Cómo hemos llegado hasta aquí

La pregunta “¿qué está pasando en Cataluña?”, que de manera casi inevitable se nos suele formular a los ciudadanos de esta comunidad en cuanto ponemos un pie fuera de los límites de la misma, no tiene, desde luego, una respuesta simple. A pesar del empeño de los profesionales del trazo grueso, resulta prácticamente imposible dar cuenta de la complejidad de la actual situación por recurso a unos pocos elementos. Y una dimensión fundamental para hacer algo más inteligible dicha complejidad es la de los antecedentes. En efecto, poco se entiende de lo que está teniendo lugar en esta esquina de España si no se complementa la pregunta inicial, de apariencia meramente sincrónica, con otra, que atienda a los factores que están en el origen de todo y que han contribuido eficazmente a que haya terminado por ocurrir lo que ahora estamos viviendo.

“¿Cómo hemos llegado hasta aquí?”, podría ser la formulación de esa otra pregunta, de carácter más histórico. Sin duda, como sucede en cualquier situación social relevante, por la confluencia de diversos factores, no solo de diversa importancia sino también de diversa antigüedad. Probablemente podríamos diferenciar a los diversos sectores que apoyan el proceso soberanista catalán por su énfasis en uno u otro factor. Así, tendríamos en primer lugar a quienes apelan a factores próximos a lo que un historiador francés de la escuela de los Annales habría llamado la long durée, considerándolos como el origen de todos los males que padece Cataluña hoy.

Cómo hemos llegado hasta aquíA este grupo pertenecerían, por ejemplo, quienes llevan a cabo una particular interpretación de los acontecimientos de 1714, considerándolos como la fecha de la pérdida de una libertad nacional que solo se recuperará plenamente cuando la nación catalana disponga de su propio Estado. Se desprende de semejante explicación de las causas remotas de la situación presente que los alineados en dicho sector —independentistas pata negra, si se me permite la expresión— son absolutamente renuentes a reconsiderar sus metas últimas por razones coyunturales o tácticas. De ellos no se predica en modo alguno frases como “el PP es una fábrica de independentistas” o similares, porque sus convencimientos se supone que son mucho más firmes (de hecho se pretenden anclados en la razón histórica) y no constituyen una mera reacción ante agravios particulares, por más persistentes que sean. Desde su perspectiva, en fin, ni la más consensuada o concesiva propuesta de encaje de Cataluña en España resultaría aceptable.

Un segundo sector de soberanistas vendría constituido por aquellos que, sin remontarse tres siglos atrás, localizan en la forma particular en la que se llevó a cabo la Transición la causa de todo lo malo que ha venido después. En algún sentido, el nacionalismo catalán en el poder nunca dejó de insinuar este argumento, por más que en los últimos tiempos, para subrayar la gravedad de los agravios más recientes, dibuje un pasado casi idílico de colaboración con los Gobiernos centrales durante la primera parte de la democracia. No siempre resultan nítidos los perfiles de este segundo sector. Con toda probabilidad, la querencia, propia de todo nacionalismo, a alcanzar un Estado propio proporciona una clave que arroja luz sobre la deriva de la política catalana a lo largo de la democracia. En cualquier caso, no es menos cierto que tanto los políticos nacionalistas como sus votantes no constituyen una unidad homogénea y compacta. En el interior de este grupo se puede encontrar tanto líderes partidarios de que la reivindicación de mayor autogobierno no entre en conflicto con una satisfactoria articulación en España, como votantes capaces de alternar su voto, repartiéndolo entre la derecha española y la catalana, según la elección de que se trate.

El tercer sector soberanista estaría formado por todos esos independentistas sobrevenidos (el mismo Artur Mas, según propia declaración) que entienden que el desenlace final del proceso estatutario, esto es, la sentencia del Tribunal Constitucional deslegitimando la decisión tomada por la ciudadanía catalana en referéndum, proporciona justificado argumento para abrazar la causa independentista. No hace ahora al caso entrar a discutir en qué medida la justificación tiene mucho de non sequitur, como han observado acreditadísimos constitucionalistas al subrayar que dicha sentencia contenía más un rechazo del procedimiento seguido que de la cosa misma, por lo demás perfectamente defendible por otras vías. Pero la percepción de la realidad (por más errónea que aquélla pueda llegar a ser) forma parte de la realidad, y el hecho incontrovertible es que el tópico ha hecho desafortunada fortuna y se ha convertido en una de las afirmaciones recurrentes del argumentario soberanista.

Estos tres sectores componen lo que, un tanto exageradamente, ha dado a veces en llamarse bloque cuando, de hecho, tal vez convendría más utilizar un término que destacara su carácter compuesto y heterogéneo, fluido y en ocasiones un tanto magmático. En realidad, su aparente unidad, como a cualquier observador mínimamente atento no se le escapa, pende de una sola reivindicación: la consulta, que, en el hipotético caso de verse satisfecha, dejaría a la vista las notables diferencias que separan a las diversas fuerzas políticas que hasta ahora parecen caminar juntas. Baste con señalar que hace escasas semanas se hizo público que Unió Democràtica de Catalunya tenía previsto decidir su voto sobre la consulta en un consejo nacional extraordinario, a finales de septiembre o principios de octubre, esto es, una vez aquélla hubiera sido convocada. Por no recordar una vez más las tensiones internas que padece ICV, cuya dirección todavía anda rumiando si organizar un referéndum en el que la militancia le indique a la dirección lo que debería proponer a la ciudadanía catalana, llegado el momento de decidir el futuro de Cataluña.

Porque, en efecto, lo que se sigue de una defensa contingente, casi accidentalista, de la independencia (que aparece claramente expresada en boca de quienes afirman que es el supuesto maltrato de la lengua y cultura catalanas, el déficit inversor o cualquier otro agravio particular y contingente la causa de su independentismo) es que, desde un punto de vista lógico, constituye una toma de posición perfectamente reversible. A diferencia de quien piense que Cataluña constituye un sujeto político preexistente históricamente, cuyos derechos le fueron arrebatados hace tres siglos (aunque los hay que sitúan el momento en el final de la Guerra Civil), los independentistas de nuevo cuño no deberían tener, por pura coherencia argumentativa, graves inconvenientes en reconsiderar su posición en el supuesto de que los motivos de su agravio desaparecieran o, cuanto menos, encontraran remedio.

No se trata de limitarse a celebrar las contradicciones de la propuesta independentista o de complacerse en denunciar sus inconsistencias. Quedarse ahí, en la constatación de las debilidades del adversario político, además de insuficiente desde el punto de vista del análisis, puede resultar decididamente peligroso. Porque se corre, en efecto, el peligro de alimentar en algunos la expectativa de una derrota sin paliativos del soberanismo, cuando de lo que debería tratarse precisamente en este momento es de intentar reconstruir los puentes que permitan evitar no ya solo esa preocupante confrontación que no deja de anunciarse (llámesele choque de trenes, accidente insurreccional o de cualquier otra forma), sino, tal vez sobre todo, la fractura civil de la sociedad española y catalana.

Dejemos el triunfalismo o su envés, el catastrofismo, para los agitadores profesionales y extraigamos de la adecuada redimensionalización del problema las consecuencias pertinentes. Ahuyentados (o en trance de estarlo) los temores injustificados, es la hora de los acuerdos y de la generosidad, del arrojo político y de la racionalidad. Si alguien está de más en este momento son los hooligans de cualquier pelaje. Cuando tanto consejeros del actual Gobierno catalán, como su mismo presidente, empiezan a deslizar afirmaciones como que la batalla será larga, o que no pasa nada porque haya que aplazar la consulta o cambiar la pregunta, están alzando una tímida bandera blanca a la que el Gobierno central debería responder con inteligencia y tacto. A fin de cuentas, Alemania conquistó el Mundial porque le ganó por la mínima a Argentina, no porque le endosó siete goles a Brasil.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona y autor del libro Una comunidad ensimismada (La Catarata).

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *