Cómo romper la democracia

España es un laboratorio donde se experimenta con la resistencia de los materiales, entendiendo por materiales los fundamentos de la democracia liberal. Por ejemplo, se coge una aleación garantista formada por los principios de presunción de inocencia y carga de la prueba, y se la somete a tracción, compresión, flexión o torsión. Los ingenieros sociales a cargo del laboratorio disponen de instrumentos capaces de ejercer fuerzas crecientes sobre el material, a ver qué pasa. Si las fuerzas son de tracción -modalidad preferida por nuestros gobernantes- el material se estira a medida que se incrementan. Alcanzada la llamada fuerza de ruptura, tanto la presunción de inocencia como el correlativo principio según el cual la carga de la prueba recae sobre el que acusa, se quiebran.

Los ingenieros sociales toman nota y extraen conclusiones.

El coste de los experimentos es elevado: inutilizan elementos definitorios de nuestro sistema. Cuando algo definitorio se altera, ¿en qué momento la naturaleza de lo resultante nos impide seguir considerándolo lo que era? ¿En qué momento de la experimentación con España dejará de tener sentido su inclusión entre las democracias liberales? Este es un punto interesante. Tardará más de lo que cabría esperar porque en todas partes cuecen habas, esto es, en todo Occidente se vive esta involución que graciosamente llaman progreso y que se traduce en la pérdida de garantías y en la liquidación de la igualdad liberal, que lo es ante la ley. Al avanzar todos hacia atrás, la sensación de conjunto será la de que no pasa nada especial. Será que progresamos a la vez.

Pero investiguemos a los investigadores, analicemos a los experimentadores (preludio quizá de futuros experimentos con ellos, ah) y veamos cómo se ha alcanzado la fuerza de ruptura en su último trabajo de laboratorio. La aleación garantista ha sido sometida a estiramiento durante mucho tiempo. ¿En qué consistieron las primeras fuerzas de tracción? En el fomento de un estado de opinión favorable a instaurar protocolos policiales de tipo especial para los casos de violencia de género (entiéndase como violencia machista contra la pareja, solo femenina). Efectivamente se implantaron, de modo que empezamos a saber de hombres acusados de maltrato por su pareja (siempre femenina, insisto) que pasaban el fin de semana encerrados por la sola palabra de la denunciante, sin necesidad de ningún otro elemento indiciario. Llegado el proceso de divorcio, la mujer podía aportar como documento la denuncia o denuncias. Tales ‘antecedentes’ policiales operaban y operan a favor de la mujer, por ejemplo en el régimen de custodia de los hijos, aunque jamás se hubiera alcanzado una sentencia condenatoria contra el hombre. Jugando con el equívoco, esos casos se despachan recordando que el porcentaje de denuncias falsas es insignificante. El equívoco está en confundir deliberadamente las condenas a mujeres por delito de denuncia falsa, cuyo número es efectivamente mínimo, con los numerosos casos en que la denuncia de la mujer no acabó en condena de su pareja (masculina). De acuerdo con el material democrático sometido a tracción, el no condenado es inocente. Sin embargo, la mera existencia de denuncias contra él en este ámbito le sitúa ‘de facto’ en inferioridad de condiciones, ya sea en los citados regímenes de custodia, ya en su entorno social: «A ese lo denunció su mujer por violencia». La cosa será infinitamente peor si la denunciante en falso (no la condenada por denuncia falsa, insisto, sino la que no vio traducida su denuncia en una condena contra su pareja masculina) acusó al hombre de abusar de sus hijos.

Con todo, la tracción sobre el valioso material estudiado no resultaba suficiente para su ruptura efectiva. Romper los principios exigía este resultado: la versión de la mujer debe imponerse siempre. Se aumentó pues la fuerza. Se normalizaron las campañas en medios, en redes y en la calle, contra los jueces que no resolvían de acuerdo con el nuevo dictado de la desigualdad, que los ingenieros sociales llaman equidad y que, como es obvio, resulta incompatible no ya con la democracia liberal sino con la civilización. Entre el griterío del ‘¡hermana, yo sí te creo!’ dedicado a sustractoras y maltratadoras de sus hijos -no ya frustradas en sus acciones judiciales sino condenadas ellas mismas-, se desplegó un fenómeno típicamente contemporáneo, la espiral del silencio. Las personas que no creían a la ‘hermana’ se lo callaban en público, o mentían para sumarse a la corriente que consideraban mayoritaria. Lo que es peor: organizaciones de todo tipo, incluyendo partidos políticos en principio liberales, se pronunciaban en contra de las verdaderas convicciones de sus dirigentes por puras razones de marketing político. Más concretamente, de posicionamiento: «No nos podemos quedar fuera de esto, ni mucho menos enfrentarnos. ¿Dónde nos situaría? Los periodistas preguntan».

No bastaba. Seguía habiendo jueces que resistían la tracción, que no se rompían. Quiso el destino que fuera la presidenta de una asociación llamada Infancia Libre, apoyada públicamente por varios miembros del actual Gobierno, la que encarnara al monstruo: la condenada por sustracción de menores, para completar su concepto de infancia libre, mantuvo aislado y desescolarizado al hijo. Tal como había sucedido con otro experimento relativo a la unidad territorial y los golpes de Estado, el material solo se rompía con el indulto. Parece que, para quebrar nuestra democracia, la izquierda solo puede recurrir al uso arbitrario de una prerrogativa gubernamental. Vale.

Juan Carlos Girauta

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