Muchas veces cuesta entender cómo países que reciben una mano económica bastante buena pueden terminar complicando tanto las cosas. Es como si hubieran intentado suicidarse saltando desde el sótano.
Dos de los casos más extremos (pero no los únicos) son la Argentina y Venezuela, países que se han visto beneficiados con los altos precios de sus exportaciones, pero que se las ingeniaron para perder la autopista que conduce a la prosperidad y doblar en una calle sin salida. En algún momento tendrán que dar una vuelta en U y retroceder por el terreno del progreso ficticio.
Lo desconcertante es que no es la primera vez que estos países tomaron el camino que lleva a un cul-de-sac económico. Hay un dicho que dice que sólo los peluqueros aprenden en cabeza ajena, pero algunos países parecen incapaces de aprender ni siquiera de su propia experiencia. Tal vez resulte imposible identificar la razón esencial para esta autodestrucción. Pero sí es posible describir cómo está pavimentado el camino al infierno, más allá de las intenciones.
Todo empieza cuando algún desequilibrio causa una inflación generalizada o que algún precio clave -por lo general el tipo de cambio, pero también la energía, el agua y el combustible- esté bajo una presión alcista. El gobierno entonces usa su poder coercitivo para frenar el alza de los precios.
Por ejemplo, Brasil ha causado estragos a la salud financiera de su compañía petrolera estatal, Petrobras, para mantener bajos los precios del combustible. Argentina destruyó su sector de gas natural con los controles de precios. Muchos países mantuvieron los precios de la energía y el agua demasiado bajos y terminaron sufriendo escaseces.
Pero las cosas se vuelven realmente espinosas cuando el gobierno opta por los controles del tipo de cambio. La historia habitual, muy bien resumida por el difunto Rüdiger Dornbusch y Sebastián Edwards, es que las políticas fiscales y monetarias laxas generan una inundación de moneda recién impresa en busca de más dólares de los que el banco central puede ofrecer al tipo de cambio vigente. En lugar de permitir una depreciación de la moneda, o de ajustar sus políticas, el gobierno opta por controles del tipo de cambio, limitando el acceso a los dólares a quienes "realmente" los necesitan e impidiendo así que los "especuladores" perjudiquen "al pueblo".
Los controles del tipo de cambio, normalmente acompañados por controles de precios, le dan al gobierno la sensación de que puede tenerlo todo: políticas laxas e inflación baja. Pero los controles llevan a un tipo de cambio paralelo, que puede ser legal, como en la Argentina, o ilegal y hasta impublicable, como en Venezuela.
Ahora bien, tener dos precios para un dólar idéntico crea enormes oportunidades de arbitraje. Un dólar comprado a la tasa oficial puede ser vendido a casi el doble en el mercado "blue" en la Argentina y a diez veces más en Venezuela. Si uno repite este juego varias veces, puede darse el lujo de comprarse un avión corporativo. Nada resulta más rentable que la sobrefacturación de las importaciones y la subfacturación de las exportaciones. En Venezuela, importar alimentos en mal estado y dejarlos que se pudran es más rentable que cualquier inversión en cualquier parte del mundo (sin considerar, por supuesto, los sobornos necesarios para permitir que esto suceda).
El sistema de tipo de cambio dual termina distorsionando los incentivos de producción y haciendo que la oferta efectiva de bienes importados decline, lo que conduce a una combinación de inflación y escasez. Pero aquí las cosas se tornan interesantes. El gasto público tiende a aumentar con la inflación más que los ingresos del gobierno, porque los ingresos dependen de los impuestos sobre las exportaciones, que se calculan al tipo de cambio oficial controlado.
De manera que, con el tiempo, las cuentas fiscales empeoran automáticamente, creando un círculo vicioso: déficits fiscales monetizados que llevan a una inflación y a una creciente brecha en el mercado de tipo de cambio paralelo que agrava el déficit fiscal. Al final, un ajuste importante del tipo oficial se vuelve inevitable.
Por ejemplo, cuando Hugo Chávez fue electo presidente por primera vez en 1998, el bolívar venezolano se podía cambiar a 2.610 pesos colombianos. Hoy, a pesar de una serie de controles del tipo de cambio, un bolívar vale apenas 300 pesos al tipo de cambio oficial (que pronto será reajustado), y hay que considerarse afortunado si se pueden conseguir 30 pesos al tipo de cambio en el mercado negro. No sorprende que los precios en Venezuela aumenten en un mes más de lo que aumentan en dos años en la vecina Colombia.
¿Por qué los países optan por una estrategia de estas características? Cualquier sistema crea ganadores y perdedores. En la Argentina y Venezuela, los ganadores son aquellos que tienen un acceso preferencial al tipo de cambio, aquellos que se benefician con el despilfarro del gobierno y aquellos a quienes no les importa hacer largas filas para comprar productos racionados.
Un sistema así puede generar un conjunto de creencias populares que se retroalimentan y que pueden explicar por qué países como la Argentina y Venezuela toman, una y otra vez, atajos sin salida. Dado que tantas empresas ganan dinero a partir de las rentas creadas por el racionamiento del tipo de cambio, en lugar de generando valor, es fácil creer que los mercados no funcionan, que los empresarios son especuladores y que los gobiernos necesitan controlarlos e imponer precios "justos". Muchas veces, esto permite que los gobiernos le echen la culpa al auto, e inclusive a los pasajeros, cuando se pierden.
Ricardo Hausmann, a former minister of planning of Venezuela and former Chief Economist of the Inter-American Development Bank, is a professor of economics at Harvard University, where he is also Director of the Center for International Development.