Cómo perder la IV Guerra Mundial

Por Rafael L. Bardají (GEES, 01/09/05):

Al detener a parte de los terroristas implicados en las explosiones que sacudieron la vida española el 11 de marzo del año pasado, el PSOE de Rodríguez Zapatero, al ver que eran de vecinos de Lavapiés, salieron raudos a los medios a decir que los terroristas islámicos no había que buscarlos en desiertos y montañas lejanas, sino entre nosotros. Al día siguiente de conocerse la identidad de los terroristas suicidas que conmocionaron Londres el pasado 7 de julio, los periódicos de la capital británica abrían sus portadas con un expresivo “They were britons!”. ¡Eran británicos!. Para Zapatero, los terroristas del 11-M estaban vinculados a Irak hasta que llegó a La Moncloa, desde cuando pasaron a ser un grupito de delincuentes comunes metidos a carniceros, de repente, por su odio a la nación que les había acogido. Sin embargo, que el 11-M, el 7/7 (y su réplica frustrada el 21/7) fueran ataques perpetrados por gentes que residían con normalidad tanto en España como en el Reino Unido, no significa que sus actos no puedan enmarcarse en una acción global. De hecho, no hacerlo, no integrarlos en la estrategia de asalto contra occidente de Al Qaeda y el fundamentalismo islámico es la mejor forma para no prevalecer en la batalla a la que nos enfrentamos, para perder la IV Guerra Mundial.

En la guerra, lo primero es entender al enemigo. Desvinculando atentados “locales”, por el mero hecho de que sus autores son residentes legales o nacionales hijos de emigrantes, sólo se pierde la visión de la naturaleza, la estrategia y el alcance de la amenaza fundamentalista. Al Qaeda ha declarado la guerra contra Occidente como se solían hacer antes esas cosas, comunicándoselo a sus agredidos de manera formal a través de una declaración pública. Cierto, como no es un estado, sino una especie de ONG del terror, no ha habido cruce de telegramas ni visitas de embajadores, pero eso no le quieta ni relieve ni fuerza a las palabras de Osama Bin Laden y sus correligionarios. A lo que aspiran es a rendir a Occidente, derrocar a los regímenes corruptos del Oriente Medio e instaurar un nuevo Califato a imagen y semejanza del que un día existió desde Al Andalus a Filipinas. De eso no debe cabernos duda alguna. Otra cosa es que les dejemos.

El hecho de que el ataque más dañino hasta el momento, el 11-S, fuera conducido por foráneos llegados a los Estados Unidos desde diversos lugares (predominantemente Europa), en buena medida distorsionó para el gran público la imagen de Al Qaeda y su modus operando, eso que los militares llaman el código operacional. De tal forma que cuando uno sabe que un suicida como el chino, era vecino de Madrid o que los cuatro del 7/7 tenían pasaporte británico, tiende a desvincular esos atentados de la estrategia global de Al Qaeda. Pero no es así. No sólo hay una tupida red de contactos –muchos de los cuales registrados telefónicamente- entre esos terroristas locales y dirigentes espirituales y operacionales de la red de Al Qaeda, sino que sus acciones se integran perfectamente en el proceso puesto en marcha por la dirección global. Sólo hay que entender cómo.

Hay una cosa, no obstante, cierta: La huella directa de Bin Laden es siempre imaginativa e innovadora. No suele repetir ni el tipo de objetivos, ni la forma de su ataque. De hecho, lo más importante del 11-S es la sorpresa estratégica tanto en su forma como en su alcance. Lo que henos visto en manos de sus asociados aquí en Madrid, pero también en Turquía, Irak y Londres no deja de ser una repetición de algo bien conocido, el coche bomba. En ese sentido, su manera de operar es más convencional, aunque no por ello menos dañina, desde luego. En cualquier caso hay que recordar que para la Jihad, la guerra santa desatada por el fundamentalismo para derrotarnos, el camino hacia la victoria no es lineal. Ni siquiera secuencial. No hay peldaños ni escalera que subir. Para la Jihad la acción misma es un objetivo estratégico. La lucha del jihadista es, no lo olvidemos, una obligación religiosa, que le da sentido a su existencia, que es su seña de identidad y que le proporciona un marco moral que vuelve aceptable su sacrificio personal. Cualquiera que lea la carta que Atta escribió para sus compañeros el día antes de secuestrar y estrellas los cuatros aviones, reconocerá que la fuerza del terrorista islámico deriva no de sus armas, sino de su convicción religiosa.

Puede que para los líderes de Al Qaeda apuntar a atentados cada vez más espectaculares sea un objetivo deseable. De hecho, sabemos por documentación incautada en Afganistán, que Al Qaeda estaba buscando hacerse con un arma radioactiva. Y nadie en su sano juicio puede negar que el terrorismo islámico puede llegar a ser terrorismo con armas de destrucción masiva. Pero al mismo tiempo, la Jihad exige que el proceso de lucha contra infieles, cruzados y judíos –como nos definen- continúe. Es más, desde el punto de vista del jihadista, lo importante no es el objetivo estratégico, sino las acción y el atrevimiento. Su proeza es llevar a cabo atentados. Y cuanto más haya, mejor. Por otro lado, tampoco puede descuidarse que la acción es de enorme importancia para captar y reclutar nuevos terroristas. Es el proceso de la violencia lo que radicaliza a los jóvenes musulmanes metidos a islamistas fanáticos. La acción jihadista es un imán y un polo de atracción.

Por eso no se tarta de buscar elementos de centralización en y descentralización en Al Qaeda; ni contradicciones o falta de conexión entre atentados “locales” y “globales”. Estamos ante acciones que cobran todo su sentido como parte de un frente mucho más amplio y que es la guerra que nos ha declarado el fundamentalismo islámico. Son operaciones distintas, pero conexas. Y si fallamos para verlo así jamás estaremos en capacidad de frenarlas con una estrategia coherente y global. Vivimos en una guerra mundial, pero con el enemigo fuera y dentro, pero no por eso menos enemigo.