Cómo salvar la Corona española

Una vez descubiertas las andanzas patrimoniales y fiscales del Rey Emérito (que tanto se asemejan a la de otros personajes de su generación como el ex president Pujol) y aceptada por Don Juan Carlos I la única solución posible, es decir, apartarse de toda tarea institucional y abandonar España, la pregunta que podemos hacernos es la de si merece la pena conservar la Monarquía como institución central de la Constitución; y, si la respuesta es positiva, qué reformas habría que hacer.

Es indudable el interés político que tiene para algunos partidos utilizar el enriquecimiento patrimonial en negro del Rey Juan Carlos I, al margen de cualquier vía institucional o legal, para impulsar la idea de que la monarquía –«los Borbones»– es, por definición, corrupta y antidemocrática. De paso, se intenta dar la puntilla al «régimen del 78» en la figura del que ha sido su Jefe del Estado durante casi 40 años. También es comprensible el interés de los separatistas por eliminar la figura del Rey que encarna la unidad y permanencia de la nación española máxime después del impecable discurso de Felipe VI en octubre 2017 sobre Cataluña. No obstante, la defensa a ultranza de la Monarquía por parte de otros partidos políticos argumentando su bajo coste presupuestario, su utilidad durante la primera etapa de la Transición o su carácter neutral frente a un posible presidente partidista me parece poco acertada. La actual crisis está provocada por la falta de ejemplaridad del Rey Emérito y es este problema el que hay que resolver urgentemente si queremos conservar una institución que creo puede volver a prestar servicios importantes a nuestro país.

Hay que comenzar por reconocer lo obvio: es un fracaso tremendo el que el Rey Emérito haya hecho de su capa un sayo tanto en cuestiones personales como patrimoniales (ambos aspectos están relacionados) aprovechándose de los agujeros del sistema y sobre todo de la tolerancia y pasividad de quienes debían haber velado por su ejemplaridad: el personal de la Casa Real, los políticos de uno y otro signo y los periodistas y empresarios que durante tanto le dieron cobertura. En ese sentido, el fracaso es tan suyo como de Don Juan Carlos y resulta especialmente amargo por coincidir con una situación de crisis política, económica e institucional que sabe a fin de etapa. Pero, dicho eso, quizá es más interesante centrarse en los problemas de la propia institución para ver en qué medida se pueden solucionar. En primer lugar, porque lo que importa, al menos desde un punto de vista democrático y de buen gobierno, no es tanto si el jefe del Estado es un presidente electo o un Rey hereditario (sus funciones representativas y arbitrales deben ser esencialmente las mismas en un régimen parlamentario) sino si la Jefatura del Estado está adecuadamente diseñada para cumplir con sus funciones constitucionales.

La cuestión de la ejemplaridad me parece especialmente importante en el caso de una Monarquía, precisamente porque un Rey no está sometido a elecciones y el mecanismo básico de rendición de cuentas en una democracia es la remoción de quienes no lo han hecho bien, lo que no obsta a que en demasiadas ocasiones el votante perdone la corrupción atendiendo a otras consideraciones, como ocurre típicamente con los líderes independentistas. Por eso, mientras que un presidente puede permitirse un cierto margen a la hora de interpretar el estándar ético vigente o incluso blindarse frente a sus exigencias esto no es posible en el caso de un monarca: la ejemplaridad de un rey tiene que ser la máxima posible, es decir, la que la sociedad considera irrenunciable en un momento dado. Si no, sencillamente, tiene que irse. Esto fue justamente lo que pasó en España con la abdicación de Juan Carlos I y ahora con su salida del país.

Recordemos que una institución se define como un conjunto de normas, un conjunto de personas y una cultura organizativa. Y los esos tres elementos han fallado en el caso de la Corona. Lo más interesante es que, en un país adicto al BOE, nuestros políticos no han encontrado el momento en 40 años de regular la Jefatura del Estado. Probablemente por muchas razones; pero esa falta de regulación unida al manto de la opacidad extendida sobre el Rey Emérito es, en mi opinión, la causa del desastre. La escasa normativa sobre la Corona existente se refiere a cuestiones secundarias, como la organización de la Casa Real o el régimen de títulos, tratamientos y honores de la Familia Real. Y, así, durante mucho tiempo el Jefe del Estado ha podido vivir en una especie de limbo jurídico, en el que una vez consagrada su inviolabilidad en el artículo 56.3 de la Constitución (entendida de forma muy generosa) quedaba exento de responsabilidad por todos sus actos. Nos encontramos de este modo ante un Jefe del Estado que queda formalmente al margen o por encima del ordenamiento jurídico vigente, lo que no deja de ser una anomalía en una democracia moderna.

A esta circunstancia hay que añadir la falta de contrapesos en forma de colaboradores y consejeros que advirtiesen de los riesgos (ni los sucesivos jefes de la Casa Real, ni los abogados, colaboradores, consejeros, diplomáticos y demás personal allí destinado han hecho un papel muy airoso, visto lo visto). La consecuencia, no por comprensible menos lamentable, es una sensación de impunidad que se produce siempre que los seres humanos acumulan poder (político, económico o simbólico) sin ningún tipo de control, transparencia, responsabilidad o de rendición de cuentas. Que esto son precisamente las reglas institucionales sin las cuales sólo las personas excepcionales son capaces de alcanzar los estándares de conducta que solo uno mismo puede exigirse.

Ahora bien, ¿qué podemos hacer para remediar el daño causado? A mi juicio, lo más urgente es restaurar la ejemplaridad de la institución habida cuenta de que precisamente el carácter personalista y poco institucional de la anterior Jefatura del Estado permite diferenciar sin muchos problemas al Rey Emérito de su sucesor. Aunque el CIS de Tezanos se niegue a hacer preguntas sobre el grado de apoyo popular que tiene la Corona, o sobre la figura de sus titulares, pienso que la ciudadanía española es perfectamente capaz de distinguir entre dos formas de ejercer la Jefatura del Estado profundamente diferentes, tanto en lo público como en lo privado. En todo caso, me parece que es fundamental cerrar la etapa del Rey Juan Carlos a todos los efectos. Para esto el Gobierno cuenta con instrumentos jurídicos más que suficientes, aunque a una parte del PSOE esta decisión no le resulte políticamente cómoda; pero lo que no es razonable es dejar decisiones que tienen un fuerte componente institucional pero también personal en manos del actual Rey.

Por supuesto, habría que modificar el RD 470/2014 de 13 de junio que concedió a Juan Carlos I el título honorífico de Rey (una vez que se procedió a su abdicación) para privarle de dicha condición. Como sostiene la jurista Verónica del Carpio, parece más que razonable que el Gobierno, a la vista de la falta de ejemplaridad demostrada, retire este título honorífico con la dignidad que conlleva sin necesidad de que intervenga su hijo. Otra cosa es la decisión sobre dónde tendría que vivir su padre fuera de España, cuestión mucho más delicada y que sí se podría dejar en su ámbito de discrecionalidad personal. También me parece imprescindible una reparación económica a los españoles –al fin y al cabo él ha sido durante mucho tiempo la imagen de nuestro país– en forma de restitución a Hacienda de las cantidades eludidas al fisco (con independencia de su origen) al menos como gesto de buena voluntad aunque no se produzca una regularización fiscal en sentido técnico

Pero quizá lo más importante es proceder a una regulación moderna de la institución. Más allá del título de Rey del Jefe del Estado, creo que lo que hay que abordar de una vez el desarrollo del título II de la Constitución, introduciendo todas las garantías necesarias para que la Jefatura del Estado, con independencia de quién sea su titular, funcione de forma eficiente y eficaz, neutral, profesional, con los necesarios contrapesos, la debida transparencia y rendición de cuentas y, sobre todo, con la máxima ejemplaridad. En definitiva, si la Corona quiere subsistir tiene que convertirse en una institución modélica que funcione como un referente para todas las demás –empezando por los presidentes de algunas CCAA que, más que a presidentes, aspiran a reyezuelos– y terminando por algunos partidos políticos cuyas prácticas internas en el ámbito de la corrupción y de las comisiones han dejado mucho que desear. De esa forma, el servicio que aún podría hacer a España sería muy grande.

Elisa de la Nuez es abogada del Estado y coeditora de ¿Hay derecho?

2 comentarios


  1. Sra. de la Nuez. Antes de proceder a las medidas de "remedio" que sugiere habrá que demostrar que el cúmulo de informaciones vertidas son veraces y las consecuencia que se deriven tendrán que ser objeto de resolución judicial.
    Por lo demás, el título de Rey no depende de un Real Decreto. Es un título dinástico e histórico inalienable de su Persona. S. M. el Rey Don Juan Carlos, cuya vida D. G., será Rey, en todo caso, hasta que fallezca.

    Responder

    1. Un hombre que ha robado a los españoles durante 40 años tan claramente (no creo que haya un atisbo de duda de su culpabilidad en los hechos) merece ser despojado se sus titulos y encarcelado, usando cualquier via posible para ello. E investigar hasta que punto su hijo y actual monarca esta tambien involucrado en este escandalo.

      Responder

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *