Cómo nos enloquece el poder

Conocemos la fórmula universal: «El poder tiende a corromper, el poder absoluto corrompe absolutamente». Parece ser que el verdadero autor es Lord Acton, académico y político británico, muy influyente en tiempos de la Reina Victoria. A él debemos también una definición de la libertad que se ha convertido en el lema de numerosos intelectuales liberales de Europa: «La libertad no es el poder de hacer lo que se quiere, sino el derecho a hacer lo que se debe». A menudo la fórmula de Acton sobre el poder ha sido transformada por autores diversos y se ha convertido en «El poder vuelve loco y el poder absoluto, absolutamente loco». Locura y corrupción, es cierto, son compañeras inseparables en política. Acton ya no está entre nosotros, pero su pensamiento sigue siendo válido en nuestra época. En este momento, observamos una concurrencia poco común de autócratas en el poder, una constelación inoportuna que incluye a Donald Trump en Estados Unidos, a Vicktor Orban en Hungría, a Lech Kaczynski en Polonia, a Vladímir Putin en Rusia y a Xi Jinping en China. Austria e Italia rozan esta constelación. No tengo en cuenta al África negra ni al mundo árabe (excluyendo a Túnez), que nunca han conocido más poder que el absolutismo, ni a América del Sur (excepto Chile), donde el caudillismo es la norma. Se me objetará que algunos autócratas son elegidos y otros no, y que no conviene mezclarlos. Es cierto, pero la elección, aunque sea justa, no permite comprender la naturaleza del autócrata, al que importa más la existencia o la ausencia de contrapoderes que el respeto a una Constitución auténtica que limite cualquier poder. A este respecto, el caso de Estados Unidos es el ejemplo de una autocracia limitada por la Constitución. Donald Trump es un déspota de corazón y sueña con serlo de hecho. Su temperamento le induce a decidir solo, como acabamos de comprobar en Siria, donde, sucesivamente, deja a los kurdos a merced de los turcos, o abandona a los turcos por el Gobierno sirio de Bashar al Assad. Pero gracias a la Constitución y los contrapoderes de Estados Unidos, las iniciativas del presidente estadounidense son anuladas en 24 horas por el Congreso y la influencia de los medios de comunicación; el poder del presidente estadounidense vuelve loco, pero no absolutamente loco. China ofrece la cara opuesta de un poder que corrompe absolutamente: la destrucción que ha puesto en marcha en Hong Kong el presidente chino no encuentra ningún obstáculo, lo que priva a China de la considerable aportación económica que representaba la plaza financiera de Hong Kong.

Estos dos ejemplos echan por tierra un argumento constante de los déspotas y de los partidarios del despotismo, que es que el poder absoluto es una garantía de eficacia, mientras que la complejidad de los procesos democráticos y la proliferación de contrapoderes conducen al estancamiento de las decisiones y la acción. Estas coartadas de la autoridad son falsas, como ha demostrado la historia hasta la saciedad. Fíjense en los Estados Unidos de Trump: la trayectoria autoritaria del presidente ha conseguido destruir el orden mundial del comercio y el frágil equilibrio político en Oriente Próximo; hace un siglo que la sociedad estadounidense no ha estado tan dividida como lo está ahora debido al racismo exacerbado de Trump; en todas partes -en Rusia, en Corea del Norte, en Arabia Saudí- las autocracias se sienten reforzadas por el comportamiento del presidente estadounidense. Dado que éste no tiene en mucha consideración los derechos humanos y la democracia, los autócratas ya ni siquiera sienten la necesidad de imitarlos. ¿Ineficacia del absolutismo? Rusia languidece con Putin al prohibir que surjan nuevas élites que puedan enderezar su economía y resucitar su cultura. China, donde solo se expresa el príncipe rojo, se hunde en una desigualdad social única en el mundo en un contexto de degradación total de su civilización. En el mundo árabe y en el África negra, donde el despotismo es el único régimen conocido, reinan la pobreza, la corrupción y el folclore, que a menudo es lo contrario de la cultura.

Me objetarán que los pueblos, al menos algunos pueblos, eligen el despotismo; prefieren al hombre fuerte con ideas simples antes que la complejidad democrática. Pero en la mayoría de los casos en los que reina la autocracia, los pueblos no la han elegido, o bien han elegido una vez al déspota, pero nunca han tenido la oportunidad de cambiar de opinión. Es lo que ocurrió con Hitler y Mussolini y ocurre hoy con Vladímir Putin. Por último, hay que admitir que algunos pueblos eligen libremente el despotismo porque el despotismo en sí les conviene, como es el caso con Donald Trump, Viktor Orban, Jair Bolsonaro en Brasil y quizá mañana Argentina con el regreso de los peronistas. En estas situaciones, los culpables son los liberales (utilizo la palabra en el sentido de tolerancia, que es el que tenía en la España de la Ilustración), porque no han sabido explicar su doctrina y porque su programa no tiene en cuenta algo que también motiva a los pueblos: la igualdad tanto como la libertad, la justicia social tanto como la prosperidad, la identidad nacional antes que la globalización. En los países en los que no se conoce la tradición democrática, los liberales están condenados a dar testimonio, como en China, en Turquía, en Rusia, en Irán o en África. Pero en Europa, donde la tradición democrática está arraigada, si el despotismo progresa y corrompe, los liberales son culpables de desidia, ineficacia y oscuridad.

Guy Sorman

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