Cómo derrotar al odio

Manifestantes se unen a una protesta contra el gobierno de Pedro Sánchez en Madrid, el 17 de mayo. Credit Manu Fernández/Associated Press
Manifestantes se unen a una protesta contra el gobierno de Pedro Sánchez en Madrid, el 17 de mayo. Credit Manu Fernández/Associated Press

Los conflictos que cubrí como reportero, desde Mindanao a Sri Lanka, tenían un origen parecido: un día el adversario político comenzó a ser visto como una amenaza y el vecino que pensaba diferente como el enemigo. Los bandos creyeron que el resentimiento sería manejable y que podrían desactivarlo antes de que fuera tarde. No fue así. Nunca lo es.

Que el odio es un tren sin frenos lo sabemos bien en España, donde ocho décadas después seguimos sin cerrar las heridas de nuestra Guerra Civil. Y, sin embargo, incomprensiblemente, hemos vuelto a poner en marcha ese tren a ninguna parte.

No, España no está al borde de otro conflicto armado. El país es hoy una democracia europea, la decimotercera economía del mundo y el segundo destino turístico más visitado. Precisamente porque la tolerancia fue clave para llegar hasta aquí resulta frustrante el empeño en desandar el camino. Los españoles somos los ciudadanos europeos que más enemistad sentimos hacia compatriotas de ideología diferente, hemos dejado que el lenguaje guerracivilista lo contamine todo, desde el parlamento a las escuelas, y emergemos de cada crisis más divididos y enfrentados.

Y lo que es peor: hemos contagiado de todo ello a las generaciones que vienen por detrás.

Una cuarta parte de los jóvenes españoles se posicionan en los extremos. En las aulas o en la calle, en sus camisetas y sus discursos, los jóvenes vuelven a definirse con términos utilizados en la Guerra Civil. Rojos y fachas. Fascistas y comunistas. Ignorantes, en definitiva, del significado o las connotaciones históricas de lo que hablan. El momento de parar esa deriva es ahora: ningún país está exento de repetir los peores errores de su historia. Y España, menos que ninguno.

Los meses de confinamiento, la trágica pérdida de decenas de miles de vidas y la crisis económica provocada por la pandemia han agrandado la brecha entre las dos Españas. Goya las pintó hace dos siglos en su Duelo a garrotazos, su enfrentamiento arruinó el país durante décadas y hoy reviven gracias a políticos mediocres que no tienen otra propuesta. Si se tratara de una película, podría llevar por título La gran excusa: mientras media España crea que la culpa de todos los problemas la tiene la otra media, y viceversa, las grandes reformas que necesita el conjunto seguirán aparcadas.

La emergencia de populismos representados parlamentariamente por Vox y Podemos —ambos a los extremos de la derecha e izquierda, respectivamente— ha contribuido a una crispación política cada vez más frívola e irresponsable.

Ninguno de esos partidos forma una familia monolítica, pero ambos tienen sectores que se retroalimentan y comparten estrategia: ofrecen soluciones simples en tiempos de incertidumbre, culpan de todos los problemas a enemigos imaginarios, con el propósito de convertirlos en reales, contaminan cualquier debate con su sesgo ideológico y manipulan las emociones a través de la propaganda, hoy asistida por una maquinaría de desinformación masiva a través de las redes sociales. La pandemia les ha proporcionado el ingrediente que les faltaba: el miedo.

La indignidad con la que se ha comportado la ultraderecha española durante estos meses no tiene comparación entre las democracias liberales. Ante la muerte de ancianos en las residencias, acusó al gobierno de aplicarles la eutanasia; ante las medidas de confinamiento, alentó la teoría de que el país se dirigía hacia un régimen totalitario, y ante la solidaria respuesta de los ciudadanos con sus sanitarios, insistió en dividir a los españoles en patriotas y traidores. El principal mérito de Vox ha sido arrastrar a los conservadores tradicionalmente moderados del Partido Popular a esa estrategia, cuando una oposición racional habría sido más efectiva frente a la falta de transparencia y los errores del presidente del Gobierno de España, Pedro Sánchez.

Pero el sectarismo no es patrimonio exclusivo de la derecha. La izquierda más escorada ha emprendido su propia campaña para deslegitimar las ideas conservadoras y etiqueta como “fascista” a cualquiera que no apoye sus políticas. Su simpleza sirve igual para catalogar como explotador del capitalismo al fundador de las tiendas Zara, Amancio Ortega, llamar nazis a los españoles que salieron a protestar contra la gestión sanitaria del Gobierno o describir como extrema derecha a Ciudadanos, un partido que en esta crisis ha recuperado el centro político. Mientras decenas de personas morían cada día en los hospitales, asistimos al espectáculo de Vox y Podemos acusándose mutuamente de querer llevar al país a otro enfrentamiento civil.

Todo se juzga desde la trinchera política y se estira hasta el absurdo. La defensa de derechos de los refugiados, el medioambiente —incluido el uso de bicicletas— o la lucha contra el machismo se etiquetan como causas de izquierdas. El impulso al emprendimiento, la disciplina en las escuelas o la unidad territorial del país se catalogan como de derechas. Los dictadores extranjeros son buenos o malos según la afinidad de cada bando. Y los partidos políticos reciben lealtades irracionales sin importar su comportamiento, como si fueran equipos de fútbol.

Tan enfrascados estamos en la pelea que olvidamos lo diferente que era el ambiente hace no tanto. A finales de los años noventa me marché de España para trabajar como corresponsal en el extranjero. Dejé un país en tregua, pujante y tolerante políticamente y me fui a cubrir naciones rotas. A menudo, en las conversaciones con los actores de esos conflictos, surgía el ejemplo de España y su transición a la democracia. Solo entonces aprecié su importancia.

Nuestro país pació durante décadas en el aburrimiento del bipartidismo, el crecimiento económico sostenido y la tolerancia política, empujado por la determinación colectiva de preservar una democracia joven. Pero cuando regresé, dos décadas después, el ambiente se había enrarecido y me encontré respondiendo insistentemente a la misma pregunta: “Y tú, ¿de quién eres?”. Incluso los amigos esperaban que te definieras políticamente y tomaras partido. Lo habían hecho la judicatura, la policía, las instituciones y, de manera especialmente tóxica, los medios de comunicación.

Dos eventos acontecidos en mi ausencia fueron decisivos para terminar con la luna de miel. Los atentados terroristas de 2004 en Madrid, que dieron un vuelco electoral a las elecciones celebradas tres días después, y la crisis económica que despertó a España de su milagro económico cuatro años después. Pasamos de tener la sensación de que (casi) todos estábamos ganando con la reconciliación a culpar a la otra media España de nuestras derrotas. Una clase política sin escrúpulos, con el entonces gobernante Partido Popular de José María Aznar a la cabeza, explotó la situación y los ciudadanos caímos en su trampa.

Malogramos el espíritu que hizo a España un modelo de éxito, reanudamos el círculo vicioso de resentimientos históricos y hemos pasado el testigo de la intolerancia a nuestros jóvenes.

Por eso la solución pasa, por encima de todo, en una necesaria reforma educativa que fomente el pensamiento crítico, los valores democráticos, el cuestionamiento de las ideas propias, el aprendizaje para diferenciar información de manipulación y el fomento de la tolerancia. La crispación tiene como principales responsables a nuestros políticos, pero no nos los escogieron en Suecia. Solo si rechazamos electoralmente a quienes promuevan el sectarismo y el enfrentamiento, especialmente cuando aseguren defender nuestras ideas, devolveremos el debate a los parámetros de la educación y el respeto. El diálogo y la moderación, que los radicales equiparan con la traición, deben ser premiados en las urnas.

Algunas señales invitan al optimismo. El parlamento español aprobó la semana pasada y sin un solo voto en contra el Ingreso Mínimo Vital, una medida para aliviar la situación de las familias más vulnerables. Fuera de la ruidosa política nacional, en ayuntamientos y comunidades, dirigentes más apegados a los problemas de los ciudadanos están dando ejemplo. El alcalde conservador de Madrid, José Luis Martínez-Almeida, se ha ganado el respeto de sus adversarios con una gestión que, sin renunciar a la crítica del gobierno central, busca ser constructiva. La izquierda respondió con una oferta a colaborar en uno de los escasos momentos de inspiración política que nos ha dejado la pandemia.

Es pronto para saber si ese talante se mantendrá, al menos en Madrid, pero el principio que lo empuja es el camino. Los españoles no son mejores o peores en función de su ideología. Quienes piensan diferente no son enemigos. La moderación no es una prueba de debilidad, sino de todo lo contrario. El rumbo que tome el país en próximos años dependerá de nuestra capacidad para marginar a quienes buscan enfrentarnos y mermar los principios de la democracia liberal. Es hora de bajarse del tren del odio, antes de que sea demasiado tarde para detenerlo.

David Jiménez es escritor y periodista. Su libro más reciente es El director.

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