanzados al aire — como se narraba en el impresionante El libro negro de Vasili Grossman— y a los que las SS disparaban por pura diversión, para probar puntería.

¿Cómo reaccionan los ciudadanos europeos ante este goteo de brutalidades, por parte de elementos declaradamente racistas y neonazis, como sucede con el intimidante y legalizado partido griego Amanecer Dorado, que abofetea a diputadas en directo, ante las cámaras, que utiliza el saludo nazi y la esvástica y que niega el Holocausto, o bien por brigadas y batallones del islam radical, cercanos a Al Qaida, que imponen el caos y el terror a través de atentados en nuestras ciudades? En la forma de artículos de reflexión, de reportajes o bien de cartas abiertas ante la opinión pública, firmadas por intelectuales y profesionales de todo tipo, muchos intentan llamar la atención sobre este auge actual de un arrogante neonihilismo negacionista y asesino, propio de los enamorados del terror, como sucedía en Los endemoniados de Dostoievski. Embriagados todos ellos con un «llamamiento obsceno y brutal a suspender todas las prohibiciones y disfrutar de una orgía permanente destructiva», como ha dicho el filósofo esloveno Slavoj Zizek, su presencia cada vez mayor no solo estaría relacionada con la ferocidad de una crisis económica que impide a los ciudadanos pensar en nada más que en la angustiosa supervivencia del día a día. El origen habría que buscarlo más bien en una creciente «dejación» de los valores tradicionales por parte de sociedades en estado de shock permanente, donde la fuerza de los ideales, de los principios morales y culturales de antaño, quedaría sepultada por la insensibilidad megalómana de un tiempo actual únicamente colonizado por cifras, números y una asfixia de datos mesurables y contabilizables. Un tiempo en el que las sumas y las restas, las histerias en parqués y mercados, sustituirían a conceptos como la convivencia, el respeto, la solidaridad, la ética, el apoyo mutuo y la búsqueda de soluciones colectivas y desinteresadas. Una época en la que, al mismo tiempo, otros muchos sacan provecho de amplias ciénagas donde anidan el desaliento, el pánico, la búsqueda de chivos expiatorios y una amplia variedad de soluciones egoístas e incontroladas.

Mercedes Monmany, escritora.

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