Cómo destrozar la autoestima

Cuanto más endiablada se ve la crisis económica más los hay que insisten en simplificar, como si se tratase de desviar la opinión pública hacia el maniqueísmo que tanto margen da a la tentación populista. Andamos sobrados de profesionales del abismo, Jaimitos y profesores Franz de Copenhague, como en el TBO. Al arreciar la crisis tanto en la eurozona como en España, se hace insostenible no poder distinguir entre bomberos e incendiarios. Prolongamos más todavía el lapso para cargar la culpa a otros al no poder aceptar tener algo que ver. En momentos de esta naturaleza es higiénico recordar que —como decía Toynbee— una de las enfermedades crónicas de los seres humanos es atribuir su propio fracaso a fuerzas que están completamente más allá de su control. Hemos fingido que el creciente furor de la crisis no nos correspondía en medida alguna. Preferimos que fuera cuestión para otros: los políticos, las instituciones, la especulación, la Unión Europea, los gobiernos, los partidos, la banca. En el fondo quizás se trataba de una crisis moral cuyos gérmenes podían ser incluso anteriores —causa más que efecto— a la recesión.

Al vernos involucrados indefectiblemente en la crisis de la deuda, más allá de su gravedad constitutiva uno de los aspectos más aparatosos ha venido siendo el contraste entre la complejidad del momento y la desenvoltura descarada con que no pocos comentaristas se pusieron a calificarla, del día a la mañana, gozosamente ajenos a un entendimiento del laberinto. Resulta grotesco y descorazonador. Se enarbola la prima de riesgo como un alfanje, por la mañana la culpa es de una conspiración anglosajona o todo proviene de la etapa Zapatero, por la tarde la culpable sería Angela Merkel como no sean el Banco Central Europeo o el Fondo Monetario Internacional, las sospechosas agencias de calificación o el temperamento galaico. Esas son piezas del rompecabezas pero no factores simples y absolutos.

Para nada sorprende que la sociedad española esté confusa y desazonada. En el mejor de los casos, los que entienden de política simplifican la economía; los que saben de economía, ignoran la política. En los peores instantes falla un conocimiento preciso del sistema europeo, salvo para algunos especialistas. Es en las crisis cuando las sociedades ponen a prueba la articulación de su opinión pública, ese largo proceso de sedimentación de criterios y contrastes. Lastrado por un exceso de partidismo, este “décalage” acaba siendo un espectáculo enojoso que, al menos por lo que se refiere a la conciencia colectiva, rebaja el valor de la marca España, en casa y más allá de las fronteras. Destruye autoestima. ¿Por qué ya no se tiene a los españoles por los “prusianos del Sur”?

Pronto aparecieron los primeros profesionales del abismo, economistas y comunicadores que un día sí y otro también se pusieron a anunciar descalabros sin fin, intervenciones, corralitos, la ruina total, los beneficios de salirse del euro o la voladura de la eurozona, poniendo la palabra radiofónica o escrita al servicio de un cierto oscurantismo y de un sensacionalismo económico que ha logrado desinformar más a la opinión pública española, por mitomanía, estricta ignorancia o afán de incrementar el share de audiencia. A cada correlación entre España y las disciplinas de la eurozona, han proclamado la extinción de la soberanía nacional a sabiendas de que ser miembros de la Unión Europea y, por el euro, partícipes del Banco Central Europeo da derechos y obliga a deberes, como la disciplina fiscal, del mismo modo que al recibir o dar uno se atiene a las normas del contrato. Así había sido desde el pleno ingreso de España pero entonces los profesionales del abismo, hoy profetas de las tinieblas exteriores o del euroescepticismo carpetovetónico, estaban chapoteando en el “jacuzzi” de los años dorados y del crédito fácil. Ha sido, intelectualmente, algo obsceno. Continúa todos los días. El hecho es que según los modos de convivencia e integración internacional y más aún trasnacional como en la Unión Europea, las naciones llevan ya largo tiempo cediendo soberanía. En la Unión Europea, nadie no ha entrado si no ha querido. Ceder de tal modo soberanía propia implica participar en la de los demás. Cuando votamos ingresar en la OTAN decidíamos nada menos que ir al conflicto armado en caso de que uno de nuestros socios fuese atacado. Se cede soberanía al FMI o a la ONU, con su tan peculiar Consejo de Seguridad.

Tampoco los núcleos intelectuales, de haberlos, dicen mucho sobre el estado de la Unión Europea, salvo exabruptos y ocurrencias. Poco importa distinguir entre la deuda y el déficit, entre la Comisión o el Consejo Europeo. Es precaria la reflexión sobre las cosas que nos pasan. De no confiar en sí misma, España difícilmente podrá convencer a los inversores y acceder a la plena confianza de sus socios europeos. Algo tendrá que ver la autoestima con la responsabilidad de opinar.

Valentí Puig es escritor.

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