Cómo se construye la igualdad

Existe un curioso paralelismo entre la irrupción de Podemos y la expansión del soberanismo en Cataluña: los dos responden a la incapacidad de los grandes partidos nacionales para gestionar la crisis y actualizar un modelo inadecuado, territorial y distributivo. Y los dos desatan una reacción visceral. El soberanismo reflejaría la manipulación de la sociedad catalana por parte de unos antidemócratas irracionales que hay que detener utilizando “todo el peso de la ley”. Política, poca, salvo una tardía vía federal indefinida. La respuesta a Podemos empieza con el frikis, y termina con la injuria por proximidad a ETA. En medio, casi todo. Con honrosas excepciones, asistimos a una cascada de calumnias, caricaturas y juicios de intenciones. Los resultados, a la vista: el soberanismo, a punto de consolidarse en el Gobierno con un programa explícitamente independentista. Y Podemos, acariciando una presencia institucional comparable a la del PSOE o el PP. “Su odio, nuestra sonrisa”, y no es para menos. Aunque es una organización joven que ajusta sus propuestas sobre la marcha, tres ideas parecen asentadas: la igualdad como objetivo, la “democratización” de la gestión económica como método, y la sustitución del agotado “régimen del 78” como bandera.

Cómo se construye la igualdadA estas alturas se sabe algo de las condiciones que generan igualdad sostenible en sociedades capitalistas. La igualdad se construye sobre políticas que redistribuyen oportunidades para participar de forma efectiva en el mercado de trabajo (predistribution) y políticas que corrigen las desigualdades de resultado (redistribution). Las primeras son políticas de inversión en educación, servicios que permiten la conciliación trabajo-familia, y políticas activas del mercado de trabajo que facilitan la transición entre empleos y reducen el paro de larga duración. Son políticas que consumen gran cantidad de recursos públicos para generar productividad en el futuro. Las segundas son políticas de transferencias de renta, que limitan el coste de las transiciones laborales para los ciudadanos, y cuyo diseño limita posibles abusos. Cuando ambas políticas están en funcionamiento, las regulaciones punitivas a trabajadores y empresarios son menos necesarias y es posible tener mercados de trabajo flexibles, donde es fácil despedir y contratar, sin premiar a trabajadores improductivos ni generar situaciones sociales injustas. Los países, como los escandinavos, con grandes compromisos presupuestarios en predistribución y redistribución, son los únicos que combinan competitividad económica y justicia social. Su experiencia indica que la igualdad social potencia el crecimiento sostenido y es condición necesaria para ser competitivos en un mercado globalizado. Los documentos disponibles sugieren un espacio común entre este modelo y los objetivos de Podemos, espacio que parece reducirse cuando pasamos de los objetivos a las políticas y a los métodos.

Podemos concibe la relación Estado-mercado como un pulso donde el primero protege “a la gente” de los ricos a través de mas regulación, más impuestos sobre las rentas altas, y más transferencias. Es una forma de entender la igualdad poco viable y paradójicamente conservadora dentro de la izquierda. Obviamente, no hay nada que objetar a que en España las rentas altas paguen más o a un diseño justo del impuesto de patrimonio, pero mientras el impuesto internacional sobre la riqueza a la Piketty no sea efectivo, las rentas obtenibles por esta vía se saben limitadas para financiar un giro hacia la igualdad. Sobre todo, si esas rentas se dedican más a financiar transferencias que a igualar oportunidades. Además, la regulación excesiva no iguala oportunidades, sino al contrario. Un mercado de trabajo justo no se consigue estableciendo salarios por decreto y reduciendo la flexibilidad para contratar. Así sólo se crean castas. No se trata de regularlo todo a base de “planes” ni de premiar la influencia en la redacción de las regulaciones, sino de generar los incentivos y las oportunidades adecuadas ex ante con más inversión en políticas activas y mejores diseños en política educativa a todos los niveles. Sobre esta última, poco sabemos, mas allá de un genérico compromiso para aumentar los recursos para “proteger lo público”. El problema es también de diseño. Proteger la educación pública y fomentar la inversión implica no sólo gastar más sino gastar mejor. Por ejemplo, además de recursos, la Universidad necesita más movilidad y mejores incentivos que impidan el abuso recurrente de una casta mediocre y supuestamente progresista. Mientras esa casta siga protegida por regulaciones que espantan la innovación y favorecen la endogamia, aumentar los recursos servirá para poco. La igualdad se alcanza con un Estado bien diseñado que haga funcionar mejor a los mercados porque permite que los individuos compitan en pie de igualdad.

En relación a los métodos, la construcción política de la igualdad surge de una larga historia de lucha, pero también de consensos y sacrificios por parte de todos, realizados en un contexto de representación proporcional, donde los partidos negocian y sacrifican en parte los deseos de la gente que los apoyó. La igualdad exige, por ejemplo, un sacrificio parcial de la progresividad fiscal, tanto en términos de tipos efectivos como en términos de la importancia relativa de los impuestos sobre el trabajo y el consumo en relación a los impuestos sobre el capital. El modelo escandinavo es un modelo en gran medida financiado por y para trabajadores y consumidores (no por “los ricos”). De otra manera, la inversión sufre. A cambio, los trabajadores disfrutan de amplios servicios predistributivos y redistributivos y los empresarios aceptan salarios competitivos (y relativamente igualados por abajo) y renuncian a ajustar de forma automática la demanda de empleo al ciclo en una economía abierta. Todo este sistema se basa en complejas negociaciones en las que el Parlamento actúa como mecanismo de vigilancia de acuerdos a medio y largo plazo. La igualdad requiere un mandato representativo laxo, donde los parlamentarios no están atados permanentemente por lo “que diga la gente”. No está muy claro todavía qué modelo de representación está detrás de la idea de “democratizar la gestión de la economía”. Pero si la idea es someter la gestión y las instituciones económicas al resultado de consultas asamblearias entre elecciones, los medios propuestos son un obstáculo para alcanzar una sociedad más competitiva e igualitaria. Someter la política económica a una especie de tweet democracy socava la viabilidad política de estos objetivos y reintroduce, magnificándolo, el riesgo de manipulación de la política económica en función de las necesidades electorales del Gobierno.

España es un país con mucha pobreza y desigualdad, una capacidad fiscal relativamente menor, y un mercado de trabajo muy dualizado, de escasa movilidad y mal ajuste entre formación y empleo, problemas todos ellos acentuados por la crisis. Todos estos factores hacen que la mayoría de los votantes sean muy sensibles a sus circunstancias a corto plazo. Los ciudadanos tienden a ser miopes y a dudar de reformas de beneficios inciertos a largo plazo. España es un país donde la descentralización ha fortalecido el clientelismo y la captura de recursos públicos como elementos centrales de la acción política. Construir capacidad fiscal y modernizar las Administraciones en estas circunstancias exige no sólo atraer inversión (en lugar de espantarla con ambigüedades acerca de la deuda) sino sobre todo acuerdos para superar la resistencia normal “de la gente” (y de muchas élites locales y autonómicas) a reformas que, con ingresos públicos limitados, implican sacrificios a corto plazo. A diferencia de la nación, la construcción política de la igualdad no puede ser un plebiscito cotidiano. Requiere valentía para exigir e imponer un reparto justo de los costes y beneficios, pero también consensos que permitan navegar la transición hasta lograr una capacidad fiscal sostenida.

Para forjar esos acuerdos, la estrategia importa. Al convertir la política en un choque entre la casta (todos, sin distinción) y la “gente” (ellos), Podemos limita el potencial de formación de coaliciones proigualdad. Cuanto más presenten a sus posibles aliados como restos de un régimen en descomposición, más difícil será a “los de la gente” generar acuerdos de Gobierno estable. Por su parte, al competir con Podemos por titulares y etiquetas, el PSOE agrava el problema y pierde un tiempo precioso para desarrollar y difundir propuestas políticas concretas. Los que dicen querer mejorar el bienestar de todos deberían recordar que son las acciones y no las palabras o los gestos las que reflejan los verdaderos objetivos de los partidos. Sólo así reirán los últimos quienes de verdad lo merecen.

Pablo Beramendi es profesor de Economía Política en Duke University.

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