Cómo dejamos que nos arrebataran el cielo

Hace mucho tiempo, el cielo era todo aquello sobre la tierra y estaba en el centro de la experiencia humana. El cielo era el lugar de los dioses. Las tormentas eran manifestaciones de sus poderes y las aves, sus mensajeros aéreos. Intentar volar demasiado alto, al igual que Ícaro, era un signo de arrogancia. Con su vastedad, el cielo se mantenía en cierto sentido “cerrado”, prohibido para nosotros, desconocido y quizás incognoscible.

El lenguaje que se empleaba antes de la era espacial para describir la relación entre la humanidad y el cielo era como de una época pre-Copérnico. La palabra inglesa para cielo, sky, se origina del escandinavo antiguo ský, que significa nube. Dentro del espacio del aire o la atmósfera, la nube puebla, por así decirlo, o proporciona alivio: cuando se les mira desde la Tierra, quizá parezca que las nubes se extienden horizontal o verticalmente, pero, cuando se les ve desde el espacio exterior, forman un sistema cambiante e inconmensurablemente complejo que orbita y reviste el planeta.

La llegada de los viajes aéreos populares no alteró mucho esta percepción; los aviones solo podían llegar a una determinada altura y permanecer en el aire un determinado tiempo. Además, se movían en trayectos fijos que para 1919 habían sido denominados “rutas aéreas”. Eran y —hasta cierto punto— siguen siendo extensiones de la Tierra, de las que se habla en la misma forma que de las rutas marítimas. Incluso gran parte de la literatura describe el espacio como una “frontera” que hay que cruzar, domar y, en última instancia, conquistar de la forma en que alguna vez lo habían sido las tierras y los mares.

“Blue Skies Matter” (2016), lienzo de Samuel Levi Jones Credit Cortesía del artista y la Galerie Lelong & Co., Nueva York
“Blue Skies Matter” (2016), lienzo de Samuel Levi Jones Credit Cortesía del artista y la Galerie Lelong & Co., Nueva York

Pero, por razones no muy claras, la mentalidad acerca de este concepto de cielo cambió a mediados del siglo. Con frecuencia se dice que el cambio se debe a la proliferación de los satélites no tripulados. Llenar el cielo con todos esos artefactos orbitantes no solo ha girado a la Tierra sobre su eje varias veces y la ha rodeado de múltiples esferas más pequeñas, sino que además de que la ha dividido en “cuadrantes”. Ahora ya sabemos, en términos visuales precisos, que el pequeño punto azul en el que vivimos existe en un vasto universo y seguimos perfeccionando (al menos, algunos de nosotros) una conciencia de la Tierra y de la civilización humana como existentes en una esfera interconectada, interdependiente y frágil.

Hace 63 años (el 21 de julio de 1955) el entonces presidente estadounidense Dwight Eisenhower anunció una iniciativa que llamó “Cielos abiertos”. Convocaba un acuerdo recíproco entre Estados Unidos y la Unión Soviética para vigilar y mapear los arsenales militares de cada uno, el cual incluía compartir la información acerca de la ubicación de las instalaciones, que para entonces era posible observar y fotografiar desde arriba.

La idea detrás de ello era sencilla y es lo que hoy en día se llama “una medida de construcción de confianza”. Era un anuncio con intenciones políticas y filosóficas que parecía sincero, aunque probablemente era cínico: al utilizar la transparencia de los cielos se pretendía arrojar luz y construir confianza mutua para quizá volver de lo misterioso algo conocible.

“Cielos abiertos” ha quedado en la posteridad como un intento psicológico (y tal vez propagandístico) de alterar el comportamiento colectivo, pero también marcó un cambio psicológico —o quizás espiritual— que tiene menos que ver con la calidad del cielo en sí y más con la relación entre el cielo y el territorio que hay abajo.

El hecho de que el tratado de cielos abiertos entre los antiguos rivales de la Guerra Fría no se firmó sino hasta 1992 sugiere que a algunas personas les gusta mantener ocultos sus secretos. Cuando Eisenhower introdujo la idea, se dijo que el líder soviético Nikita Khrushchev se rehusó al insistir en que los estadounidenses querían mirar en su habitación. Cuando las fuerzas soviéticas derribaron un avión espía U-2 estadounidense unos años más tarde y evidenciaron a Eisenhower, Khrushchev saboreó ese momento de “Se lo dije”.

Para ese entonces, la fotografía aérea había multiplicado las posibilidades de su alcance; su arsenal incluía las imágenes satelitales. La fotografía alguna vez novedosa de la “canica azul” tomada por la tripulación de la nave espacial Apollo 17 en 1972 ahora era algo normal en la imaginación cultural compartida. En 2004, Google compraría el software EarthViewer y con ello se transformaría una herramienta moderna de guerras en una comodidad para el usuario de computadoras común y corriente.

Sin embargo, en sentidos territoriales este cambio escondía más. Sí se alteró —como sucede habitualmente entre generaciones— la percepción lineal; de un sentido absoluto del tiempo y el espacio a uno relativo. Pero había sucedido algo más. El cielo se abrió y giró hacia otro eje; ya no era de la Tierra sino un puente espacial y espiritual entre el planeta y el aire, entre el planeta y el resto del espacio. Como los seres humanos podían ver hacia abajo, a la Tierra, y no exclusivamente hacia el cielo, la relación entre ambos, el planeta y el cielo, se volvió menos horizontal y más vertical.

No obstante, esta orientación no restringió la imaginación humana al imponer una jerarquía de la Tierra al cielo. En vez de eso, hizo que la relación tuviera una mirada bidireccional: pronto las personas se habituaron a mirar hacia la Tierra desde el cielo. Y las imágenes tomadas desde el cielo se sumaron y acompañaron a las imágenes de ese cielo vistas desde la Tierra, que ayudaron a aquellos artistas, cartógrafos y astrofísicos en busca de perspectiva.

Los cielos abiertos de Eisenhower se volvieron momentáneamente posibles. La vista desde un avión en los cielos comparativamente impolutos de California a principios de la década de 1960 permitió que Thom Gunn escribiera sobre la “riqueza” embriagadora de poder mapear de forma aérea un espacio —una visión de “lugares en los que no he estado”— que, en días sin nubes, es el ideal de la claridad científica: “una luz fría y dura sin ruptura/que revela simplemente lo que es, ni más/ni menos”.

Sin embargo, también cambió la relación de los seres humanos con la Tierra y con el cielo en cuanto pudieron ver hacia abajo por sobre el planeta, y no exclusivamente hacia arriba. Se volvió menos vertical y más artificial. Por lo tanto, el cielo lleno de todos esos artefactos orbitantes no solo ha girado a la Tierra sobre su eje varias veces y la ha rodeado con varias esferas pequeñas, sino que la ha dividido en un entramado conocido de mares, llanuras, guetos, “vistas desde la calle” y posibilidades de visión filtrada que Google Earth nos presenta.

Al poblar, contaminar y controlar cada vez más el cielo con objetos terrestres, alejamos esa nada no gravitacional del universo —el espacio de los dioses— de nosotros. No solo hemos fomentado un concepto esquizofrénico del cielo sino que también hemos reformulado un sentido más profundo de falta de objetivos.

El llenado del cielo que está justo sobre la Tierra con los restos de la era espacial nos hace preguntarnos si esto representa alguna situación irónica de exlusión, como la imaginada a principios del siglo XXI y presagiada por Louis MacNeice en 1937: “El cielo era bueno para volar/Desafiaba las campanas de la iglesia/Y la sirena de cada hierro maligno y lo que dice:/La Tierra se impone…”.

Mientras tanto, muchos más países ahora observan desde el cielo, con detalle microscópico, lo que cada uno de nosotros hace. Así quizá tenemos razón al preguntar si puede ocurrir pronto otra reconfiguración conceptual sobre cómo imaginamos el espacio… y estaríamos en lo correcto al temer que quizás el cielo se cierre completamente antes de que eso suceda.

Kenneth Weisbrode es historiador y autor de varios libros, entre ellos The Year of Indecision, 1946. Heather H. Yeung es crítica, poeta y autora de Spatial Engagement With Poetry.

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