Cómo materializar la solidaridad europea

Joaquín Almunia, comisario europeo de Asuntos Económicos y Monetarios, ha acabado diciendo en voz alta lo que se rumorea desde hace meses en Bruselas: que España y Portugal han sido nombrados, después de Grecia, los países más preocupantes de la zona euro. Pero lo que no menciona el comisario es que la Comisión de Bruselas se comporta ahora como si no hubiera habido crisis, y quiere obligar a esos países a someterse a un pacto de estabilidad que Alemania, Francia y otros países violaron alegremente cuando les convino. A pesar de la crisis, se trata en definitiva de volver a la política de estabilidad (sin crecimiento real) que impone Bruselas bajo la dirección del Banco Central a la zona euro. ¡Surrealista! Incluso Dominique Strauss-Kahn, el director del FMI, ha repetido una y otra vez que es demasiado pronto para retirar los incentivos fiscales para la reactivación, pero Bruselas, fiel partidaria del liberalismo, hace oídos sordos. Salvamos primero a los bancos, pero después exigimos de los Estados que hagan asumir las restricciones del pacto de estabilidad a las poblaciones. Y todo ello para permitir que el euro fuerte, versión moderna del marco alemán, siga favoreciendo a los países más desarrollados de la Unión Europea.

Los medios financieros están preocupados por la situación que vive España; la Comisión de Bruselas, que los escucha, exige reformas, respondiendo así a las ya viejas reivindicaciones de la patronal española de flexibilizar el mercado de trabajo. Pero focalizar los problemas de España, como también los de los otros países afectados, en las reformas de políticas públicas no sirve en realidad más que para ocultar la verdadera cuestión de fondo: la que afecta a las desigualdades de desarrollo existentes desde la adhesión de España a la Unión, subestimadas en el momento de la entrada a la zona euro y propagadas e incluso ahondadas por la política de competencia que preconiza Bruselas. Ahora bien, Europa no se ha librado de lo que ha actuado de revelador de la crisis, la cual ha subrayado una vez más la importancia de la relación estructural entre el tejido productivo y el instrumento monetario.

En efecto, si dejamos de lado a Estados Unidos, donde el valor de la moneda no está determinado tanto por la riqueza del país como por el privilegio del dólar impuesto al resto del mundo en los años setenta del siglo pasado, constatamos a modo de comparación que la crisis ha puesto en evidencia fundamentalmente una cosa: que los países que mejor han resistido a la crisis financiera son los que están dotados de una verdadera economía industrial, en el seno de la cual la correlación entre la moneda y el sistema productivo es consustancial. China, potencia industrial dotada de una moneda propia (débil), India, Brasil, países industriales que tienen monedas indexadas a un dólar débil; Alemania, potencia industrial exportadora sobre todo dentro de la zona euro y que se beneficia a fondo del euro fuerte. Todos estos países han resistido bien a la explosión del sistema financiero. Es también el caso de Francia, protegida tanto por la política de préstamos de sus bancos, que no han caído en la demagogia hipotecaria, como por su tradición estatista.

En cambio, los países que mayores daños han sufrido son aquellos en los que existe una gran divergencia entre el valor de la moneda y el sistema productivo: es el caso, entre otros, de España, donde el ingreso a la zona euro ha actuado de señuelo durante 10 años y no ha permitido subsanar las desigualdades estructurales respecto a los países más avanzados de la zona euro, y donde se ha desarrollado (como en Irlanda) una economía especulativa de casino ligada al sector inmobiliario, que ha hecho vivir el país por encima de sus posibilidades.

España, incluso, se ha desindustrializado y su especialización en el sector de los servicios tampoco ha sido una elección muy acertada. Y, contrariamente a lo previsto, el euro fuerte no ha funcionado como zona óptima, no ha subsanado los retrasos de los países que más lo necesitaban.

El objetivo de convergencia de las economías europeas está todavía por alcanzar. Resultado: si es cierto que la pertenencia a la zona euro ha permitido encarar mejor la crisis, lo es también que esto ha sido insuficiente y que las debilidades de la zona, ligadas a la gran desigualdad de desarrollo de sus miembros, se muestran ahora con toda su crudeza.

Algunos cuestionan incluso la permanencia de Grecia en la zona euro, pues los fundamentos de su economía, como también los de España y Portugal, seguirán divergiendo respecto al pacto de estabilidad por lo menos hasta 2013. Será imposible alcanzar los tres objetivos del pacto (3% de déficit presupuestario, 60% de deuda pública, inflación de menos del 1,5%), sin unas restricciones presupuestarias extremadamente severas e importantes reformas estructurales. El horizonte es más bien de un 15% de desempleo, una deuda pública de alrededor del 74%, y un déficit que tendrá muchas dificultades en pasar del 12,7% en 2009 al 3% en 2013.

Dicho de otro modo, España -también Grecia, donde los datos son más alarmantes- y Portugal deben empezar a pagar de verdad su entrada a la zona euro: los criterios de convergencia del Tratado de Maastricht rigen para ellos como una auténtica guillotina. Nada está previsto para esta situación: ni la posibilidad de salir de la zona euro para hacer una devaluación competitiva y volver ni arreglos para ayudar a los países en dificultades.

Podemos, sin embargo, considerar al menos tres soluciones. La primera es simbólica y políticamente devastadora para el proyecto europeo: salir del euro. Queda excluida por mil motivos.

La segunda es poner a los países afectados bajo la tutela de Bruselas. Ya es el caso de Grecia. Las reformas impuestas son conocidas de todos: recorte de las políticas públicas, desregularización del mercado de trabajo, reforma (necesaria) del régimen de jubilaciones, etcétera. ¡Ánimo al gobierno que tenga que asumir esa tutela!

La tercera solución es política. Puede conjugarse con la anterior y hacer más llevaderas las reformas. Consiste en una flexibilización de los criterios de convergencia que permita a los países afectados jugar con los déficits públicos y el endeudamiento dentro de un marco definido con Bruselas y por un periodo determinado. Puede hacerse sobre una base reglamentaria definida por consenso sin necesidad de cambiar la letra de los Tratados. Esta flexibilización fue de hecho concedida a Francia y Alemania en marzo de 2005 a título excepcional y temporal para que emprendieran reformas escalonadas en el tiempo; fue reconducida al principio de la crisis para todos. Hoy es más que necesaria para España y los demás países en dificultades. Pero debería convertirse en un derecho mientras no se haya alcanzado un cierto grado de convergencia entre las economías implicadas en el euro. La solidaridad europea tendría así un contenido real.

España, que preside la Unión hasta junio de 2010, podría encontrar aliados de peso (Francia, Italia y otros más) si adelantara una propuesta en ese sentido. Tendríamos entonces el embrión de un gobierno de la zona euro, que podría por fin corregir socialmente la política monetarista de la Unión.

Nada indica, desgraciadamente, que España, no más que Francia en el pasado, se atreva hoy a afrontar el no alemán a semejante gobierno económico europeo. Está escrito, por tanto, que Bruselas y el Banco Central, al ejercer una fuerte presión sobre España, Grecia y Portugal, contribuirán a hacer pagar la rigidez del pacto de estabilidad a poblaciones que son ya víctimas de la crisis.

Sami Naïr, profesor de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla. Traducción de M. Sampons.