Por Álvaro Delgado-Gal (ABC, 18/07/06):
¿CÓMO se estropean las democracias? Responder a esta pregunta presupone que se sabe lo que es la democracia. Bien: ¿qué es la democracia? Una de las definiciones más antiguas, si no la más antigua, procede de Heródoto, y sigue siendo popular. En su Historia (II, 80-82), Heródoto pone en labios de Ótanes, uno de los debeladores de las magos persas, la defensa de la isonomía. «Isonomía» significa, literalmente, «igualdad ante la ley». Pero también puede leerse como «participación de todos en el gobierno» o «gobierno del pueblo». En la democracia, que es la especie que se esconde detrás de la isonomía herodotea, gobierna el pueblo, o alternativamente, decide la mayoría.
¿Todo en orden? No. El voto mayoritario está sujeto a paradojas técnicas. El pionero en advertirlo fue Condorcet, y después de él lo han advertido muchos más. Aparte de eso, nos encontramos con que la mayoría puede aplastar a las minorías, en cuyo caso la democracia se hace incompatible con la libertad. El punto no es menor, y ha conducido a que muchos liberales contrasten el mercado, gobernado por acuerdos entre personas que intercambian voluntariamente bienes y servicios, con los procedimientos de decisión colectiva, vinculantes para individuos que a lo mejor preferirían no estar vinculados. La libertad individual sólo está asegurada cuando las decisiones se verifican en un régimen de unanimidad. Pero la unanimidad, difícil en una junta de vecinos, o incluso en un matrimonio, es impensable cuando las dimensiones se disparan y los pocos se hacen multitud.
Al cabo, resulta que la democracia es una cosa compleja, e imposible de caracterizar haciendo abstracción de las novedades constitucionales, jurídicas, morales y sociales que la historia ha ido acumulando sobre nuestros hombros. No hay democracia sin garantías individuales; ni la hay si no se ponen límites a la acción del Estado; no puede haberla en ausencia de fórmulas de representación política razonables; o cuando la mentalidad y los lugares comunes dominantes no inyectan vida a lo previsto por la ley. En último extremo, la democracia es, todavía más que un artificio, un estado del espíritu, enquistado en las costumbres. O si se quiere, una democracia no será una democracia, a menos que sea ejercida por demócratas. Ni las togas, ni la policía, ni los códigos lograrán imponer la democracia allí donde los individuos no están educados democráticamente.
¿Estamos los españoles educados democráticamente? La pregunta es pertinente, ya que la buena educación democrática no se adquiere así como así, ni florece, como las malvas, en terrenos poco trabajados. Lo percibió con claridad meridiana Schumpeter, mientras observaba, acodado en la barandilla de la historia, el curso catastrófico de la República de Weimar. Una de las razones por las que no es sencillo estar democráticamente educado, es la enorme inversión de tiempo y energía que exige el seguimiento inteligente de los asuntos públicos. Según observó Schumpeter, el cociente de inteligencia de un ciudadano, ya se trate de un egiptólogo eminente, un filósofo, un empresario o un neurocirujano de campanillas, desciende quince puntos apenas se empieza a discutir de política. La gente está en lo suyo, y carece de holgura para estar en lo de todos. ¿Cómo resuelven las democracias este déficit estructural? Mediante una organización institucional competente. Los periódicos deben rehuir el sectarismo feroz y sujetar sus líneas informativas y opinativas a nociones mínimas de lo que es el interés general; los partidos no pueden hacer disparates; y es menester que las personas que representan al Estado sin estar en los partidos, sean independientes y actúen disciplinadas por criterios de rigor profesional. Pero todavía no hemos concluido. Estas virtudes institucionales no crecen ni se mantienen en un vacío moral. Se despliegan ante testigos, o como comúnmente se dice, ante la opinión. La opinión se nutre, a la postre, de poco millones de ciudadanos, para ser más exactos, de unos cientos de miles de ciudadanos, aquellos, precisamente, a los que preocupa y apasiona la política. Podría enunciarse por tanto la síntesis siguiente: una democracia funciona, sólo si funcionan las instituciones en un clima de opinión ilustrado. El grueso de la ciudadanía aporta el voto, buena voluntad, y una disposición favorable aunque forzosamente difusa hacia principios de convivencia inspirados en la libertad. Es mucho, aunque no todo. Basta que el clima de opinión se deteriore, o pierda el oremus la minoría que lo genera, para que entre en cuarto menguante la democracia.
Esto es lo que temo que haya empezado a ocurrir en España. Obviaré el sesgo inaudito, intrínsecamente desconcertante, que en ella ha venido adquiriendo la política fáctica, material. Hace quince años, ni el más pesimista de los observadores habría anticipado que un partido importante intentaría la marginación civil de casi la mitad de los españoles. El hecho es alarmante. Pero ya les he dicho que mi asunto, en esta Tercera, no es la política fáctica sino la degradación visible de la opinión. Dos circunstancias me inquietan especialmente. En primer lugar, la renuencia de los que apoyan la deriva peligrosa a darse cuenta de lo que está pasando. El mundo de izquierdas ha anulado su capacidad crítica atrincherándose tras una fórmula inamovible, una fórmula que también es una máscara. La fórmula reza: «La derecha se ha marginado a sí misma». Lo que esto quiere decir en realidad, es que la derecha no se ha adherido entusiasmada a medidas que no le han sido consultadas. Por ejemplo, no se ha adherido a la reforma encubierta de la Constitución, o no se ha adherido a una negociación con ETA altamente discutible. La reforma encubierta de la Constitución reviste una índole claramente fraudulenta. Como ha señalado hace poco el constitucionalista Roberto Blanco, el sistema de mayorías cualificadas consagrado por la Carta Magna está ideado, justamente, para que la reforma se bloquee cuando una porción importante del parlamento no la desea. Sortear el bloqueo, y propiciar la reforma por la parte de atrás, es gravísimo, y todavía más grave, si se me apura, es no comprender que es gravísimo. En lo de ETA, andamos por un parejo. Y esto no es lo peor. Lo peor es que gente apreciable en varios aspectos, ha hecho buena la reflexión que Montaigne desarrolla en uno de sus últimos ensayos. A saber, que los males morales, al revés que los físicos, se hacen más inextricables y obscuros cuanto más crecen. Quienes no han levantado acta, en su fuero interno, de muchas enormidades recientes, se curan del remusgo que esta omisión tendría que ocasionarles por el método de descalificar sin matices al adversario. Es más sencillo embellecer los desfallecimientos propios fulminando al rival, que admitir las razones del rival y preguntarse en qué ha desfallecido uno. El proceso se retroalimenta, y podría proyectarnos al cabo hacia donde en ningún caso sería aconsejable estar.
¿Y la derecha? Oscila entre el crujir de dientes, el azoramiento absoluto, y un vago pasmo admirativo ante las audacias del presidente. Se oye decir, pongo por caso, que la operación catalana ha sido muy astuta. Esto produce estupefacción. Primero, porque es falso: Zapatero ha infligido un daño notable al PSC, rehabilitado al nacionalismo e impulsado, con poco apoyo popular, un estatuto que hará metástasis en el resto de España y complicará enormemente la gobernación del país. Además, y esto es, de nuevo, lo más serio, el diagnóstico revela una penosa confusión de escalas. Los que exclaman «¡Qué tío!», no distinguen entre la eventración del Estado y las tretas que permiten ganar un palmo de terreno en un contexto de normalidad política. Lo dijo Ortega: «Que no sabemos lo que nos pasa: eso es lo que nos pasa». Lo dijo con gracia. Pero maldita la gracia que tiene.