Como niños

Cuando yo era niña en Uruguay, a finales de los años cincuenta, me admiraba (y horrorizaba) la llegada al país de niños de catorce o quince años a quienes sus padres mandaban solos desde Europa con una carta de recomendación para algún lejano pariente instalado con mayor o menor suerte en el Río de la Plata. Eran tiempos de penurias en toda Europa y las heridas de la Guerra Civil o de la Segunda Gran Guerra sangraban aún. Muchos buscaban nuevos horizontes al otro lado del Atlántico, mientras que los demás aprendían a vivir entre los restos del naufragio trabajando duro y quejándose poco. Incluso entre los miembros de las clases más favorecidas no había tiempo para mirarse el ombligo y la edad adulta comenzaba en la adolescencia, no había tiempo para pavadas. Esa generación de hombres y mujeres construyó una de las sociedades más prósperas y pacíficas que ha conocido la historia. Tras el trauma de contiendas que costaron la vida de millones y millones de personas e hirieron o mutilaron a otro gran número de ellas, hubo una reacción unánime, un deseo de construir, de hacer las cosas bien.

En el período de tiempo que va desde mediados del siglo pasado hasta principios del actual, la gente -y por extensión también sus políticos- dijeron «nunca más», lo que se tradujo en la creación de pactos y organismos supranacionales como las Naciones Unidas; el Plan Marshall; Unicef, para que velara por la infancia; Unesco, que hace otro tanto por la ciencia, la educación y la cultura; así como el Mercado Común y más tarde la Comunidad Europea. Sucedió además que los temores a una confrontación nuclear y también al comunismo ayudaron, por un lado, a alejar el fantasma de una nueva gran guerra y, por otro, a lograr para la clase obrera occidental derechos y libertades. Simplificando mucho, ese es el mundo que heredamos de nuestros padres, uno en el que el recuerdo del dolor y la guerra ayudó a alcanzar el bienestar y la paz. Llegó a continuación la generación de los baby boomers, la de los nacidos entre 1946 y 1965. La generación por tanto de los Beatles, la del amor libre, la del Che Guevara. Con la alargada sombra de la guerra ahora un poco más lejos, empezamos a ser más hedonistas, más idealistas. Nosotros no queríamos ser como nuestros padres, tan austeros, tan aburridos, tan severos y autoritarios. Por eso decidimos criar a nuestros hijos de modo muy distinto. Del «cuando seas padre comerás huevos» pasamos al padre colega enrollado, ese que se autoproclamaba el mejor de sus hijos. Y esos hijos crecieron y se convirtieron en milenials, es decir los nacidos entre la década de los 80 y la de los 90. Criados entre algodones, se convirtieron en una generación segura de sí misma. Algunos la llaman «La generación Yo» porque, según los sociólogos, los milenials son más egocéntricos que generaciones anteriores, más narcisistas también. Como progenitores son aún más entregados y permisivos que la generación anterior, por lo que los niños se han convertido en el centro del universo. No solo hay que quererlos, mimarlos y sobreprotegerlos, también hay que dejarles que monopolicen las conversaciones, decidan qué se come en casa y dónde se va de vacaciones. Si los niños de los años cincuenta eran adultos a los catorce años, los de ahora no lo son hasta los treinta o los cuarenta. O no lo son nunca, porque uno de los rasgos más notables de la sociedad actual es su infantilización. No solo la de los milenials sino toda ella en general. Incluso los viejos nos hemos vuelto infantiles. Ya nadie quiere madurar, horrible palabro que se parece demasiado al verbo envejecer, el peor de los castigos divinos.

Tiempos duros crean gentes fuertes. Gentes fuertes crean buenos tiempos. Buenos tiempos crean gentes débiles y gentes débiles crean tiempos duros, eso dice Michael Hopf, y a su reflexión podríamos añadir que buenos tiempos crean también gentes infantiles. Mira uno alrededor y el panorama es desolador. La corrección política impone ideas simplistas y estúpidas. La gente es capaz de creer cualquier patraña, cualquier bulo o disparate ahora llamados fake news. Se mueve por impulsos muy elementales, la reflexión no existe; el éxito se tasa por el número de likes que cosechan los llamados influencers, personas que se parecen mucho a lo que uno admiraba cuando tenía catorce o quince años, una cara bonita o un torso cincelado en el gimnasio. Eso o individuos capaces de hacer algo llamativo como caminar, por ejemplo, por el pretil de un edificio de cien pisos o cualquier otra bobada. Los libros que más éxito tienen son para adolescentes que no han leído nada más sesudo que Batman y Robin y, en cuanto al cine, el hecho de que se rueden para mayores La Cenicienta, La bella durmiente, Alicia o Dumbo ya lo dice todo.

Pero tal vez el dato más alarmante sea la infantilización de la política. Quién nos hubiera dicho, por ejemplo, cuando atravesamos el umbral del siglo XXI, que en los Estados Unidos ¡y en Gran Bretaña! tendríamos como mandatarios a dos niños malcriados, a dos adolescentes exhibicionistas y caprichosos capaces de cualquier cosa. En cuanto a los políticos patrios poco hay que decir. Nacidos en tiempos en que los que un tuit vale más que mil palabras y en los que los principios, los valores y las ideas dependen de lo que diga la última encuesta, no es de extrañar que se comporten como lo que son, adanistas bisoños que todos los días creen que están inventando la rueda y, en el caso de los líderes independentistas, como peligrosísimos niños enrabietados empeñados en jugar con cerillas y un bidón de gasolina.

¿Qué está pasando? ¿En manos de quién estamos? Si es cierto que buenos tiempos crean gentes débiles y gentes débiles e infantiles crean tiempos duros, ¿hacia dónde nos dirigimos? Churchill sostenía que el carácter se muestra en los grandes momentos pero se empieza a construir en los pequeños. Con esa esperanza me quedo.

Carmen Posadas es escritora.

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