Cómo llegar a la Luna en el siglo XXI

El reciente debate sobre la idoneidad de lanzar una misión tripulada a la Luna conecta, de alguna manera, con otros debates muy de actualidad en política científica y de innovación. Con reflexiones que recorren estos meses los pasillos de Bruselas y que, muy pronto, llegarán a nuestro país.

Aunque parezca un juego de palabras, es posible ser innovador en política de innovación: es posible —y necesario— ensayar nuevas aproximaciones al diseño de los programas públicos de apoyo a la I+D+i. Todos los profesionales del sistema —sean profesores, clínicos o gestores empresariales— saben a lo que me refiero: líneas prioritarias, gastos elegibles e intensidades de ayuda son, junto con una lista interminable de acrónimos europeos, su lenguaje cotidiano. Pero más allá de ellos, cada nuevo periodo de programación abre una discusión más de fondo y mucho más relevante: ¿estamos acertando con el diseño de las políticas de ciencia e innovación?, ¿estamos consiguiendo los objetivos sociales y económicos esperables de la inversión pública en esta materia?

En el marco comunitario, con una cultura de evaluación bien asentada, este debate marca los periodos de evaluación intermedia del programa vigente, el Horizonte 2020, y de preparación de su sucesor, el futuro Noveno Programa marco de investigación e innovación 2021-2027. Como ondas que se propagan en el agua, el debate se traslada pronto de Bruselas a las capitales y de éstas a las instituciones. En ellas se va dando forma a la posición de cada país sobre el futuro programa mientras, de reojo, se mira a los planes nacionales, diseñados a menudo con los mismos principios.

En el caso español, tanto la estrategia nacional como el plan estatal de I+D+i 2017-2020 se han construido sobre un principio básico de Horizonte 2020: la organización en torno a grandes retos. Hablamos de desafíos como el cambio climático o el cambio demográfico que, a su manera, han sustituido a las viejas prioridades temáticas de naturaleza académica (materiales) o sectorial (procesos y productos químicos). Sin renunciar a la investigación no orientada, este diseño busca contribuir más y mejor a la creación de oportunidades económicas y sociales, cerrando la brecha entre investigación, empresa y sociedad.

La evaluación intermedia de Horizonte 2020, publicada el año pasado, no es muy convincente en este sentido. De modo que el ciudadano europeo puede preguntarse si los científicos están contribuyendo a hacer Europa más saludable y más independiente energéticamente o si, por el contrario, han sido los retos socioeconómicos los que han trabajado —por así decirlo— para alimentar la agenda de investigación propia del sistema científico y empresarial. Un informe independiente, encargado por la Comisión Europea en 2017, es tajante en este sentido: “Hay un déficit de innovación en el corazón del débil crecimiento europeo; Europa no capitaliza suficientemente el conocimiento que produce”.

Los expertos proponen un nuevo enfoque: el de una nueva política de ciencia e innovación basada en “misiones”. Inspiradas en el programa Apolo —cuya piedra fundacional es el compromiso de Kennedy en 1961 de “poner un hombre en la Luna antes de acabar la década”—, las misiones vendrían a polarizar los esfuerzos de investigación en torno a propósitos bien definidos: contribuyendo a solucionar problemas persistentes, generando liderazgos tecnológicos a partir de ellos y combatiendo el divorcio ciencia-sociedad con un relato convincente y fácil de comunicar. En términos prácticos, pasaríamos del reto del cambio climático a la misión de descarbonizar la economía de un centenar ciudades en 2030; del desafío del envejecimiento saludable a la reducción a la mitad, en la misma fecha, de la carga asociada a las enfermedades neurodegenerativas.

La propuesta es ilusionante y la Comisión Europea acaba de lanzar una consulta pública partiendo de la definición de misión propuesta por Mariana Mazzucato, quien sugiere los ejemplos citados. Nadie espera que todo el noveno Programa Marco se organice en torno a misiones, pero sí lo haría una parte significativa. Suficiente como para comenzar a preguntarse ya cuál debería ser la posición de España al respecto. Adicionalmente, emerge una pregunta aún más importante: ¿debe la futura política española de I+D+i organizarse también en torno a misiones? Y si es así, ¿cuáles deberían ser?

La pregunta esconde tres desafíos de gran calado. El primero es de decisión (cuáles), el segundo de participación en la decisión (quiénes) y el tercero de gobernanza de la política resultante (cómo).

A nadie se le escapa que priorizar no sería sencillo. Las misiones tienen sentido si son pocas, claras y con indicadores bien definidos; pero también si responden a problemas específicos que podrían, incluso, tener una expresión diferente en los diferentes territorios —basta pensar en los retos asociados al agua—. De hecho, la decisión sobre las misiones europeas no debería tener un reflejo directo en las eventuales misiones españolas, que habrían de ser propias de nuestro país. Esta sería la única forma de que tuvieran un efecto tractor sobre las capacidades de I+D nacionales y generaran liderazgos locales que, posteriormente, poder exportar.

En términos de participación, la definición de las misiones no debería corresponder solo al ministerio competente, y ni siquiera al Gobierno, sino al conjunto del país. Sería preciso dar voz a agentes no tradicionales del sistema de innovación, como los gobiernos municipales o los representantes de la sociedad civil. Es una complejidad a la que no estamos acostumbrados pero que, como recompensa, ampliaría la comunidad de intereses en torno a los beneficios sociales de la I+D+i, un objetivo muchas veces olvidado en el debate sobre la financiación de la investigación.

Si estos dos desafíos les parecen complejos, no se pierdan el tercero: el de la gobernanza. En España, como en la mayoría de los países europeos, será difícil gestionar programas de I+D+i dirigidos a misiones desde agencias —la Agencia Estatal de Investigación y el CDTI— que, por diseño, son de carácter horizontal. La metáfora del programa Apolo es oportuna para recordar que es más sencillo hacer política de innovación misional desde agencias de carácter vertical, como lo son la NASA o DARPA en Estados Unidos. En nuestro país, el gobierno de las misiones exigirá un mayor compromiso con la innovación por parte de otros ministerios y consejerías y, cada vez más, de las alcaldías; instituciones que no son “propietarios” de la política de I+D+i, pero sí de los retos públicos: la economía circular, el transporte inteligente, la seguridad de los ciudadanos (y sus datos) o la calidad de vida de los pacientes.

Esta complejidad no debería desanimarnos: solo es el reflejo una realidad que ha venido para quedarse. Con misiones o sin misiones, la política de ciencia e innovación avanza hacía una concepción más integral y más cooperativa, tanto del lado de la oferta —innovación abierta— como de la demanda —compra pública de innovación—. A investigadores y empresas les toca innovar en la forma de hacer I+D: de generar conocimiento relevante para la sociedad y de ponerlo en valor en el mercado. A las instituciones les toca innovar en el diseño de programas públicos para apoyarles. Toca ensayar nuevas aproximaciones y éste es un buen momento —tan bueno como otro cualquiera— para ponerse a ello.

Diego Moñux Chércoles es socio director de Sience & Innovation Link Office

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