Cómo deshacernos de Trump

El filósofo inglés Karl Popper consideraba que la gran virtud de la democracia no era garantizar que se eligiesen los mejores dirigentes, sino deshacerse de ellos en una fecha determinada, conocida de antemano. Esa sería la ventaja de las Constituciones democráticas frente al despotismo, en el que la alternativa es la muerte natural o el asesinato para pasar al siguiente tirano. Bastaría, por tanto, con esperar un poco menos de cuatro años para deshacerse de Trump. ¿No es mucho tiempo, teniendo en cuenta el carácter imprevisible del personaje? Queda la destitución. En EE.UU. está muy politizada, como demuestra el hecho de que ningún presidente haya sido destituido jamás; Richard Nixon, para librarse de ello, prefirió negociar su dimisión a cambio de una amnistía judicial. Los hechos que se le reprochaban a Clinton eran inmorales, pero sin consecuencias graves, por lo que sus adversarios incluso renunciaron a su destitución.

Trump todavía no ha sido abandonado por el Partido Republicano, y el núcleo duro de su electorado le apoya sean cuales sean sus locuras, o más probablemente, por ellas. ¿Habrá que esperar entonces cuatro años hasta las próximas elecciones presidenciales, o al menos dos años hasta que haya una probable mayoría demócrata en el Parlamento para hacer que se vaya Trump? De aquí a entonces, suponemos que este presidente habrá incumplido tanto la Constitución y habrá mezclado tanto sus intereses personales con los del Estado, que no faltarán motivos para el impeachment. Imaginemos que, dentro de dos años, hasta los trumpistas más entusiastas habrán descubierto que Trump solo habrá aumentado la fortuna de los superricos y habrá empobrecido al conjunto del país por culpa de sus medidas contra el libre comercio y la libre circulación de personas. Es un escenario optimista, porque esperar dos años sería menos duro que esperar cuatro, siempre que de aquí a entonces Trump no haya provocado algún conflicto civil o militar. Queda una hipótesis intermedia, la de la incapacidad de gobernar, recogida en la Constitución. Esta incapacidad puede ser decidida en cualquier momento por el Gabinete que el presidente ha nombrado, y luego debe ser aprobada por el Congreso. Pero parece que la Constitución se refiere más a una incapacidad física incuestionable que al trastorno de personalidad que sufre Donald Trump. Si esta «incapacidad» o el «impeachment» no se ajustasen rigurosamente a derecho, los estadounidenses no lo tolerarían y sería inevitable que se produjesen disturbios, ya que, recordémoslo, los partidarios de Trump están armados. Lo cual, más allá del caso sin precedentes de Trump, cuestiona el funcionamiento de cualquier democracia.

Con demasiada frecuencia surgen preguntas sobre la elección del «candidato» adecuado, pero en estos tiempos de redes sociales, los filtros tradicionales que seleccionaban a los hombres de Estado aceptables ya no funcionan. Los partidos políticos que formaban a los candidatos tampoco se tienen en cuenta y se apela directamente a las pasiones populares. Y estos partidos, hay que reconocerlo, ya no tienen gran cosa que contar sobre las preocupaciones actuales. Por tanto, lo que proponemos aquí es invertir la reflexión habitual sobre la elección del mejor candidato. Partamos de la hipótesis en la que el modelo de Trump sería lo normal: tenemos un Trump filipino, Rodrigo Duterte; un Trump húngaro, Viktor Orban; un Trump polaco, Lech Kaczinski; y podríamos tener un Trump francés con Marine Le Pen y uno holandés con Geert Wilders. Como ahora mismo no sabemos frenar esta ola populista, reflexionemos sobre la resistencia que la sociedad civil podría oponer al trumpismo. Me parece que la resistencia civil, más que los textos constitucionales, es el mejor baluarte contra la tiranía. Así, la libertad de prensa, incluso en Internet, contribuye a denunciar a los tiranos, a revelar, mediante filtraciones, los abusos de poder y la corrupción. Esto no basta, porque el tirano populista puede utilizar a su favor el hostigamiento mediático que afirmará que sufre, que es lo que hace Trump. Por tanto, hacen falta otras formas de resistencia: los negros en EE.UU. en la década de 1960, como en su momento los indios contra la colonización británica, solo pudieron salirse con la suya usando los métodos del Mahatma Gandhi. Las sentadas todavía permiten hoy en día paralizar una ciudad y neutralizar la represión policial. También parece que resulta eficaz usar las técnicas del Tea Party estadounidense, que en este momento está en el poder, y que en la época de Barack Obama acosaba a sus adversarios hasta hacer imposible cualquier reunión pública. En todos los países en manos de los populistas, desde EE.UU. hasta Polonia, estos movimientos de resistencia tienden a organizarse y a coordinarse; en este caso, los populistas permanecen en el poder, pero su poder se vuelve formal y no tiene influencia sobre la sociedad real.

Es verdad que solo puede haber una resistencia civil en los Estados de derecho donde el propio déspota sabe que no puede ir demasiado lejos, porque en Rusia o en China, el gandhismo no tiene sentido, al igual que el propio

Mahatma perdió el sentido común cuando, en 1938, recomendaba a los judíos la resistencia pasiva contra el nazismo. La resistencia pasiva solo funciona si el pueblo y el déspota comparten unos mismos valores, como, por ejemplo, el deseo de Trump de ser reconocido en la sociedad del espectáculo que es EE.UU. Como lo que sucede en estos momentos en EE.UU. es vital para Occidente, en vez de interesarnos por los repetidos disparates de Trump, observemos atentamente las formas de resistencia frente a él: ahí es donde se decide el destino de EE.UU. y el nuestro.

Guy Sorman

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