Cómo detener las pandemias antes de que comiencen

Imagina que tus enemigos tuvieran un tipo de armas con las que, de vez en cuando, atacan a tu pueblo. Podrían pasar décadas sin que haya ataques, pero en algún momento volverán a suceder. También imagina que esas armas se hicieran más potentes y, los ataques, más frecuentes.

Ahora imagina que hubiera una forma de proteger a tu gente de esas amenazas. Sin embargo, generarla sería costoso y podría tomar años. Así que por eso no se fabrica.

Cada ataque provocaría muertes, pánico y una protesta: “¿Dónde está nuestra defensa? ¿Por qué no estamos protegidos?”. Pero en cuanto pasara el ataque, también se acabaría el interés por prepararse para el siguiente.

Como quizá ya lo supones, me refiero a enfermedades como el ébola. Y el SRAS. Y el zika. Y la gripe aviar, la gripe porcina, la fiebre de Lassa, la de Marburg, la fiebre del valle del Rift y toda una serie de patógenos —entre ellos los que todavía no conocemos— que rápidamente pueden convertirse en epidemia y después en pandemia.

Estas enfermedades no desaparecerán. Ese proceso se llama zoonosis y consiste en que se hospedan en poblaciones animales —cerdos, monos, murciélagos, camellos, aves– y, por lo tanto, jamás podrán erradicarse.

En enero próximo comenzará el centenario de la pandemia de la gripe porcina de 1918-1919 conocida como la gripe española. Un cálculo de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades indica que mató entre 20 y 50 millones de personas en todo el mundo en tres distintas olas, e infectó a 500 millones de personas; es decir, un tercio de la población del mundo en esa época. El número de muertos superó al de la Primera Guerra Mundial.

Actualmente, las cifras podrían ser mucho más altas y la propagación de la infección, mucho más rápida. De acuerdo con un modelo matemático de la Fundación Gates, una cepa virulenta de un virus de gripe en el aire podría transmitirse a todas las grandes capitales del mundo en 60 días. En 250 días, podría matar a más de 33 millones de personas.

“Habrá más y más brotes que podrían volverse grandes epidemias”, dijo Peter Piot, director de la Escuela de Higiene y Medicina Tropical de Londres y el primer dirigente de ONUSIDA (también fue miembro del grupo que descubrió el virus del Ébola). “Debido a que hay más movilidad, presiones demográficas y al cambio climático, veremos más casos así”.

Un pánel de las Naciones Unidas que estudia epidemias concluyó recientemente que “el surgimiento de un virus de influenza altamente patogénico, el cual rápidamente podría generar millones de muertes y provocar una gran alteración social, económica y política, no es un panorama poco probable”.

Los patógenos no solo son aterradores, sino también costosos. La epidemia de SRAS de 2003 costó 30.000 millones de dólares en solo cuatro meses. Una grave pandemia de gripe como las que han ocurrido una vez cada par de décadas podría contraer la economía mundial en un cinco por ciento; unos cuatro billones de dólares.

Entonces, ¿por qué no desarrollamos vacunas para esos patógenos? En términos científicos, no es difícil fabricar muchas de ellas. No obstante, representan problemas económicos. Desarrollar una nueva vacuna cuesta cientos de millones de dólares y son productos que no tienen demanda comercial. No se esperaría que ningún ejecutivo de una farmacéutica invirtiera esa cantidad de dinero en un producto que estaría destinado a personas pobres en países pobres, por si es que alguna vez se necesita.

Además, también presentan complicaciones políticas. Los brotes tienden a comenzar y a transmitirse de manera más generalizada en países donde las personas viven cerca de animales, sobre todo donde la vigilancia y los sistemas de salud son deficientes.

Con el pánico de un brote, las cosas podrían ser horribles. Durante la crisis del ébola hace tres años, muchos políticos estadounidenses argumentaron que podríamos estar seguros si tan solo aisláramos a las personas enfermas. Y algunas de las medidas que propusieron —como cuarentenas obligatorias para personas que regresaran después de trabajar en países afectados— no fueron respaldadas científicamente y pudieron haber impedido que los equipos de salud ayudaran a detener la epidemia.
“Siempre estamos luchando para asegurarnos de que se trate de preocuparse por las personas que están afectadas, y no de defendernos de una persona afectada”, aclaró Joanne Liu, presidenta internacional de Médicos sin Fronteras.

Construir un muro contra una enfermedad no solo es una estrategia horrible: es una estrategia que lleva a la derrota. El ébola, la gripe porcina, el zika y el SRAS llegaron a los países ricos. Lo que protegió a los estadounidenses del ébola fue acabar con la epidemia. Y eso significó —entre otras estrategias— crear vacunas.

Esto ha comenzado a suceder desde hace algunos meses. El proyecto se llama Center for Epidemic Preparedness Innovations, o Centro para Innovaciones contra las Epidemias (CEPI, por su sigla en inglés).

Después de que el fracaso mundial para controlar el ébola rápidamente en 2014 y 2015 cobrara 11.000 vidas y por lo menos 6000 millones de dólares, tres expertos mundiales propusieron una organización de desarrollo de vacunas con 2000 millones de dólares en fondos de arranque. La Universidad de Harvard, la Academia Nacional de Medicina y las Naciones Unidas crearon comisiones que propusieron formas de evitar otra catástrofe. Entre otras medidas, todos respaldaron el desarrollo de vacunas.
En enero de 2016, Piot encabezó una reunión en el Foro Económico Mundial en Davos, Suiza, con ejecutivos de farmacéuticas, ministros de gobierno, epidemiólogos y fundaciones como la de Bill y Melinda Gates. Funcionarios de Noruega e India se mostraron particularmente activos. “Estábamos tratando de determinar si había interés al respecto”, explicó Piot. “¿Lo necesitamos? Hubo distintas opiniones acerca de cómo hacerlo, pero la respuesta fue afirmativa. El ébola fue el detonador”.

Un año después, de nuevo en Davos, el CEPI tuvo su arranque oficial… un inicio inusualmente rápido en un mundo que de forma rutinaria ignora un sinfín de señales de alerta. La sede está en Oslo, con oficinas en Londres y Nueva Delhi, hasta ahora. Richard Hatchett, un estadounidense, se convirtió en el director ejecutivo de CEPI a mediados de abril. Dijo que la organización quiere recaudar 1000 millones de dólares en sus primeros cinco años, y hasta el momento ha reunido cerca de 800 millones, por parte de los gobiernos de Noruega, Japón, Alemania, la Comisión Europea, Gates y el Wellcome Trust. India está preparando una donación.

¿Mucho dinero? No si hablamos del desarrollo de vacunas.

A lo largo de los próximos cinco años, CEPI tiene como objetivo desarrollar varias opciones de vacunas viables contra tres patógenos: la fiebre de Lassa, el virus de Nipa y el Síndrome Respiratorio del Medio Oriente. Eligieron esos tres porque son geográficamente diversos; han afectado a África, al sur de Asia y al Medio Oriente en brotes recientes con altas tasas de mortalidad. Además, las vacunas para esas enfermedades resultaron prometedoras.

La organización planea lograr que las vacunas pasen por todas las pruebas y aprobaciones regulatorias posibles antes de un brote, para entonces producir un arsenal cuya eficacia pueda probarse rápidamente —para después usarse— durante una epidemia.

Desarrollar una vacuna nunca es fácil y hacer que la aprueben puede ser complejo, pues posiblemente se requeriría el consentimiento de todos los países que pudieran verse afectados. Una de las metas de CEPI es crear estructuras de aprobación más sencillas y ágiles.

La segunda meta es crear un sistema de entrega de vacunas que pueda adaptarse rápidamente para detener nuevos patógenos, así como los científicos simplemente agregan una nueva cepa a la vacuna de la gripe cada año. Una vez que el vector se pruebe por completo, un nuevo agente o cepa requerirá menos pruebas.

CEPI también tiene como objetivo lograr la aprobación total y la fabricación de la vacuna del ébola… y, sí, hay una. La respuesta inicial al ébola en todo el mundo durante 2014 y 2015 fue desastrosa. Pero algo que terminó por funcionar fue la creación rápida y el despliegue de una vacuna.

Eso fue posible gracias a que las vacunas prometedoras se habían almacenado en Canadá y Estados Unidos; las habían desarrollado investigadores preocupados de que un terrorista pudiera usar el ébola como arma. La OMS coordinó un gran esfuerzo para probarlas, aprobarlas, producirlas y aplicarlas en tan solo seis meses. El proceso normalmente toma una década.

No fue posible hacer ninguna prueba de eficacia a gran escala, debido a que la epidemia había disminuido para cuando los candidatos de vacuna estaban listos. Sin embargo, en Guinea Ecuatorial se utilizó a uno de los candidatos según un marco de investigación empleando un método llamado vacunación perifocal, en el que se identifica a un paciente con ébola y se vacuna a todos sus contactos. La vacuna demostró tener una efectividad del 100 por ciento y, finalmente, acabó con la epidemia.

Sin embargo, aún hacen falta las aprobaciones formales necesarias para su producción e implementación a gran escala. También se deben desarrollar a otros candidatos prometedores.

CEPI no tiene instalaciones de fabricación. En vez de eso, financiará investigaciones y desarrollo en empresas farmacéuticas o de biotecnología. “Pero no solo se trata de dar dinero e irse”, aclaró Hatchett. “Tenemos expertos internos y autoridad. Y a través de nuestra asociación con la Organización Mundial de la Salud, esperaría ser capaz de facilitar conexiones con funcionarios de salud pública y científicos de países que están en riesgo”.

Crear vacunas no es lo mismo que garantizar que las personas que las necesitan puedan obtenerlas. El CEPI requerirá que sus adjudicatarios vendan las vacunas a los países más pobres y con ingresos bajos y medios (lo más probable es que las vendan a donantes que comprarán las vacunas para ellos) al precio más bajo posible.

En cuanto a los países más pudientes que necesiten vacunas, los socios farmacéuticos de CEPI obtuvieron el derecho de cobrar precios sustancialmente más altos, incluso en países como Jordania, Guinea Ecuatorial, Ecuador y Sudáfrica. Los países donantes de CEPI también podrían pagar precios más altos. Sus ciudadanos básicamente pagarán el doble, puesto que cualquier vacuna habrá sido financiada mediante sus impuestos. Tristemente, esto suele suceder cuando los gobiernos financian el desarrollo de medicamentos.

Además, CEPI acordó ceder la propiedad intelectual a las empresas, algo que también es usual en los negocios. Hatchett dijo que CEPI retendrá los derechos de utilizar los conocimientos si los socios fabricantes no pueden o no quieren cumplir con sus obligaciones.

Rohit Malpani, director de políticas y análisis de MSF, señala que esos derechos existen en Estados Unidos cuando el gobierno financia el desarrollo de medicamentos, pero jamás se han utilizado. La industria farmacéutica es demasiado poderosa. “CEPI pagará, así que debería ser la organización la que tenga esos derechos”, comentó. “Nos gustaría observar un beneficio público a partir de la inversión pública”.

El valor de CEPI podría estar más allá del éxito de cualquier vacuna individual. Es probable que la capacidad de la organización para agilizar el proceso de las vacunas sea más importante que cualquier producto nuevo, dijo Seth Berkley, el director ejecutivo de GAVI, que trabaja con empresas farmacéuticas con el fin de obtener acceso a vacunas para países pobres. “Si tienen éxito construyendo un vector que pueda ampliarse rápidamente para nuevos agentes, en cuanto a cómo hacer aprobaciones regulatorias y pruebas clínicas rápidas, entonces será muy útil”.

La mayor amenaza a esta misión no es científica, sino política: nuestra poca capacidad de atención. “Intentar recaudar dinero para el ébola ahora es imposible”, afirmó Berkley. “Sucede lo mismo con la fiebre amarilla, el zika, el cólera. El mayor desafío será continuar con el programa y tener un financiamiento consistente a largo plazo”.

Tina Rosenberg ganó un premio Pulitzer por su libro The Haunted Land: Facing Europe’s Ghosts After Communism. Fue escritora editorial de The New York Times y autora, más recientemente, de "Join the Club: How Peer Pressure Can Transform the World" y el libro electrónico de ficción sobre la Segunda Guerra Mundial llamado "D for Deception". Es cofundadora de Solutions Journalism Network, que apoya el reportaje riguroso de las respuestas a los problemas sociales.

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