Cómo desactivar Irán

Tras la última National Intelligence Estimate [Evaluación Nacional de Información] sobre el programa nuclear de Irán, los Demócratas y otros sectores están criticando al presidente Bush por haber exagerado una vez más la amenaza de las armas nucleares. Estas críticas, aunque merecidas, no abordan la incógnita política más acuciante: ¿qué hacemos ahora? Está claro que Estados Unidos no puede hacer como si Irán no existiera. Es posible que Teherán haya suspendido los aspectos de su programa nuclear estrictamente relacionados con las armas, pero sigue en situación de producir uranio enriquecido sin que se haya puesto en vigor ningún acuerdo de limitación de dicha capacidad. Además, Irán se encuentra en una posición magnífica tanto para favorecer como para perjudicar objetivos de Estados Unidos en Irak y en todo Oriente Próximo.

Al mismo tiempo, la firme insistencia de la Administración Bush en aumentar la presión internacional sobre Irán parece cada vez más desconectada de la realidad. Incluso antes de que se conociera la Evaluación Nacional de Información, las posibilidades de que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas (o incluso una Unión Europea relativamente colaboradora) adoptara alguna propuesta de sanciones, que sí habrían proporcionado a Washington y a sus aliados una cierta influencia estratégica real sobre las decisiones que pudieran adoptar los iraníes, eran prácticamente nulas.

Ciertamente, la insistencia de los norteamericanos en que no se exploten los hidrocarburos de Irán (que constituyen las segundas reservas probadas más grandes de crudo convencional y gas natural de todo el mundo) hasta que Estados Unidos no cuente en Irán con un régimen de su agrado es simplemente una pretensión que, con la subida tremenda de los precios del petróleo, está completamente fuera de la realidad a largo plazo.

La idea de «obtener un compromiso» de Irán por la vía diplomática está resultando menos radiactiva, políticamente hablando, de lo que fue tiempo atrás, en los primeros años de mandato de Bush, cuando cualquier miembro del Gobierno norteamericano que sacara el tema a colación estaba poniendo su carrera en serio peligro. Dado que en su momento, a raíz de los atentados del 11 de septiembre de 2001, se produjo un cierto grado de cooperación a nivel oficial entre norteamericanos e iraníes en relación con Afganistán y Al Qaeda -uno de los firmantes de este artículo, Hillary, tomó parte en dichas negociaciones- y dado que en la actualidad se han mantenido tandas de conversaciones entre representantes de los gobiernos norteamericano e iraní en Bagdad, resulta poco sincera la afirmación de la secretaria de Estado, Condoleezza Rice, en el sentido de que está ansiosa por cambiar «28 años de política» y entablar negociaciones con Irán.

Aun así, incluso los Demócratas que han hablado de «compromiso» tendrían que precisar qué habría que hacer para comprometer a Irán de forma satisfactoria. La mayoría de ellos se parapetan detrás de vaguedades sobre una aproximación gradual, ejemplificadas por el principal asesor de Hillary Clinton en materia de seguridad nacional que, en unas recientes declaraciones, elogió la buena disposición de su candidata a considerar «algunos incentivos cuidadosamente calibrados si Irán tiene en cuenta nuestras preocupaciones».

¿Hay alguna razón por la que algún dirigente iraní, sea el que sea, tenga que interpretar esta palabras huecas como una invitación legítima a sentarse a la mesa de negociación? A lo largo de las dos últimas décadas, Irán ha probado a cooperar en el plano táctico con Estados Unidos en diversas oportunidades, entre las que no hay que olvidar su colaboración para hacer posible la liberación de rehenes en el Líbano a finales de los años 80 y el envío de remesas de armas a los musulmanes bosnios cuando Estados Unidos tenía prohibido hacerlo.

En cada una de esas ocasiones, sin embargo, las expectativas que Teherán albergaba de obtener a la recíproca alguna compensación se han visto defraudadas ante las condenas formuladas contra el régimen iraní por los norteamericanos en función de circunstancias interpretadas como provocaciones en otras áreas como, por ejemplo, cuando el apoyo iraní a los objetivos de Estados Unidos en Afganistán tras los atentados del 11 de septiembre fue recompensado por el presidente Bush con la inclusión de Irán en el eje del mal. En la actualidad, un acercamiento gradual no conseguiría superar la profunda desconfianza existente entre Washington y Teherán y, en cualquier caso, no con la rapidez suficiente como para despejar las preocupaciones de Estados Unidos en el área de la seguridad.

Desde una perspectiva iraní, un compromiso serio empezaría con que los norteamericanos demostraran una buena disposición a reconocer el derecho de Teherán a la seguridad y sus intereses regionales como condición necesaria para liquidar nuestras diferencias en todos los terrenos. Sin embargo, ni los Republicanos ni los Demócratas se han mostrado dispuestos a tomar siquiera en consideración este planteamiento, por culpa de la postura iraní favorable a las armas nucleares y al apoyo a organizaciones terroristas en defensa de lo que Irán considera sus intereses irrenunciables en materia de seguridad. Para que tenga futuro, un compromiso entre Estados Unidos e Irán exige cortar de una vez este nudo gordiano mediante la adopción de una línea de acción diplomática que, por encima de los detalles concretos, aborde los asuntos fundamentales para ambos bandos.

Del lado norteamericano, toda nueva aproximación debe plantearse la cuestión de la seguridad de Irán desde la aclaración previa de que Washington no tiene como objetivo un cambio de régimen en Teherán sino más bien cambios en la manera de actuar del Gobierno iraní (por mucho que Rice haya manifestado recientemente que derrocar al régimen de los mulás no forma parte de la política de Estados Unidos, Bush se ha negado manifiestamente a confirmar estas declaraciones). En consecuencia, Estados Unidos debería ofrecer algunas garantías en las conversaciones.

En primer lugar, como parte de un entendimiento que abarcara todas las cuestiones que preocupan a ambas partes, Washington debería comprometerse a no recurrir a la fuerza para alterar las fronteras de Irán ni su forma de gobierno; esto ya supondría un cambio de enorme envergadura: antes de adherirse en la pasada primavera al paquete de incentivos propuesto por los europeos para facilitar unas negociaciones multilaterales sobre las actividades nucleares de Irán, el Gobierno Bush insistió en que se eliminaran todas las referencias relativas a los intereses de seguridad de los iraníes.

Acto seguido, dando por hecho que se atenderán de manera satisfactoria las preocupaciones de los norteamericanos relativas a las actividades de los iraníes en el campo nuclear, al suministro de equipos militares e instrucción a organizaciones terroristas, así como a su oposición a una solución negociada al conflicto entre árabes e israelíes, Washington debería comprometerse asimismo a terminar con las sanciones en contra de Teherán, a restablecer las relaciones diplomáticas y a retirar la calificación de Irán como Estado protector del terrorismo.

¿Cuáles serían las concesiones que tendría que hacer Irán? En primer lugar, tendría que poner en marcha medidas, negociadas con Estados Unidos, otras grandes potencias y la Agencia Internacional de la Energía Atómica (AIEA), que definitivamente abordaran los riesgos de la proliferación de armas atómicas que plantean sus actividades nucleares. Entre esas medidas, debería incluirse la de revelar toda la información relativa a su programa atómico, en el pasado y en la actualidad, tal y como solicita la AIEA y autorizar un régimen de inspecciones exhaustivas de todas las actividades de procesamiento de combustible nuclear que tengan lugar en territorio iraní.

Teherán debería hacer pública asimismo una declaración de apoyo a un acuerdo justo y duradero del conflicto entre árabes e israelíes que se basara en las resoluciones en vigor del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Dicha declaración debería reafirmar la idea de una solución de dos estados al conflicto entre israelíes y palestinos, tal y como quedó expresada en la resolución correspondiente del Consejo de Seguridad, y el compromiso de la Liga Arabe de normalizar las relaciones con Israel una vez que haya negociado acuerdos de paz con los palestinos y con Siria.

Irán debería comprometerse además a dejar de facilitar apoyo militar e instrucción a organizaciones terroristas, así como a impulsar la transformación de Hamas y Hizbulah en organizaciones de carácter exclusivamente político y de asistencia social. De hecho, Irán ya propuso estas iniciativas como parte de su oferta de conversaciones sin limitaciones, una propuesta que se hizo llegar al Gobierno Bush a través de diplomáticos suizos en 2003. En la actualidad, está claro que la transformación de Hizbulah tendría que vincularse necesariamente a la reforma del régimen democrático -así se llama- del Líbano, para poner fin a la cuota de representación de los chiíes en el parlamento, que se encuentra sistemáticamente por debajo de la que les correspondería.

Aun en el caso de que ambas partes acordaran la adopción de todas estas medidas de forma bilateral, sólo podría alcanzarse un acuerdo duradero si Washington y Teherán se esforzaran por encontrar una formulación de la seguridad regional en un plano más cooperativo. El primer paso, y el más obvio, sería colaborar en un plan de estabilización de Irak que contara con el apoyo y acuerdo del resto de países vecinos. Sin un consenso regional sobre cualquier acuerdo político que supere al extinto régimen de Sadam Husein, Teherán mantendrá su actitud acostumbrada de más de 20 años de apoyo a las facciones y milicias chiíes de Irak.

El objetivo de dicho consenso debería ser la constitución de una organización multilateral análoga a la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa. Cada una de las naciones que formasen parte de ella debería comprometerse a observar las normas internacionales que garantizan el respeto a la soberanía de los demás estados, la inviolabilidad de las fronteras y el cumplimiento de las convenciones internacionales y las resoluciones de las Naciones Unidas sobre la solución de conflictos, las relaciones económicas, los Derechos Humanos, la no proliferación de armas nucleares y el terrorismo.

Desde la muerte del ayatola Ruhollah Jomeini en 1989, la política de Estados Unidos respecto de Irán no ha beneficiado a los intereses norteamericanos. Tampoco la insistencia en hacer caso omiso de los intereses legítimos de los iraníes ni tímidos intentos de aproximación gradual van a mejorar la situación. A largo plazo, la verdadera lección de la última Evaluación Nacional de Información es que necesitamos una revisión general completa de la política de Estados Unidos respecto de Irán.

Flynt Leverett, ex director de Asuntos de Oriente Próximo del National Security Council [Consejo Nacional de Seguridad] de Estados Unidos y miembro de la Junta de Gobierno de la New America Foundation, y Hillary Mann Leverett, ex directora de Asuntos del Golfo Pérsico e Irán en el National Security Council y presidenta de Stratega, una firma consultora especializada en temas de riesgos políticos.