¿Cómo lo llevas, Joe?

Esta semana, Joe Biden cumple cien días en el poder. La marca, una tradición de la política estadounidense desde los tiempos de Franklin D. Roosevelt, sirve para medir la vitalidad del nuevo mandatario.

Funciona de la siguiente manera. Conforme se acerca la fecha, los corresponsales políticos cogen un papel, un bolígrafo, y empiezan a enumerar lo que ha hecho el nuevo presidente durante sus primeros tres meses en la Casa Blanca. Una vez terminada, la lista sirve para especular sobre qué le espera al país durante los tres años y pico restantes. ¿Cambiarán las cosas? ¿Hasta qué punto? ¿En qué dirección?

Por lo pronto, Biden, que llegó a la presidencia envuelto en una nube de rumores sobre lo gagá que estaba, ha firmado 42 órdenes ejecutivas e impulsado once leyes, entre las cuales destaca un paquete de ayudas económicas para combatir los efectos de la pandemia valorado en 1,9 billones de dólares.

Además, ha revertido parte del legado de su antecesor. Hoy, Estados Unidos vuelve a formar parte del Acuerdo de París contra el cambio climático y no ha consumado el abandono de la Organización Mundial de la Salud. Tampoco sigue en marcha la construcción del muro fronterizo.

Puesto de otro modo. En tres meses, Biden ha echado por tierra 62 de las 219 órdenes ejecutivas firmadas por Donald Trump durante los últimos cuatro años. Para ser un viejo chocho, no está mal.

Yendo a lo concreto, que a fin de cuentas es lo que importa, uno de los mayores logros del presidente ha ocurrido en el frente pandémico. Biden prometió que, durante sus primeros cien días en la Casa Blanca, las autoridades administrarían 100 millones de pinchazos.

Una promesa que ha cumplido con creces. Cuando faltan tres días para que se cumpla el plazo, ya se han administrado 230 millones de pinchazos, y Estados Unidos podrá adentrarse en mayo con 96 millones de personas completamente vacunadas. El 29% de la población.

Otro frente donde se ha lucido más allá de las expectativas de su electorado es el de las relaciones internacionales. Algunos conservadores se pasaron parte de la campaña diciendo que las potencias extranjeras, con China a la cabeza, se estaban frotando las manos ante la posibilidad de lidiar con Biden. La quintaesencia del hombre blandengue. Un hombre blandengue y, además, senil. Esta narrativa concluía que, en lo tocante al gigante asiático, Estados Unidos no podía permitirse una política exterior diferente a la de Trump.

Hoy por hoy, quedan pocos acusándole de ser un pelele. Su equipo, liderado por Antony Blinken, un veterano de los palacios washingtonianos, y el joven Jake Sullivan, un adicto al trabajo que visitó 112 países cuando estaba a las órdenes de Hillary Clinton, tiene claro que con China no valen medias tintas.

Ya en la primera conversación oficial entre ambos gobiernos, ocurrida el 5 de febrero, los norteamericanos, decididos a mantener las tarifas impuestas por Trump, sacaron a relucir los derechos humanos. El emisario chino respondió acusando al nuevo inquilino de la Casa Blanca de ser un entrometido.

Lejos de relajarse, desde aquella primera toma de contacto las tensiones no han hecho más que aumentar. Días después, fue el propio Xi Jinping quien llamó a Biden para plantear un clima de respeto mutuo: “Si tú no te metes en mis asuntos, yo no me voy a meter en los tuyos”. Biden contestó preguntando por los planes expansionistas de China, concretamente por Taiwán, y volvió a sacar lo de los derechos humanos.

Pero no quedó ahí la cosa. Tras aquella segunda llamada telefónica, Estados Unidos anunció sanciones a 24 mandamases del Partido Comunista de China por el affaire de Hong Kong y unos días más tarde, durante la primera cumbre presencial entre ambas potencias, celebrada en Alaska, la delegación estadounidense criticó la represión que Pekín está ejerciendo sobre la minoría uigur en la provincia de Sinkiang.

Con todo, hay una diferencia entre la actitud de Biden y la que mantuvo Trump durante su mandato. El primero es consciente de que esta batalla no conviene presentarla en solitario. Por eso ha comenzado a estrechar lazos con sus aliados en Asia, principalmente Japón, India y Corea del Sur, al tiempo que trata de recuperar la confianza de la Unión Europea.

La beligerancia del 46º presidente de Estados Unidos no termina con China. Rusia, que lleva semanas tanteando al nuevo mandamás moviendo tropas en la frontera oriental de Ucrania, ha visto como a Washington no le ha temblado el pulso a la hora de imponer sanciones sobre toda una serie de representantes del Kremlin acusados de impulsar una campaña de desinformación en Norteamérica.

En el plano de lo simbólico hay tres cuestiones que podrían tener consecuencias.

La primera ha sido el distanciamiento de Biden del régimen saudí.

La segunda ha sido la ratificación de los planes de Trump en torno a Afganistán. El expresidente se comprometió en su día a sacar todas las tropas esta primavera y Biden ha confirmado la retirada. Será, eso sí, en otoño. En cualquier caso, supondrá el punto final de la guerra más larga en la historia del país.

La tercera cuestión tiene que ver con Turquía, y es que en Ankara no ha sentado nada bien que el gobierno estadounidense haya reconocido, tras décadas haciendo el amago, el genocidio armenio.

Esos son, grosso modo, sus logros. Mejor dicho: lo que aplaude una parte sustancial de los estadounidenses. Una sociedad que lleva década y pico polarizándose a gran velocidad. Una sociedad, en fin, donde resulta imposible agradar a grandes mayorías.

Claro que no todo han sido aplausos. Durante sus primeros cien días pisando moqueta, las críticas también se han ido acumulando. Lo más preocupante, para Biden, es que no sólo llegan desde la derecha.

La cuestión de la inmigración ha sido, y sigue siendo, uno de sus mayores quebraderos de cabeza. Cuando Biden llegó a la presidencia, lo hizo con un discurso tremendamente progresista en lo social. Prometiendo diversidad, diversidad y diversidad (las mujeres suponen el 46% de su gabinete y los blancos sólo acaparan la mitad del mismo). En esa línea, como Trump optó por darle candela a la inmigración, Biden se dedicó a prometer lo contrario.

La paradoja es que su victoria ha generado (o ha coincidido con) tal avalancha de inmigrantes procedentes de Centroamérica que la frontera sur de Estados Unidos ha colapsado. Por eso, por razones logísticas en lugar de políticas, todavía hay cientos de niños retenidos en instalaciones de la Patrulla Fronteriza. Y también por esas mismas razones logísticas se está denegando el asilo a miles de personas. En otras palabras: Biden ha querido dejar de ser Trump. Pero, hoy por hoy, la situación en el Río Bravo no ha cambiado gran cosa.

Hay quien dice que el pitote fronterizo, muy criticado desde la izquierda, o sea, por una parte de su electorado, es lo que llevó a Biden a opinar sobre el juicio a Derek Chauvin, el agente de policía que mató a George Floyd el año pasado, antes de conocerse la decisión del jurado. “Estoy rezando para que el veredicto sea el correcto” dijo. O sea: proclamó estar rezando para que Chauvin fuese declarado culpable.

“Como si no hubiese nada inapropiado en que un presidente se inmiscuya en el juicio más tenso desde el caso de O. J. Simpson” escribió días después Freddy Gray, director de la edición estadounidense de la revista The Spectator.

Poco después, Chauvin fue declarado culpable de todo lo que se le acusaba y Biden celebró la decisión afirmando que suponía “un paso de gigante” en la lucha contra “el racismo sistémico que mancha el alma de esta nación” (se espera que los abogados del expolicía recurran alegando que su cliente no ha tenido un juicio justo debido a la presión pública ejercida sobre el jurado).

En resumidas cuentas, si ponemos todas las decisiones tomadas hasta la fecha en una misma cesta, puede trazarse una línea evidente entre el Biden doméstico y el Biden que está viendo el mundo.

En casa, el cuadragésimo sexto presidente, históricamente ubicado en el centro, parece haber hecho suya una parte de la agenda esgrimida por el ala izquierdista del Partido Demócrata. Esta es una facción que exige más. En parte porque de entrada ya pedía más, y en parte porque nunca está satisfecha, aunque de momento no parece descontenta. Está, sí, el tema migratorio. Sin embargo, hay entendimiento en el frente climático, el económico y el identitario.

La pregunta que se hacen muchos es si la sintonía durará, porque se rumorea que conforme se acerquen las elecciones legislativas de 2022, Biden virará hacia el centro. Ya veremos. Y veremos también si para entonces ha conseguido poner en marcha su ambicioso plan de infraestructuras, valorado en dos billones de dólares y que, dicen los expertos, traerá consigo cambios de calado.

En cuanto a su proyección internacional, Biden se ha revelado como un continuista. Es cierto que, consciente del mal negocio que implica ir de caballero andante por la vida, ha suavizado las formas con muchos viejos aliados.

Ahora bien, con los sospechosos habituales (Rusia y China) está aplicando la mano dura. Y con América Latina, y en concreto con Cuba y Venezuela, sigue aplicando lo que viene siendo la deriva conservadora gringa de toda la vida.

Borja Bauzá es periodista.

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