A principios de esta semana escribí para la edición europea de la publicación estadounidense Politico un comentario en el que presentaba doce personajes que le harán la vida desagradable a Europa en 2017. La lista incluía, junto a Geert Wilders, Beppe Grillo y los hackers rusos, a Carles Puigdemont, presidente de la Generalitat catalana.
Empecé describiendo Cataluña como «una región próspera y, algunos dirían, solipsista», y explicaba a continuación que Puigdemont, al encabezar un movimiento secesionista que propugna un referendo por la «independencia», le complicaría la vida a Europa en un momento en el que el continente soporta tantos problemas de naturaleza verdaderamente existencial. El referendo, decía yo, «obligaría a las instituciones europeas y a otros Gobiernos de Europa a tomar partido». Teniendo en cuenta las numerosas regiones que en Europa tienen pretensiones separatistas, continuaba, «es dudoso que muchos países se pusieran del lado catalán. Pero en verdad, la mayoría preferiría que no le preguntasen».
Añadía también, en el breve espacio dedicado a Puigdemont, que un referendo convocado solo en Cataluña sería «legalmente inadmisible», dada la posición adoptada por el Tribunal Constitucional español de que «los asuntos que afectan a todos los españoles solo pueden ser decididos por todos los españoles y no meramente por algunos de ellos».
Por estas pocas observaciones he pagado un precio: pasé los siguientes días soportando la ira de los separatistas catalanes en mi Twitterfeed. Indignadas notificaciones inundaron mi cuenta minuto a minuto, insultándome en tres idiomas: catalán, español e inglés. Para ser justos, durante las primeras dos horas, el tono de mis interlocutores no fue abiertamente insultante; era, más bien, incendiado, indignado y, en algunos casos, herido (en especial por el hecho de haber calificado a Cataluña de «solipsista»). Al final del primer día, sin embargo, los mensajes empezaron a ser comunicaciones orquestadas del mismo texto. Y las críticas se volvieron desagradables.
Un mensaje, reenviado por otros muchos, decía: «Aquest que resulta ser un indi, amb passaport UK i traballant a US… que coi sap de la vella Europa?». Otro, un airado catalán llamado, inevitablemente, Jordi, decía: «Actúas como un cipayo, pero esta vez para ayudar a España, no a Gran Bretaña. ¡Debería darte vergüenza!». Me ilustraba este tweet con la preciosa imagen de un soldado sij de la era victoriana, con turbante y barba espléndidos, de modo que le perdoné su golpe bajo contra las etnias indias.
Otros me llamaban mercenario al servicio de España, lacayo de la Corona española y, lo más divertido de todo, cuestionaban mi derecho a hacer comentarios sobre Cataluña por ser seguidor del Real Madrid. Yo había colgado en mi cuenta de Twitter una foto de Sergio Ramos, tomada después de haber marcado en el minuto 89 el glorioso gol del empate en el último clásico, y la foto fue como un paño rojo para el toro catalanista, la prueba suprema de mi tendenciosidad, mi mala fe y mi incapacidad para procrear.
También fue curioso el desprecio dirigido contra mí después de que este periódico publicase una breve noticia en respuesta a mi comentario en Politico, llamando la atención sobre la crítica a Puigdemont. Tachando a ABC de órgano de «la extrema derecha» y enemigo de Cataluña, algunos críticos me tildaron de falangista moderno que «se alía con los que apalean inmigrantes en las calles de España». Mi intento de explicar que ABC era una publicación «constitucionalista» fue recibido con burlas.
También he perdido la cuenta de cuántos tuits he recibido de gente que se negaba a aceptar la legitimidad del Tribunal Constitucional español. Cuando les preguntaba si los separatistas aceptarían la sentencia de cualquier tribunal que no cumpliese todas sus exigencias, me contestaban que el Tribunal Constitucional era una herramienta del Estado español y, por lo tanto, inherentemente ilegítimo, y que el pueblo de Cataluña tenía derecho a rechazarlo.
Algunos de los detractores menos histéricos preferían discutir conmigo sobre la cuestión de Cataluña. Insistían en que Cataluña era una «colonia» de España, como India lo había sido de los británicos, y que la «ocupación» española de su región era tan ilegítima como la ocupación china del Tíbet. Pero estos debates degeneraban rápidamente cuando yo planteaba mis propios argumentos, en los que señalaba que no hay ninguna base jurídica para celebrar un referendo de independencia en Cataluña. La respuesta de un catalán a esta observación fue típica de la incapacidad de mis críticos para aceptar cualquier posición distinta de su ortodoxia separatista: «Eres una basura», decía.
Tunku Varadarajan es colaborador de Político en Europa e investigador Virginia Hobbs Carpenter de periodismo en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford. Ciudadano británico de origen indio, en 1996-1997 fue jefe de la corresponsalía de The Times en España.