Cómo sacar un Poder Judicial de la chistera

El poder, ni se crea, ni se destruye: se transfiere. La reforma anunciada del Consejo General del Poder Judicial es una buena muestra, aunque se justifique como el remedio milagroso para hacer del órgano cuestionado un modelo de sencillez, eficacia y economía. Ya lo decía Caro Baroja, ningún dirigente anuncia que sus medidas traerán miserias y males sin cuento a los gobernados, para beneficio y regocijo de los gobernantes.

Los cambios que se proponen ayudarán poco a lograr lo que quiso la Constitución cuando estableció el Consejo como un órgano de garantía, para quitar al Ministerio de Justicia los nombramientos, ascensos e inspecciones y ayudar a los jueces que sufren presiones en casos con repercusiones políticas o socialmente debatidos. No es raro, querer maximizar el propio poder es la sustancia de la política. Pero pueden producir un efecto secundario interesante: que al eliminar prácticamente al Consejo y a las asociaciones como factores de poder, la reforma alimente el de otro órgano, el Tribunal Supremo, mucho más duro de roer.

El resultado del Consejo como institución ha sido decepcionante: sirve de poco al juez que se ve en la vorágine de un caso político o morboso (quizá porque no tiene medios, pero tampoco ha logrado establecer su autoridad); y en vez de alejar la política del trabajo de los jueces, ha alimentado la impresión de que el conjunto de los jueces y tribunales está politizado: injustamente, porque los criterios políticos, a menudo sencillamente clientelares, afectan solo a ciertos cargos judiciales.

Se han probado ya varios modelos, que no han mejorado las cosas, aunque en todos haya habido vocales serios y con buena voluntad. También en el actual, que, pese al escándalo de los gastos de su presidente anterior, ha regulado las condiciones y la carga de trabajo de los jueces, ha sido más transparente sobre los motivos de sus nombramientos y ha expuesto a los candidatos a ciertos puestos a unas comparecencias que quizá no sean decisivas, pero sí reveladoras.

Pero hay bastantes motivos para dudar de que el anteproyecto enviado al Congreso en diciembre sea la solución para los problemas generalmente reconocidos. Para empezar, el Consejo pierde muchos poderes (su autonomía económica, el poder reglamentario, la regulación de las cargas de trabajo) que van a parar sobre todo al Ministerio de Justicia, del que la Constitución quería alejarlos; pero también a las salas de gobierno y a los que los defensores del proyecto llaman, con metáfora de legión romana, los veteranos —especialmente, los magistrados del Tribunal Supremo, sobrerrepresentados en el nuevo modelo—, en un paso más de una perceptible deriva oligárquica.

Las decisiones importantes dejan de tomarse por mayoría cualificada. Eso no simplificará su funcionamiento, como se ha dicho: lo que asegura es que la mayoría decidirá sobre todos los nombramientos sin tener que negociar con la minoría, acabando con un cierto equilibrio, si no pluralista, sí al menos dualista.

Llamativamente, la reforma no incorpora ningún avance en la transparencia o la motivación de sus decisiones, que facilite el control de sus poderes. Tampoco mecanismos nuevos que lo hagan más efectivo para defender a los jueces concretos que necesiten su ayuda.

La estructura y el funcionamiento del órgano se complican mucho, quizá porque el proyecto toma como modelo el Consejo de Estado, un órgano con una función muy distinta (no de garantía, sino —oh casualidad— de asesoramiento del Gobierno), que tampoco es un paradigma de modernidad, ni de relevancia.

Habrá en él dos clases de vocales: unos pocos con dedicación (y sueldo) a tiempo completo, que integrarán la comisión permanente; y una mayoría que solo asistirá al pleno quizá una vez al mes, seguirá entretanto haciendo sus trabajos, cobrará unas dietas… y se enterará de lo que pueda en un órgano que llevarán en realidad su presidente y un nuevo cuerpo de letrados. Es un sistema dudosamente constitucional, porque la Constitución establece un órgano de 20 vocales que funcione colegiadamente. Es fácil imaginar los problemas de incompatibilidad que se producirán y seguirán deslegitimando al Consejo. Argumentar que el nuevo Consejo será más barato tampoco es muy convincente: lo barato sale caro si no cumple su función.

El cambio debilita a las asociaciones judiciales, al quitarles la presentación exclusiva de los candidatos a vocal y, previsiblemente, financiación e influencia. Pero el riesgo de politización no disminuye, en la medida en que los integrantes del Consejo seguirán siendo designados por los grupos parlamentarios, que procurarán —dice el texto— tener en cuenta a los no asociados. Que no cambie el sistema de elección producirá frustración a la mayoría de los jueces, que piensan que la Constitución quiso dársela a ellos y creían que iban a recuperarla. Es verdad que el Tribunal Constitucional resolvió que el sistema de elección parlamentaria es constitucional, pero siempre que no llevara a… lo que pasa cada vez: que los vocales se agrupan en bloques en función de los grupos que los han designado y deciden por cuotas previsibles, con generoso adobo de divergencias broncas y públicas.

La tramitación parlamentaria puede mejorar el proyecto, claro; y el Parlamento acertar al elegir los vocales, escogiendo a personas capaces de cooperar, comprometidas con las obligaciones de su cargo y con la función del Consejo. Pero, por ahora, lo que garantiza este cambio no es una mejor cultura de la independencia judicial, sino una sustanciosa transferencia de poder desde el Consejo al Ministerio de Justicia: desde un sistema de equilibrios complejos entre los vocales del Consejo, las asociaciones, el ministerio y las comunidades autónomas, a uno de intenso predominio del ministerio.

Quizá esto explique que algunos analistas cercanos a la oposición no vean la propuesta con malos ojos: son optimistas, piensan que alguna vez volverán a formar ellos el Gobierno —y olvidan que, ideales constitucionales aparte, la falta de frenos legales y de autolimitación del poder refuerza a quien lo tiene y reduce las posibilidades de alternancia. La cultura política española aconseja ponerse en lo peor. El mejor test para una institución es imaginarla desde la minoría: piense quien apoye el nuevo sistema si le gustaría verlo actuando en beneficio de sus adversarios.

Todo esto, en fin, tiene poco que ver con lo que necesita el sistema jurisdiccional. Y una de las pocas consecuencias buenas de la crisis es que el malestar despabila: empuja a salir de la perezosa modorra de los tiempos de vacas gordas, porque los problemas no son maldiciones de las que no se puede escapar, ni su solución un secreto reservado al conjuro de los expertos. Quien sostiene que no hay alternativas —como Margaret Thatcher en su día o Angela Merkel en la actualidad—, trata de engañar y reducir al desistimiento a los perjudicados por sus decisiones.

Se pregunta uno si los estrategas de las grandes empresas internacionales confiarían la organización de un sistema de gestión y de garantía para problemas muy complejos a un órgano y un cuerpo de letrados inspirados en la Administración del siglo XVII, como hace el anteproyecto. La cultura política, como la orgánica, es muy tozuda: pudiera ser que en vez de simplificar el Consejo, la reforma lo haga solo más ineficiente; que en vez de llevar todo el poder al ministerio, refuerce a otro órgano realmente poderoso, con voluntad de afirmarse y con posibilidades efectivas para controlarle, el Tribunal Supremo —todos cuyos miembros, por cierto, han sido designados por ese Consejo tan perverso; que en vez de ahorrar, se limite a crear otro confortable sarcófago institucional.

Entretanto, los rankings internacionales de eficacia de los sistemas jurisdiccionales siguen situando al nuestro entre países del Tercer Mundo —lo que no atrae inversiones, pero hace las delicias del Economist de Londres cuando analiza cómo nos entretenemos en estos pintorescos países del Sur—. Y, de paso, echa una mano al suyo en la lucha de todos contra todos que llamamos globalización.

Diego Íñiguez es magistrado.

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