A lo largo de los últimos cinco años, algo más de 3.500 millones de euros de los presupuestos destinados a formación profesional para el empleo, incluyendo los fondos transferidos para este fin a las comunidades autónomas, no se han ejecutado. Aunque se trata de una cifra que supera el 25% de lo presupuestado, no es infrecuente que por razones muy diversas pueda ocurrir que, excepcionalmente, se produzcan excedentes no gastados en cualquier renglón del presupuesto público. Pero si ese excedente se produce en uno de los programas que es habitualmente subrayado como esencial para nuestro desarrollo social y económico y adquiere a la vez la doble característica de ser un fenómeno recurrente y de dimensiones extraordinarias, es obligación de todos preguntarnos qué está detrás de esta preocupante situación, cuáles son sus causas y cómo ponerles remedio.
El excedente de fondos no ejecutados comenzó a crecer desmesuradamente a partir del año 2015 tras la aprobación de la Ley 30/2015 reguladora del Sistema de Formación Profesional para el Empleo que, por desgracia, contenía más buenos propósitos que adecuados diseños para satisfacerlos. Además, la formación de demanda desde las propias empresas no ha dejado de descender a lo largo de los últimos años y, lo que es peor, cada vez se ha reducido más el papel de aquellas que más lo necesitan, que no son otras que las pymes.
El Gobierno ha anticipado la necesidad de abordar una reforma en profundidad del modelo de formación profesional para el empleo, tras la reciente aprobación de la Ley de Ordenación e Integración de la Formación Profesional. Además, es cierto que durante los últimos años se nota una mejora evidente en la capacidad de gestión mostrada desde el Servicio Público de Empleo Estatal (SEPE) y la Fundación Estatal para la Formación en el Empleo (Fundae), dos instrumentos fundamentales en el desarrollo de la formación profesional continua en España.
Respecto del diseño de la nueva reforma, creo que resulta fundamental incrementar el nivel de participación de los interlocutores sociales en la gobernanza del modelo y en el desarrollo y evaluación de sus principales instrumentos de gestión, evitando, eso sí, caer en el riesgo de privatizar estos instrumentos por el carácter público de la cotización de la formación profesional, obligatoria para todas las empresas y trabajadores. La reforma debe asegurar el mejor uso posible de los fondos y la vinculación máxima de los interlocutores sociales, pero ello no debe abordarse sin fortalecer los requisitos de concurrencia competitiva y transparencia en el uso de los recursos adscritos a este fin.
Junto a ello, la ley debería también seguir reforzando el principio de garantía del derecho individual a la formación de las personas trabajadoras y la posibilidad de que también la formación pueda llegar al ámbito de las pequeñas y medianas empresas a través de un sistema de oferta formativa potente y adecuadamente diseñada. Como muestra la experiencia del funcionamiento de otros modelos (en este caso el ejemplo danés es seguramente el más procedente), fortalecer los esquemas de formación de oferta para todos los trabajadores es un complemento imprescindible del modelo de demanda pensado y diseñado desde el ámbito de las grandes y medianas empresas. A estas alturas, es indiscutible que las empresas deben tener la posibilidad de organizar con amplio grado de autonomía en el marco de la negociación colectiva sus propios programas, y así lo hacen las que por su tamaño pueden organizar sus propios servicios formativos, pero el sistema tiene que asegurar que en aquellos segmentos de nuestra economía donde ello no es posible haya una oferta formativa eficiente y de calidad que asegure el acceso a ella de toda la población ocupada.
Uno de los principios que deberían mantenerse en la futura ley es el de concurrencia competitiva entre entidades participantes en la formación para el empleo, evitando la discrecionalidad y la intervención de aquellas que no aportan valor añadido real, salvo en condiciones muy tasadas y justificadas.
De hecho, la nueva ley debería garantizar una convocatoria anual, siendo recomendable, como mínimo, convocatorias bienales, tal y como se hace ya en diferentes comunidades autónomas, de forma recurrente y estable para impulsar la eficiencia del sector prestador de servicios y permitir el mayor acceso de todos los ciudadanos en condiciones de igualdad.
Los fondos anunciados por el Gobierno para dignificar la Formación Profesional van a ayudar, sin duda, a dar más visibilidad a uno de los ejes clave de las políticas de empleo, pero no dejan de ser fondos que vienen a complementar los recaudados ya por la cuota de los trabajadores y que gestionan el SEPE y el Ministerio de Educación junto con las comunidades autónomas. La clave es diseñar un modelo eficiente en el que la participación de todos (especialmente de los agentes sociales) asegure el buen uso de los fondos asignados a una política clave para nuestro futuro.
Valeriano Gómez fue ministro de Trabajo. Actualmente, es presidente de la Fundación para la Calidad e Innovación de la Formación y el Empleo.