Cómo desvirtuar la democracia directa

Averiguar qué quiere la mayoría es en teoría una idea muy buena. Cuando las familias planean sus vacaciones de verano, escuchar a todos los miembros antes de decidir el viaje puede contribuir mucho a mejorar el ambiente. ¿Pero qué pasa cuando los niños, por ejemplo, prefieren ir a Disneylandia en vez de pasear por la Champaña, o quedarse en la playa de Rímini en vez de visitar los museos florentinos? Muchos padres optan simplemente por no preguntar.

Algo parecido ocurría hasta ahora con la democracia directa en el contexto europeo. El temor de la mayoría de los jefes de Gobierno a los resultados imprevistos de las consultas, sobre todo las referidas a complejos temas de política exterior, era demasiado grande como para aventurarse a plantearlas voluntariamente.

El Gobierno alemán recela de la voz de los ciudadanos y por tanto no pregunta antes de aprobar el paquete de ayuda a Grecia o abrir las fronteras a los refugiados, amenazado por las feas fotografías que llegan de Hungría. Esto manifiesta una profunda desconfianza frente al pueblo, de cuya madurez democrática se sigue desconfiando después de dos bárbaras guerras mundiales. El hecho de que en Alemania en muchos ámbitos de la política europea las decisiones se tomen en contra de la voluntad de la mayoría y apenas se expliquen tiene un precio: el vertiginoso ascenso del partido euroescéptico Alternativa por Alemania.

¿Pero de verdad es la democracia directa la salida a este dilema? Recientemente se observa en Europa una tendencia preocupante: cada vez es más frecuente que los Gobiernos permitan votar a sus ciudadanos sobre aspectos fundamentales de la política exterior, cuyo alcance apenas puede entender el ciudadano corriente y cuyas consecuencias mucho menos está en condiciones de evaluar. En Grecia, por ejemplo, Alexis Tsipras se dirigió a la población en julio de 2015 para que decidieran si querían aceptar el paquete de reformas negociado con el FMI. Tsipras no obró así porque no supiera qué hacer o le preocupara la legitimidad de sus decisiones, sino para conseguir un mandato contra las reformas impuestas y recuperar cierto margen de maniobra en las negociaciones con los acreedores.

En febrero de este año Viktor Orbán pidió a la población húngara que se pronunciara sobre si quería acoger más refugiados. Conforme a lo esperado, la mayoría lo rechazó. La democracia directa traiciona su finalidad cuando degenera en un medio de presión contra los socios europeos o en instrumento de mero populismo. Los referéndums deben legitimar las decisiones políticas, no convertirse en una mera excusa para reforzar la posición negociadora de los jefes de Gobierno.

En Países Bajos pudimos observar hasta qué punto pueden desvirtuarse los fines de la democracia directa: un movimiento euroescéptico aprovechó la modificación de una ley para lograr que la ciudadanía votara sobre el tratado de asociación con Ucrania. Lo relevante no era tanto el futuro de Kiev; más bien se trataba de enviar un mensaje al Gobierno neerlandés: ¡vosotros, los de arriba, no podéis imponernos siempre vuestras decisiones y seguir hinchando la Unión Europea! Pero por muy justificadas que puedan estar las críticas a la UE, verdaderamente es muy poco lo que pueden hacer los ucranios para evitar que un número creciente de europeos se sienta cada vez más distanciado de Bruselas.

La próxima ocasión que se ofrece para abusar de un referéndum con fines estratégicos es la que se presenta el 23 de junio. En esa fecha el primer ministro británico, David Cameron, pedirá a los británicos que decidan si quieren seguir formando parte de la UE. No lo hace tanto para averiguar qué piensa su población sobre este extremo, sino que quiere aprovechar la consulta para sacar amplias concesiones a la UE. Los británicos quieren menor intervencionismo exterior y pagar menos. Bajo la amenaza del Brexit, el resto de los europeos está dispuesto a dejarse chantajear.

¿A dónde conduce este auge de la democracia directa en Europa, que per se ofrece una gran oportunidad? Hasta ahora, desgraciadamente, no a una mayor legitimidad de las decisiones políticas, como es el caso de Suiza. En vez de dar más poder a los ciudadanos, solo se pide su voto en los referendúms populistas para conservar el poder o para contrarrestr una política europea orientada al consenso.

Se desperdicia así una gran oportunidad. Y se socava aún más la confianza en Europa.

Silke Mülherr es subdirectora de Internacional de Die Welt.

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