Como Fabricio en Waterloo

¿El año 2016 fue significativo, histórico, o fue un año como los demás? Nadie lo sabe todavía. El 14 de julio de 1789, la banda de amotinadores que se apoderó de la Bastilla, en París, no se imaginaba que estaba iniciando una de las revoluciones más extraordinarias de la historia contemporánea. El calor y el vino, según se dice, impulsaban sus actos tanto como las ideas republicanas. Esta incapacidad de entender el significado de un acontecimiento en el momento mismo en el que se produce ha sido plasmada en la literatura por Stendhal, cuyo héroe, Fabricio (en La cartuja de Parma), participa en la batalla de Waterloo, en la que lucha como un jabato contra los soldados ingleses y prusianos sin saber muy bien lo que está en juego. Solo a toro pasado se enteró de que había participado en la batalla de Waterloo, que supuso el fin de un imperio y el inicio de un nuevo orden político en Europa.

Si reflexionamos sobre 2016, observamos, sin duda, algunos hechos nuevos y destacados, como mínimo tres: el populismo, el regreso de la fuerza en las relaciones internacionales y el retroceso de la democracia. ¿Son estas tendencias, que han acaparado la atención de los medios de comunicación, un presagio del futuro o van a desaparecer? ¿O no estamos mirando hacia el lugar adecuado? Cuando Jesús, según dicen, nació en Belén, ¿quién miraba hacia Galilea aparte de los Reyes Magos que, sin duda alguna, fueron inventados posteriormente por la imaginación popular?

Supongamos, no obstante, que 2016 ha estado marcado por un giro populista, con el Brexit, la victoria inesperada de Donald Trump y el auge de los partidos populistas en Italia, en Polonia, en Holanda, en Austria, en Hungría y en Francia. Habría que ponerse de acuerdo en el significado de la palabra, porque los populistas se definen como patriotas, que quieren «recuperar el control de su destino», alrededor de un Estado fuerte, y piensan que están colonizados por la globalización, la europeización y la inmigración. Los populistas se consideran el pueblo auténtico por su cultura, su idioma y sus orígenes frente a las intrusiones cosmopolitas. Los populistas están más unidos, carnalmente, por su pasión que por su solución. ¿Llevará cada vez más lejos a los populistas esta dinámica, haciendo que el orden internacional se base en el repliegue nacional y en la eliminación de los intercambios? ¿O bien la distancia entre las promesas populistas y la realidad condena a estas pasiones a desaparecer o a degenerar en violencia? Todavía no lo sabemos.

Tampoco sabemos si el recurso a la fuerza sustituirá de forma permanente al arte de la negociación diplomática. Sin duda, los dirigentes chinos en el Mar del Sur, los rusos y los sirios considerarán que en 2016 han cosechado algunas victorias burlándose del derecho internacional, de los derechos humanos, de la ONU y de los tratados. ¿Se trata aquí también de un nuevo orden de cosas, nada tranquilizador, o de un momento de debilidad pasajero de las democracias, en EE.UU. en particular, a las que los fracasos de 2016 van a hacer despertar en 2017? No podemos vaticinarlo: ya veremos.

El retroceso de la democracia, por último, ha sido incuestionable en 2016. África, que creíamos que iba por buen camino, ha retrocedido en líneas generales, con la loable excepción de Nigeria o de Ghana; los dictadores de Congo, Gambia y Zimbabue, una lista no exhaustiva, rechazan las elecciones libres y el principio de alternancia. En 2016, el premio Mo Ibrahim, que se concede a los jefes de Estado que abandonan su cargo cuando se cumple el plazo legal, no se ha podido otorgar. Fuera de este continente, el principio mismo de democracia plural, de respeto de las minorías y de derechos de la oposición retrocede en todas partes. Y, lo que es peor, parece que los occidentales nos mostramos bastante indiferentes ante este retroceso, porque nos hemos acostumbrado a que los rusos, los chinos y los árabes sufran la tiranía como si estuviesen culturalmente abocados a ella. En Occidente ya no hay manifestaciones en contra del encarcelamiento de Liu Xiaobo, el premio Nobel de la Paz, y de su mujer, Liu Xia. Y el hecho de que el nuevo dictador de Egipto aplaste cualquier disidencia con más crueldad que Mubarak, su predecesor, deja a los occidentales igual de indiferentes. Solo Túnez intenta mantener un Estado de Derecho heredado de la Primavera árabe, pero, sin duda, su cultura es tan latina como árabe.

Un último ejemplo del aumento del cinismo en 2016 es el de la admirable Aung San Sukyi, la premio Nobel de la Paz, detenida durante mucho tiempo, que desde que dirige Birmania deja que su Ejército aplaste a la minoría rohingya porque son musulmanes y no auténticos birmanos. Todos los que lucharon por la liberación de Sukyi están decepcionados y han optado, cobardemente, por callarse. ¿Desmentirá o confirmará 2017 estas tendencias?

Nos fijaremos especialmente en EE.UU. y en Francia. ¿Hará el extraño Gobierno de Trump lo que ha anunciado? En ese caso, sumirá a su país y al mundo en el caos y en la recesión económica. Pero si no cumple sus promesas incumplibles, ¿cómo reaccionarán sus electores? ¿Contendrán las elecciones presidenciales del próximo mes de mayo el auge del populismo en Francia? Si es así, Europa se salvará, pero si no, todo el continente europeo volverá a una barbarie parecida a la de la década de 1930. Pero, por mi parte, yo vaticino, craso error y gran vanidad, lo siguiente: Fabricio sabía que no sabía. Era un sabio.

Guy Sorman

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