Cómo degenera la democracia: la importancia del poder judicial

Se dice de un torero muy famoso –Juan Belmonte, creo– que, cuando le preguntaron cómo era posible que uno de los banderilleros de su cuadrilla hubiera llegado a ser gobernador civil de una ciudad importante, contestó: pues degenerando, degenerando… Me ha venido a la memoria esa frase cuando comencé a escribir sobre lo que a mí me parece la degeneración de España y de los españoles. Y, particularmente, de quienes desde la política dirigen el país.

Siempre se ha dicho que la democracia es el menos malo de los sistemas políticos porque cada persona tiene un voto igual al de los demás. Sin embargo, en España, en esa ley electoral que elaboraron aquellos sabios, a los que tanto se alaba, y que nadie ha osado modificar, resulta que no se ha establecido una sola circunscripción, sino muchas, y que, además, rige para el Congreso una tal ley d’Hont, según todo lo cual no es lo mismo el voto de quien vota en el País Vasco, o en Cataluña, del que lo hace por ejemplo en Soria o en Ávila. Y tampoco, cuando se vota, se sabe si el voto de quien lo emite va realmente dirigido a favorecer al que quiere el votante o a otro partido. Quedan perdidos los votos sobrantes, o algo parecido a eso.

De las leyes que han de ser fáciles de entender por cualquier persona normal, el Código Penal era, y siempre ha sido, la que más lo precisaba, y la más estable. Pero hace ya unos años, demasiados, concretamente desde el CP de 1995 –el llamado «el Código de la democracia» (dime de lo que presumes y te diré de lo que careces)– con cualquier pretexto se reforma –ya lleva ese Código 32 reformas por LO–, y, además, lo que se introduce es cada vez más confuso y está peor redactado; con la ventaja, eso sí, para los que lo redactan, que no se sabe quiénes son. La Comisión General de Codificación para esto ha muerto.

Sí; las instituciones empiezan a flaquear. Incluso no parece que tenga mucho sentido cumplir las leyes. Uno ve que ciertos individuos ocupan la vivienda del propietario, con o sin violencia o intimidación, o que una vez en ella se niegan a abandonarla, y sin embargo el propietario no consigue echarlos, no obstante presentar su título de propiedad ante el juez o ante la policía. Y esto sorprende mucho porque, además de lesionar el derecho constitucional a la propiedad privada (art. 33 CE), tales acciones están tipificadas como delito en el CP, ya como allanamiento de morada (202 CP), si es un domicilio, o como usurpación (245 CP), si es una vivienda no habitada; y, por ello, debiera denunciarlo el fiscal e iniciar el juez un procedimiento penal, y aplicar de inmediato a los ocupantes la medida cautelar de expulsión del inmueble, mientras se desarrolla y juzgan urgentemente los hechos. Máxime cuando el domicilio es inviolable (art. 18. 2 CE), y cuando el derecho a disfrutar de la vivienda (art. 47 CE) es, como la propia palabra indica, el de mantenerse en la que se tiene legalmente, o ser favorecido por los planes promovidos por los poderes públicos, no el de apoderarse de la vivienda ajena contra la voluntad de su titular.

Y he hablado de la ley; pero qué decir del poder encargado de aplicarla. De lo que llamamos Justicia (poder judicial); uno de los tres poderes, establecido justamente para controlar a los otros dos, junto con el Tribunal Constitucional. Los y las jueces necesitan, dada su exposición y responsabilidad, ser protegidos especialmente por los poderes públicos, de cualquier signo político, para no sentirse imbuidos de esa subliminal sensación de miedo o de buenismo que, sin explicación, los puede llevar, y a veces los lleva a pensar en lo cómodo que resulta mirar con cariño al delincuente y tratarle con delicadeza. Y, además de protección, los y las jueces precisan, no solo formación, sino disponer de instrumentos de trabajo adecuados. Antes de la pandemia acudí a un juzgado de lo penal en Madrid y presencié la ausencia de medios, personales y materiales, de organización, y hasta de presentación y vestimenta de los funcionarios. Aquello parecía un mercadillo de los de antes y de los malos.

Y es que el maltrato a la Justicia, y a quienes, se han venido dedicando a ella, es tan antiguo y tan profundo –casi nació con los primeros años de la democracia, allá por el año 1985–, que aquel abandono y desprecio consciente del ejecutivo y del legislativo ha traído cada vez más desinterés, más acomodo a una mala profesionalidad por quienes se encargan de aplicar la ley y de ejecutar sus resoluciones. Véase el constante retraso, sobre todo en algunos procesos puntuales, o el gran número de sentencias sin ejecutar que existen en Cataluña, y en otros lugares, por poner un ejemplo. Y es una pena, porque estas carreras son vocacionales y llenas de personas capaces.

Sin embargo, el abandono llega hasta el final. Obsérvese la situación vergonzosa en que se ha dejado a los que, en activo, asumieron en la Justicia altas responsabilidades y ahora brujulean por los juzgados peinando pelo blanco para completar su sustento, o se defienden solos frente a su digno y arriesgado pasado. Ningún país civilizado trata así a los jueces o fiscales, y menos a los que ostentaron altas responsabilidades en la Justicia.

Y ahora, después de dos años de disputas políticas, quienes tienen facultades para modificar la ley, pero no quieren cambiarla, se presionan recíprocamente, sin resultado, para que el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) se renueve, naturalmente con el sistema que se creó en 1985; es decir, cambiando sus cromos los partidos políticos y proponiendo a los vocales, 20, del CGPJ, no solo a los ocho juristas; y evitando así que los restantes vocales, 12 jueces, sean propuestos por los jueces, como recomendó justamente el Tribunal Constitucional en su sentencia (STC) 108/1986; de cuya sentencia, por cierto, parece que nadie quiere acordarse.

Pero ahí está lo que dijo, aunque desestimara –antes de resultados– la inconstitucionalidad del precepto impugnado: a) Que el nuevo Consejo, con las funciones que tiene atribuidas, podría influir en la independencia de los jueces, favoreciendo a algunos a través de los nombramientos y ascensos; y causándoles, además, eventuales molestias y perjuicios con la inspección y la imposición de sanciones. b) Que ese Consejo no aseguraría el pluralismo existente dentro del poder judicial, ya que esta finalidad se alcanza más fácilmente atribuyendo a los propios jueces y magistrados la facultad de elegir a 12 de los miembros del CGPJ, lo cual es cosa que ofrece poca duda. c) Que esa reforma legal crea un riesgo cierto de politizar el órgano porque permite que las Cámaras, a la hora de efectuar sus propuestas, olviden el objetivo perseguido y atiendan sólo a la división de fuerzas existente en su propio seno. Y que, por lo dicho, d) la existencia y aun la probabilidad de ese riesgo aconseja sustituir el precepto recurrido.

Los riesgos que anunciaba el TC se han convertido, desde entonces, y hoy también, en hechos reales y efectivos; los partidos atienden a sus propios intereses y llegan a acuerdos según sus preferencias políticas. Por eso tardan en conseguir las renovaciones. En definitiva, han politizado el órgano. Pero ninguno con poder para hacerlo ha seguido las recomendaciones del TC, y por tanto nadie ha sustituido el precepto.

Ya solo queda, como es natural, que cada partido político busque renovar el Consejo cuando políticamente le resulte favorable. Otra finalidad, en estas circunstancias, no tendría sentido. Y, ahora, ¿cómo explicamos que los vocales designados son independientes del partido político que los propuso? ¿Cómo decimos que no influirán en los jueces y en la Justicia a través de los senderos que ya, en 1986, señaló el TC?

Sí; todo esto es muy grave; porque todo, al fin, es corrupción. Y si en una democracia, las instituciones, o los poderes del Estado no se respetan y se establecen para que cumplan con su función, el orden que el Derecho debe mantener se descompone, es sustituido por la fuerza –obsérvese el cariz de violencia que ya se apunta en Cataluña; o la extensión violenta de los okupas–, y termina llegándose a situaciones caóticas, llenas de inseguridades, como las que vemos en otros países, en los que ya la ausencia de Estado de Derecho se ha consagrado –Cuba, Venezuela, China, Rusia, etc–, y tememos que se implanten en España. Porque el que siembra vientos cosecha tempestades; y el que no corta el mal de raíz, desde su nacimiento, se encuentra pronto con un monstruo difícil de doblegar.

Y no deja de sorprenderme que no se advierta y se resalte constantemente en los medios de comunicación, y por los que intervienen en ellos, que la economía, el turismo, las inversiones, las empresas, la sanidad, la educación y otras muchas necesidades sociales elementales dependen de que exista seguridad jurídica; de que tengamos un Estado de Derecho y una Justicia con mayúsculas. Único deseo que me impulsa a redactar este escrito.

Juan Cesáreo Ortiz-Úrculo ha sido fiscal. Ahora ejerce como abogado.

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