Cómo evitar que las cárceles de América Latina se conviertan en una incubadora del coronavirus

Prisioneros en una cárcel de San Salvador en abril de 2020.Credit Agence France-Presse vía la Presidencia de El Salvador/AFP — Getty Images
Prisioneros en una cárcel de San Salvador en abril de 2020.Credit Agence France-Presse vía la Presidencia de El Salvador/AFP — Getty Images

Si alguien quisiera propagar el coronavirus a propósito, encerraría a muchas personas en espacios hacinados e insalubres, con escasa ventilación, acceso esporádico al agua, atención médica deficiente y muy pocas pruebas para detectar infectados. Es decir, diseñaría una cárcel típica latinoamericana o caribeña.

El distanciamiento social es imposible en las cárceles de Haití, Guatemala, Bolivia, El Salvador y Honduras, donde el número de detenidos es entre el doble y el cuádruple de la capacidad máxima.

Así como el virus se apodera de nuestras células para reproducirse, puede transformar las celdas atestadas e insalubres de las cárceles en incubadoras. Eso sería nefasto, no solo para los internos, sino también para el personal penitenciario y la población en general.

Reducir la sobrepoblación penitenciaria de inmediato es crucial para evitar un contagio generalizado en la población carcelaria y el resto de la sociedad.

Cuando se confirmaron los primeros casos de la COVID-19 en América Latina y el Caribe, la mayoría de los países ni siquiera intentó establecer medidas de distanciamiento efectivas para proteger a las 1,7 millones de personas que están encarceladas en la región. En vez de eso, muchos prefirieron actuar como si fuera posible sellar completamente las cárceles para aislarlas del mundo exterior, cancelando las visitas y los permisos de salida por tiempo indefinido. Pero obviamente los funcionarios y los contratistas entran y salen de las prisiones, y cada día llegan nuevos detenidos. Sin programas amplios para realizar pruebas de detección, era cuestión de tiempo para que el virus se colara tras los barrotes.

Y así ha ocurrido. Chile ya tiene al menos 685 casos confirmados entre reclusos y personal penitenciario; Brasil, más de 900; Colombia, más de mil, y Perú alrededor de 1500. La COVID-19 es la causa confirmada de la muerte de por lo menos 160 —entre detenidos y personal penitenciario— en la región, la mayoría de ellos en Perú.

Pero en muchos países se desconoce el nivel de la enfermedad en las cárceles por la falta de pruebas. En Brasil, donde hay casi 746.000 reclusos, la tercera mayor población carcelaria del mundo, apenas se han hecho pruebas al 0,4 por ciento de los reclusos.

Ante esta situación, no sorprende que haya habido protestas en cárceles en toda la región. Desde marzo, han muerto al menos 54 reclusos y cientos han resultado heridos en motines en Colombia, Venezuela, Argentina y Perú. Los internos afirman no tener jabón ni atención médica adecuada, y afirman que sus familiares ya no pueden llevarles comida ni productos de higiene desde que se cancelaron las visitas.

Algunos países han dado pasos preliminares importantes para descomprimir la situación en las cárceles. Chile ha concedido la detención domiciliaria a cerca de 1600 condenados por delitos de baja gravedad y los jueces excarcelaron a un 10 por ciento de aproximadamente de 13.000 personas en prisión preventiva, según la Defensoría Penal Pública.

En Brasil, según nos afirmaron, los jueces han liberado a cerca de 30.000 personas siguiendo una recomendación del Consejo Nacional de Justicia, órgano encargado de formular políticas en materia judicial. Sin embargo, el gobierno de Jair Bolsonaro se opone a las excarcelaciones e insistió, sin éxito, en usar contenedores para aislar a reclusos. El uso de esos espacios metálicos improvisados se prohibió después de que en 2010 salieran a la luz las condiciones inhumanas que ahí sufrían los reclusos.

La opción más clara es reducir la prisión preventiva, que representa el 37 por ciento de los reclusos en la región, liberando a quienes estén a la espera de un juicio por delitos no violentos, así como a los condenados por esos delitos que están próximos a cumplir su pena.

Y mientras siga la actual emergencia, las autoridades deben considerar la liberación de reclusos con mayor riesgo de sufrir complicaciones graves o de morir a causa de la COVID-19, incluyendo los mayores y las mujeres y adolescentes embarazadas. En estos casos, las decisiones deben ponderar factores como el tiempo de pena cumplido, la gravedad del delito y el riesgo que la liberación representaría para la sociedad. Desde luego, las autoridades deberían evaluar el uso de tobilleras electrónicas y la detención domiciliaria para las personas liberadas.

Los gobiernos y los jueces deben actuar con urgencia. Es una cuestión de vida o muerte, no solo para los reclusos, sino también para la población en general.

José Miguel Vivanco es director para las Américas de Human Rights Watch y César Muñoz Acebes es investigador sénior de Human Rights Watch.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *