Cómo juzgar el momento económico

Con demasiada frecuencia, los analistas juzgan los éxitos de la economía a partir de las tasas de crecimiento que registra el producto interior bruto (PIB) de un país. Es discutible que se utilice la variación absoluta de este indicador (que el PIB sube o baja) y no se cuenten otros valores relativos (como la renta per cápita, que contempla también la variación de la población), o el que refleja el bienestar residual de los hogares, entendido como la diferencia entre los ingresos y los gastos necesarios para la obtención de esa renta. Y es más discutible aún que se considere que el éxito económico radica en el crecimiento continuo del PIB.
Desde una concepción ecológica, de la que la economía no debería sustraerse, el éxito tendría que consistir en crecer de manera regular y estable, compatible con las variables sociales del entorno: de los recursos naturales, la mano de obra disponible y bastante formada, las infraestructuras públicas y de apoyo, etcétera... con la cohesión interna que permita mantener el capital social y los valores culturales de una comunidad. Pretender lo contrario es estrellarse. Por lo tanto, no está de más que el ciudadano entienda que una constante aceleración del crecimiento, cuando las bases de las que se parte son cada vez más altas, no tiene futuro. Hay que ir, por tanto, a la mirada larga, la que contempla la velocidad media del trayecto que se quiere recorrer.

Creo que la lógica del oikos-nomeia (las reglas para gobernar nuestro hogar) debería imponerse hoy entre los analistas del catastrofismo económico, ahora que se pretende tanto hacer de la necesidad virtud, como lo contrario, convertir en supuesta virtud la necesidad de crecer aceleradamente. Y siempre enfatizando la cuantía de la caída, sea para minimizarla o exagerarla.

Aplicados estos conceptos a la situación económica española, todos sabíamos --o deberíamos saber-- que el crecimiento que registraba la renta en estos últimos años de ladrillo y creación de empleo de baja productividad era más bien una anomalía, una punta del ciclo insostenible cara al futuro. Era absurdo que un empresario con dos dedos de frente no hiciera provisión de fondos para hacer frente a situaciones diferentes, y pensara que podía seguir expandiéndose como si lo extraordinario que estaba viviendo fuese lo normal. Por la misma razón, ha sido también ilógico que alguna Administración pública utilizara los ingresos extraordinarios por los impuestos sobre el consumo y la construcción, derivados de un ciclo fuera de lo normal, para afrontar su gasto ordinario y recurrente, como si aquellos ingresos fiscales los tuviera para siempre. Dicho sin rodeos: cuesta asumir que lo que es lógico, porque lo hacemos todos en casa, no se traslade al comportamiento empresarial o de la Administración.

Más aún. Si a alguien con responsabilidad social se le preguntara el tipo de crecimiento económico que prefiere: uno menor, pero que responde a una tendencia estable, o bien uno más alto, más volátil, es más que probable que pueda preferir el primero. Es simple: quien gestiona lo de todos tiene en cuenta el desarrollo económico no aisladamente, sino en el conjunto del entorno. Cuando la tendencia de crecimiento se escapa impulsada, por ejemplo, por un sobreconsumo, no puede sino generar preocupación: muy probable aumento de la inflación, deterioro de la tasa de ahorro, aumento de las importaciones ante una producción interna que no da abasto a la demanda, y el agravante del déficit exterior correspondiente.

Los crecimientos desordenados, a la vez que inflan burbujas, distorsionan las políticas públicas existentes. Ajustarse a las nuevas situaciones no es automático. Por ejemplo: no se improvisa una política de acogida a los inmigrantes, con vivienda digna, intermediación social, mercado de trabajo ordenado y servicios sociales que ayuden a la correcta integración de los recién llegados. Las conselleries de Treball, Salut, Acció Social y Habitatge no están preparadas para ayudar a absorber suavemente cualquier punta extraordinaria provocada por un crecimiento económico coyuntural, aunque todo vale cuando las cosas van bien. Y, al contrario, tampoco están preparadas para gestionar su crisis, también extraordinaria, con recursos suficientes. Con el agravante, en un Estado descentralizado como el nuestro, de que buena parte de los beneficios fiscales (cotizaciones sociales e impuestos de beneficios empresariales) han engrosado durante la bonanza económica las arcas de la Administración central, mientras que los costes de las políticas públicas tienen que soportarlos, en época de vacas flacas, las comunidades autónomas, desde la apariencia, además, de su fracaso de gestión en la respuesta a las necesidades sociales sobrevenidas.

Es ingenuo pensar que con la globalización una economía nacional puede impermeabilizarse del ciclo y vivir con un crecimiento estable perpetuo. Está claro que las crisis no se planifican. Para decir que una economía es sólida debe tener un crecimiento razonable, sobre la base de las mejoras de productividad, compatible con el entorno social en el que se produce y con políticas públicas de acompañamiento preparadas para suavizar sus ciclos. No sirven los big bangs de sectores económicos concretos que después de privatizar las ganancias más probablemente querrán socializar las pérdidas.

Guillem López-Casasnovas, catedrático de Economía de la UPF.