Cómo no defender las humanidades

Soy amigo de Platón, pero más amigo de la verdad”, dicen que murmuraba Aristóteles cuando exponía los argumentos con los que demostraba que las teorías de su maestro, cuya academia había sido su hogar durante 20 años, eran inaceptables. La frase acude a mi conciencia casi cada vez que veo en los últimos tiempos algún alegato “a favor” de las humanidades. Es comprensible, hasta cierto punto, que muchos de los que nos dedicamos a estas materias veamos con preocupación cómo el interés del público y de los políticos por la filosofía, la historia, la lingüística o la literatura parece que decae más y más; cómo las reformas educativas a todos los niveles parece que las van arrinconando sin remedio; cómo las voces de los intelectuales parecen cada vez menos influyentes en la sociedad; o cómo los conocimientos humanísticos y la capacidad de expresarse de los titulados universitarios parecen menguar a pasos agigantados.

He modulado cada una de estas cosas con un “parece” porque no tengo claro que esas tendencias existan realmente, o sean más bien un ejemplo banal del síndrome de Jorge Manrique (ya saben, aquello de “cómo, a nuestro parescer, / cualquiera tiempo pasado / fue mejor”), combinado con la experiencia histórica del primer acceso masivo de la población a los niveles menos elementales de la enseñanza. Pero, a falta de datos ciertos sobre esta cuestión, el caso es que no deja de rechinarme el ver la continua procesión de falacias que vemos desfilar un día sí y otro también “en defensa” de las humanidades, falacias cometidas en general por quienes precisamente deberían ayudarnos a pensar con rigor. No es este el lugar para hacer un examen exhaustivo de estas falacias, así que me limitaré a señalar algunas de las que me parecen más significativas, y dejaré para otra ocasión la exposición de razones más sensatas (que las hay) por las que es bueno que las humanidades formen parte del sistema educativo y del tejido social.

La formación humanística es un pilar de la democracia. Me temo que la inmensa mayoría de los grandes filósofos habrían levantado la ceja con asombro al escuchar algo así, pues casi ninguno de ellos consideró que la democracia (en nuestro sentido de completa igualdad de derechos, sufragio universal, concurrencia de partidos políticos, etcétera) fuese algo distinto de una pésima idea. Además, a lo largo de la historia, la educación humanística, durante muchos siglos sinónimo de “educación” a secas, ha sido más bien un instrumento para la diferenciación social de las élites económicas, todo lo contrario de una herramienta de emancipación. Resulta curioso que saber historia, filosofía, literaturas clásicas..., algo que, desde la Grecia antigua hasta hace más o menos un siglo se vio como un privilegio de caballeros y una garantía de que esos mismos caballeros iban a ser los que tuvieran la sartén por el mango, haya pasado a ser considerado de la noche a la mañana como un mecanismo imprescindible para el funcionamiento de las sociedades democráticas.

El conocimiento de las humanidades contribuye a nuestra realización como personas. No niego que disfrutar de la literatura, de la historia o de la filosofía supone una de las grandes fuentes de placer que los humanos podemos experimentar, ni que ese disfrute, como muchos otros, requiera un cierto entrenamiento cuyas penalidades no dejan adivinar a veces las delicias que se ocultan tras ellas. Pero conozco a muchísimas personas que nos dedicamos a estos temas y puedo asegurar que no somos, en media, ni un poquitín menos imbéciles en nuestra vida privada y pública que los que no tienen la suerte de hacer de ese disfrute la parte principal de su trabajo, ni somos tampoco más felices, en el fondo, que el resto de quienes gozan de un nivel económico y social parecido al nuestro. Y tampoco sé de mucha gente para la que haber recibido a regañadientes nada más que un pequeño barniz humanístico en el colegio o en el instituto haya supuesto la condena a una vida de miserable infelicidad y alienación, que se habría evitado con unas pocas lecturas más de Kant, de Homero o de Rousseau.

La enseñanza de las humanidades hace que tengamos una ciudadanía más crítica, y por eso la quieren eliminar, sustituyéndola por saberes economicistas. Quizá me falle la memoria, pero juraría que la mayor parte de lo que se estudia en la primaria, la secundaria y el bachillerato son (tal vez en un sentido laxo) “humanidades”, además de que las asignaturas “de ciencias” son enseñadas en general como “cultura científica” o como meros “saberes teóricos”. Vamos, que no recuerdo de mis muchos años de estudiante ni de profesor que en la escuela (ni en la universidad, salvo excepciones) se enseñe “a ganar dinero”, ni siquiera a gastarlo.

En particular, durante décadas hemos tenido en España, en comparación con otros países, una cantidad no pequeña de asignaturas filosóficas (cantidad que la malhadada ley Wert se ha esforzado a conciencia en cercenar); y también creo recordar que nuestro país es uno de los que tienen una mayor proporción de titulados en Filosofía; si fuese verdad que la enseñanza de estas materias contribuye de manera decisiva a tener ciudadanos reflexivos y críticos más que consumidores pasivos o simples adoradores del dinero, la población española actual debería ser la menos consumista del planeta, y estar abarrotando las bibliotecas y librerías, algo que me parece que no sucede. Quizá resulte que hemos tenido muchas horas para enseñar a los jóvenes lengua, literatura, historia, filosofía, etcétera, pero lo hemos hecho tan rematadamente mal que la gran mayoría de ellos se ha aburrido. Y esta posibilidad también me hace no tener muy claro que dedicar simplemente más horas a esas materias fuese a mejorar mucho la situación.

La educación no debe tener como objetivo la empleabilidad, y por eso el Estado debe crear muchísimos más empleos para los titulados en humanidades. En fin, pienso que esta falacia se comenta ella sola.

Como decía más arriba, la denuncia de estos malos argumentos no implica ni mucho menos que esté en contra de la enseñanza de las humanidades, ¡ni mucho menos! Pero creo que quienes las tenemos como profesión deberíamos afinar bastante más las razones por las que tienen que defenderse, y las condiciones en las que su enseñanza tendrá los efectos más deseables. Quede este asunto para otra ocasión.

Jesús Zamora Bonilla es decano de la facultad de Filosofía de la UNED.

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