Cómo no ejercer la diplomacia

La disputa a propósito de Gibraltar, un territorio con una población que equivale a menos de la mitad de la circunscripción electoral de David Cameron, es probablemente, además de lilliputiense, el ejemplo más perfecto de cómo no ejercer la diplomacia.

David Cameron y Mariano Rajoy son más parecidos de lo que están dispuestos a reconocer. Los dos son unos líderes nacionales débiles, que no tienen un auténtico control de la marcha de la política. Los dos están hartos de la UE. Los dos tienen un terrible problema de paro juvenil. Los dos se enfrentan a unas regiones-naciones, Cataluña y Escocia, que no quieren integrarse por completo en las entidades que constituyen el Reino Unido y la España castellana. Los dos países tuvieron grandes imperios, unos sueños que se resisten a desaparecer y persisten en los símbolos de la monarquía. Los dos tienen grandes problemas relacionados con la financiación de sus partidos, aunque Rajoy no llega a la corrupción de poder convertir a donantes políticos en legisladores con el fin de comprar su silencio. Los dos irritan a Estados Unidos, que acaba de firmar un acuerdo a largo plazo de utilización de la importante base naval en Rota, a unos kilómetros de Gibraltar. Los dos poseen peculiares enclaves coloniales, Ceuta y Melilla en el caso de España, y las Malvinas y Gibraltar en el caso de Gran Bretaña. Los dos tienen unos sistemas bancarios desastrosos, cuya quiebra se permitió porque los ministros y funcionarios en Londres y Madrid se encontraban disfrutando de una siesta permanente mientras los banqueros llevaban al mundo a la gran recesión que ha interrumpido el crecimiento desde hace cinco años tanto en España como el Reino Unido.

Españoles y británicos se llevan muy bien. Cientos de miles de británicos consideran que el sur de España es su solárium, más o menos igual que los jubilados de Chicago y Pittsburgh van a Florida. Los españoles son un factor fundamental de los éxitos del fútbol inglés, y, a diferencia de lo que ocurre con los franceses o los polacos, no se advierte ninguna hispanofobia en Gran Bretaña. Entonces, ¿por qué esta absurda disputa entre dos calvos que se pelean por un peine, como decía Borges a propósito de la guerra de las Malvinas? La respuesta es que, con David Cameron y el ministro de Exteriores, William Hague, la política exterior británica se ha trasladado de los intereses a las imágenes.

Casi todas las iniciativas de política exterior del Gobierno desde mayo de 2010 han tenido que ver con la imagen. Las interminables disputas sobre Europa, que han culminado en la propuesta de referéndum, están relacionadas con los problemas internos del Partido Conservador, no los intereses genuinos del Reino Unido. Las ampulosas declaraciones de Sarkozy a propósito de Libia han desembocado en una inestabilidad permanente en el norte de África y un conflicto violento y fuera de control. Las tibias promesas de armar a los yihadistas que se enfrentan a El Asad son intentos de hacer creer que Gran Bretaña tiene una influencia decisiva en los acontecimientos de Oriente Próximo. La reducción de las fuerzas armadas a unos niveles casi insignificantes ha causado consternación en Washington, que ve que el Reino Unido de Cameron es igual que otras débiles potencias europeas.

España tampoco tiene una política exterior coherente, salvo para insultar la época de Moratinos. Sigue negándose a apoyar la política de la UE en los Balcanes y reconocer a Kosovo, una decisión que fue uno de los grandes errores del Gobierno anterior. El nuevo país cuenta ya con el reconocimiento de más de 100 Estados miembros de la ONU, y la negativa española a sumarse a una política común europea cuyo objetivo es estabilizar los Balcanes es indigna de un país importante.

La política exterior exige educar, explicar y estimular la opinión pública. Sin embargo, lo que vemos tanto en Gran Bretaña como en España a diario es un intento de manipular a los medios y obtener titulares, en Londres con el envío de buques de guerra a la región y en España con la propuesta de formar un eje común con Argentina para enfrentarse a Gran Bretaña en la ONU; ¡les deseo suerte! No cabe duda de que las relaciones entre Estados tienen mucho más que ver con la opinión pública que con unos intereses racionales. El próximo verano, la Europa al norte de los Pirineos conmemorará el centenario del baño de sangre de 1914 y las primeras batallas de la larga guerra civil europea de 1914-1945. Merece la pena volver a leer el discurso que pronunció el ministro británico de Exteriores Edwards Grey en la Cámara de los Comunes a finales de julio de aquel año, en el que no dejó de repetir que “la opinión pública” sería la que decidiría si Gran Bretaña entraba en guerra o no.

La opinión pública, muchas veces, es un buen juez. A muchos les indignó la cobardía del gobierno de John Major (1990-1997) cuando se negó a detener el genocidio en los Balcanes. Todavía más numerosos fueron los que dijeron que intervenir en Irak era un error, aunque no hacerlo significara dejar en el poder a un psicópata asesino de musulmanes. En ambos casos, la opinión pública tenía razón y los dirigentes políticos deberían haberle hecho caso.

Hay que educar a la opinión pública sobre Gibraltar. No para que acepten que Gran Bretaña tiene que renunciar a él, cosa que no es probable ni especialmente deseable que suceda, como tampoco España va a abandonar Ceuta y Melilla, Francia va a incorporar Mónaco ni España va a absorber Andorra. Estos restos de la vieja Europa tienen su encanto, y hay que tratarlos como curiosidades, no motivos de conflicto.

Ahora bien, necesitan una administración constante y sensata. Y cierto consenso entre los distintos partidos. En la última gran disputa sobre Gibraltar, hace 10 años, el Partido Conservador decidió emplear el asunto como arma contra el entonces ministro de Exteriores, Jack Straw, que había declarado un sincero pero descaminado empeño en "resolver" el problema. La debilidad actual del gobierno del Partido Popular empuja a los ministros españoles a hacer grandilocuentes declaraciones contra Gibraltar. Por su parte, el ministro británico Hague debe revelar si fue él quien autorizó el lanzamiento de varios bloques gigantescos de cemento, con varas de metal y ganchos, para destruir la legítima actividad pesquera de los botes de los humildes pueblos españoles cercanos al Peñón. El Reino Unido hace bien en reafirmar el estatus de Gibraltar, pero se equivoca al dar carta blanca a la política local para que se permita lanzar interminables provocaciones contra la empobrecida tierra andaluza.

Cuando la derecha apartó temporalmente del poder a Hugo Chávez en 2002, Estados Unidos se apresuró a cancelar unos enormes ejercicios navales con la Marina venezolana que llevaban planeando desde hacía más de un año y tenían un coste de 1.000 millones de dólares. Todo, con tal de no mandar buques de guerra a la región. Es increíble que Londres no haya anulado la visita de lo que EL PAÍS llama “una poderosa flota de guerra” a la zona del Estrecho. Los barcos tienen timones y, en una democracia, los ministros pueden decir a los capitanes que modifiquen el rumbo. Esta falta de sensibilidad es característica de la sordera de Cameron, Hague y Margallo para las relaciones exteriores.

El problema de Gibraltar es manejable. Hace falta que las autoridades gibraltareñas, la Junta de Andalucía, Londres y Madrid se sienten y traten de encontrar soluciones para recuperar el statu quo y establecer un mecanismo de contacto permanente que permita disipar los problemas antes de que lleguen a los titulares.

Mariano Rajoy acaba de hacer esa sugerencia, después de entrevistarse con el rey, que, sin duda, debió de decirle que se dejara de tonterías. Tal vez la reina de Inglaterra pueda decirle algo similar al primer ministro británico. En la pelea por Gibraltar salen perdiendo los dos países. Ya es hora de que veamos una diplomacia de adultos.

Denis MacShane fue ministro británico para Europa de 2002 a 2005. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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